sábado, 21 de mayo de 2011

Alma en llamas, capítulo IV

Aquel fue el primer día en el que vi al padre de Marina. Francisco Javier Gómez de Olea era un hombre alto, al que el tiempo le había privado del cabello. Aquello, unido a su rostro afilado y esos ojos oscuros y penetrantes que todavía hoy siento en mi espalda, le daban el aspecto amenazador que le gustaba mostrar. Rondaba los cincuenta, enfundado siempre con impecables trajes que pagaba con las ganancias de su negocio de construcción. Su historia siempre comenzaba igual, con la bala que atravesó el cráneo de aquel hombre que lo había retenido durante la guerra. Ficticia o real, todo aquel que la escuchaba la tomaba por cierta. Era conocido por su fama de hombre hecho a sí mismo. Las pocas veces que hablamos pude ver con claridad el muro que construyó entre él mismo y el mundo. Aquel día, no había diferencia alguna.

Otro cantar era su mujer. Verónica Mazzola lloraba en el suelo, frente al cuerpo inerte que había sido su padre. Reconocí en ella el pelo rubio de su hija, pero nada más. Sus ojos marrones se ocultaban tras las manos que hacían de filtro ante sus gemidos desconsolados. Su marido la dejó desahogarse allí, en mitad del salón, mientras discutía los pormenores del fallecimiento con una pareja de policías, a quienes David también había avisado. Ellos le confirmaron que la muerte se debía a causas naturales, que el corazón de aquel anciano se había parado por la edad, y que aquellos dos chavales que estaban en una esquina no tenían nada que ver.

Marina también estaba allí. Al llegar se sentó en una silla, en la cocina, sin mediar palabra. David fue quien me dijo que había llegado, a él la muerte no parecía haberle afectado tanto. O quizá fuese que a mí me había impactado demasiado. Estaba petrificado, frente a la ventana, oyendo conversaciones a mi alrededor pero incapaz de escuchar ninguna. Él casi tuvo que arrastrarme hasta el baño, donde me metió bajo un grifo en un intento de sacarme de mi trance. El chorro de agua fría lo logró.

Las primeras palabras que dediqué a mi amigo fueron un conjunto de vocablos de soez significado, haciendo alusión a la genial idea de mantenerme bajo la corriente un par de minutos. El se defendió diciendo que los golpes ya no surtían efecto. Bastó que los mencionase para sentir el dolor en distintas zonas de mi cuerpo. Maldije de nuevo sus ideas de bombero retirado.

—Javier, deberíamos irnos.

Sí, debíamos. Aquel era un momento para la familia, sin desconocidos de por medio. Incluso los policías se iban. Yo ya no pintaba nada allí, nada podía contarme la historia que aquel anciano sabía. Hice un gesto con la cabeza a David, y caminé hacia la puerta principal.

—¿Javier?

La voz sonó a mi espalda, frágil, apenas un susurro. Me volví lentamente. La figura de Marina se dejaba intuir en la cocina. Le dediqué un segundo gesto a David, el cual entendió a la perfección. Se despidió de mí con un gruñido de protesta, y desapareció por la puerta. Cuando se fue entré en la estancia donde ella me esperaba. Nuestras miradas se cruzaron durante una fracción de segundo, antes de que ella se abalanzase sobre mí. Hundió la cabeza en mi pecho, aferrándose a mi camisa, llorando.

Pensé que quedarse allí no era una buena idea. Salimos a la calle. Fuera atardecía. El manto de la noche se echaba sobre nosotros. Había perdido el día, sin darme cuenta del tiempo que había pasado. Mi estómago me gruñó a modo de protesta; lo único que había comido fue el desayuno. Hice una broma al respecto. Marina me regaló la sonrisa más triste que he visto nunca. Caminamos por el paseo de la Pereda. Nos detuvimos en el puerto. Ella se sentó en el bordillo, mirando al mar. No abrió la boca, ni siquiera para preguntarme por qué era el primero que supo lo que le había ocurrido a su abuelo. Se limitó a observar los últimos rayos de sol que brillaban sobre la superficie del agua.

Me senté junto a ella, rodeando sus hombros con mi brazo. Ella apoyó la cabeza sobre el mío. Pude ver sus ojos azules, vidriosos, donde no quedaba una sola lágrima.

—Marina…

No me respondió. Ni siquiera parecía haberme escuchado. El sol, cobarde, me dejó a solas con ella. Pude sentir cómo tiritaba de frio dentro de aquel vestido blanco de lana. Intenté hacer que se levantara, pero no pude. Me miró a los ojos. Vi en ellos que quería quedarse un poco más. Esperé, junto a ella, el tiempo que necesitó. Durante meses había soñado con un momento así. Marina y yo, solos en aquella ciudad. Cruel el destino, ahora me daba esta oportunidad. Deseé tener la labia de aquellos personajes de ficción capaces de decir lo apropiado en cada momento. A mí se me había reservado el papel de “tonto del pueblo”.

Guié a Marina hasta la playa. Ella se dejaba llevar, sin mediar palabra. Nos sentamos en la arena, mirando al faro de la isla de Mouro. Meses después me diría que odiaba playa. Pero no aquella noche.

—Gracias—me dijo.

Aún guardo aquella imagen en mi memoria, grabada a fuego. Ella, enfundada en un vestido blanco que terminaba antes de llegas a las rodillas, con las piernas extendidas, una sobre otra. Una mano en el regazo, la otra hundida en la arena. Me miraba fijamente, sus ojos de color del cielo clavados en los míos. Su pelo rubio formaba tirabuzones perfectos, que caían elegantemente sobre su espalda. La creí un ángel. Con aquella idea en la cabeza me incliné hacia ella. Recuerdo el hormigueo que recorrió mi espalda al sentir sus labios, unidos a los míos. Aquella sensación me duró toda la eternidad que pasamos, en la oscuridad de la noche, antes de separarnos. Una eternidad que se me hizo corta.

La acompañé hasta su casa. Hicimos todo el trayecto mudos, caminando uno junto al otro, pero con toda la tierra separándonos. Pasé el camino buscando las palabras necesarias para despedirme y pedir perdón, pero ninguna de ellas me pareció lo suficientemente buena. Antes de darme cuenta, estábamos frente a su portal.

—Bueno…—fue todo lo que acerté a decir.

Me llevé la mano a la cabeza, tomando un mechón de pelo y rizándolo, como hacía cada vez que estaba nervioso. Ella me sonrió. Di un paso hacia ella, para besarle la mejilla a modo de despedida. De nuevo, me perdí en sus labios.

Volví a verla aquella noche, en sueños. Estábamos en la misma playa que aquella tarde tumbados sobre la arena. Yo mantenía los ojos cerrados. Ella me cantaba en un susurro. De pronto la canción se apagó. Me levanté, sobresaltado. Marina me miraba desde el mar. Eché a correr hacia ella. No pude alcanzar aquella mano tendida, aquella sonrisa. Tropecé, caí al agua. Desde allí pude rozarla. Su cuerpo se convirtió en cenizas, y el viento se las llevó. Por un segundo pude sentir su mano, apoyada en mi mejilla.

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