martes, 1 de diciembre de 2009

Humo

Creo que este año suspenderé Filosofía... xDD
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Ella corría por las calles de Barcelona, su pelo negro ondeando al viento. Sus oscuros ojos miraban con miedo. Se chocó con dos personas, cayó al suelo. Le dolían todos los músculos del cuerpo. Y seguía corriendo, huyendo de algo que nadie más alcanzaba a ver.

- ¡Aléjate de mí! –gritó ella con su voz aguda.

La gente de la Rambla la tomó por loca. Nadie la seguía. Ella se preguntaba si era la única que podía ver a aquel ser de ojos amarillos y consistencia del humo. Se preguntó si aquel ser realmente existía, si era fruto de su imaginación. No se atrevía a detenerse y comprobarlo.

Se alejó de las calles principales. Giró a la izquierda, a la derecha, de nuevo a la izquierda… Acabó en un callejón, apenas iluminado por la anaranjada luz del crepúsculo.

Y aquel ser de ojos amarillos le cerraba el paso. Ella gritó, pidiendo auxilio. Nadie vino. Ella se dejó caer, llorando. La criatura no se detuvo. La cubrió con su cuerpo hecho de humo. Y desaparecieron.

Nadie recordaría a aquella chica que corría por las calles de Barcelona, tratando de huir de su propio destino.
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domingo, 29 de noviembre de 2009

Ejecución, II

Gracias, San, por la inspiración xD

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Y allí estaba. Indefenso. Atado. Cegado. Torturado. Su vida en tus manos. No lo conoces de nada, y sin embargo tu arma acabará con él. Nada de balas falsas o reales. Segarás su vida.

Tu general se acerca a él. Susurran unas palabras. Se aleja del condenado riéndose. Alza la espada. Disfruta del momento. Un minuto… Dos... Bajó la mano, cortando el aire. Tu mano tiembla, pero no aprietas el gatillo.

No hizo falta llegar a tanto. Está muerto. Tres agujeros de bala en su pecho. Uno en el centro. Otra le perforó el pulmón. La tercera, el corazón. De los tres orificios manaba sangre.

Los soldados recogen sus armas. Ninguno habló. El general se acercó a vosotros, felicitando vuestro trabajo.

—Mi general, con vuestro permiso—Preguntas—. ¿Cuál fue su último deseo?

El general se rió con ganas.

—Que fuese rápido—Respondió.

Y la furia te corroe por dentro. Se burló de él. Lo torturó.

Armas tu fusil. Apuntas. La bala le atravesó la cabeza. Se desplomó.

Se abalanzan sobre ti. Alguien grita. Estas arrestado. Morirás mañana, al amanecer.
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jueves, 26 de noviembre de 2009

Destello de plata

Para ella
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Destello de plata. Rio de sangre. Temor. Dolor

Muerte.

El brillo de sus ojos te enmudece. Tus propios ojos te miran. Te odian. Él te odia, aquel que se esconde en ti. Aquel que eres, aquel que no eres. Aquel que se llevará tu vida. Aquel que te lanzará a un vació infinito.

Aquel que blande un cuchillo de plata manchado de sangre. Su sangre. Tu sangre.

Ves cómo agoniza. Ves cómo muere. Ves cómo una parte de ti desaparece. Sonríes, bañando una vez más aquel filo plateado con tu propia sangre.

Caéis en la oscuridad. Morís…

Despiertas. Pasas la mano derecha por tu frente sudorosa. Todo fue un mal sueño.
Te levantas de la cama. Tu mano izquierda blande un cuchillo de plata…
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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Valor.

Sí, Raquel, yo en las clases me voy a mi mundo xD.
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En la oscura noche sólo se escuchaba el sonido del acero golpeando al acero. Dos ejércitos se enfrentaban, unos tratando de defender sus tierras de los invasores. Y perdían.

Franz luchaba por salvar su tierra y su vida junto a su mejor amigo, rodeados del ejército enemigo. Ambos veían como sus compañeros caían, uno tras otro.

Tocaron retirada. Los soldados corrieron a la fortaleza, tratando de salvar sus vidas. Los invasores gritaban, celebrando su victoria. Muchos de ellos corrían para tratar de alcanzar a los que huían, lanzando estocadas al aire. Seth tiró de Franz, sacándolo de aquel encierro. Corrían repeliendo los ataques de sus perseguidores.

— ¡Ya queda poco! —gritó Seth, bloqueando otra estocada. El puente del castillo estaba a apenas unos metros.

Y entonces silbó una flecha perdida. Seth cayó. Franz se detuvo junto al cuerpo de su mejor amigo, ahora agonizante. Junto a él aparecieron algunos de los compañeros de armas de Seth. Los restos de aquel grupo que se alistó unido. Casi hermanos.

—Dejadme—dijo Seth, con sus últimas fuerzas—. Salvaos.

Franz gritó. Su mejor amigo ahora yacía frente a él, muerto. Le ordenó a alguien que lo llevase adentro. Ni se fijó en quien era. Sólo una cosa ocupaba su mente.

Se puso de pié, con la espada en la mano. Volvió a gritar con todas sus fuerzas, antes de volver a lanzarse contra el invasor. Sus compañeros, sus hermanos, lo imitaron. Debían de ser unos siete hombres, pero el enemigo se veía superado.

Los defensores del castillo, inspirados por el valor de aquellos hombres, abandonaron su refugio para unirse a la batalla, para expulsar a aquellos invasores. El enemigo, creyéndose vencedor, apenas tuvo tiempo de reorganizarse. Pronto se dieron cuenta de que aquella batalla estaba perdida.

Porque el valor de unos pocos podía transformar la derrota en victoria.
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jueves, 15 de octubre de 2009

Venganza

Una historia con muy posible continuación.

Para Bea, que hoy le salen más arrugas.
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—No es un sueño, es la vida —dijo el cardenal Amaury, mirando a los ojos a su hermano—. Una vida que, para vos, se acaba.

La habitación, iluminada por la anaranjada luz del amanecer, se tiño de sangre. La espada del cardenal rebanó la cabeza del rey, que rodó por el suelo. Se detuvo junto a la cama tras dejar un rastro de sangre por donde había pasado.

Amaury limpió el líquido rojo que manchaba su filo de plata en las ropas de su hermano decapitado y escupió sobre su cuerpo inerte.

—Adiós, majestad —rió, antes de abandonar la alcoba.

El silencio sepulcral que la muerte del rey había provocado en la habitación se rompió con un llanto. De debajo de la cama salió un niño, de apenas diez años, con el pelo rubio. Sus ojos, marrones y llenos de lágrimas, se cruzaron con los de su padre, inertes e incapaces de volver a ver. Alain, que así se llamaba el niño, se secó las lágrimas y abandonó la alcoba corriendo.


Era una noche cerrada, sin luna. Del gran salón surgía una música de festejo, en honor al nombramiento del nuevo rey. Tras el fallecimiento del anterior monarca, su hermano sería el sustituto en el trono. Amaury presidía la mesa principal, controlándolo todo con unos ojos oscuros que ocultaban sus pensamientos al mundo. Su lucha contra el tiempo le había dejado un rostro arrugado y un pelo blanco como la nieve. Observaba a las parejas bailar, riendo por dentro.

En unos minutos sería rey.

La música se detuvo. Las puertas se abrieron, dando paso a un hombre que porteaba una corona de oro y joyas. Las puertas se cerraron tras él. Las parejas se situaron en sus respectivos asientos, de pié. La corona llegó hasta la mesa principal. La rodeó. Un sacerdote la cogió. La alzó y la bendijo. Amaury se levantó. Había llegado el momento…

—¡¡Alto!!

Las puertas se abrieron de un fuerte golpe. Con paso firme, Alain entró en el salón, seguido por su tutor Bernard, que portaba una espada desenvainada. Las gentes murmuraron.

— ¿Por qué osáis interrumpir la ceremonia, príncipe? —preguntó el sacerdote.

—Porque ese hombre no puede ser rey —respondió Alain con voz firme—. Un hombre que mata a su propio hermano por avaricia no está preparado para gobernar.

Los murmullos cesaron de golpe. En silencio, las miradas del cardenal y del príncipe se cruzaron. Nadie en la sala pudo negar que en esos ojos sólo había odio.

El sacerdote les miró a ambos, preguntándose qué hacer. Amaury asintió, sonriendo. El sacerdote posó la corona sobre la cabeza del cardenal, con una sonrisa maliciosa y que sonaba a oro. La ceremonia había terminado.

—Yo, Amaury de Draizar —dijo el nuevo rey, con una voz grave y autoritaria—, por la presente, os declaro culpables de traición. El castigo —se detuvo, regodeándose en el momento —es vuestro destierro.
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jueves, 8 de octubre de 2009

Alma

Como me cunden las clases de Filosofía. No aprenderé nada, pero a este paso me haré rico publicando estas historias.

Para Gonzalo, que hoy se nos hace viejo
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Hundí mi espada en su pecho, repugnándome a mí mismo por haber manchado el filo de mi arma con su sangre. Ya eran noventa y nueve muertos. Noventa y nueve almas que me acosarían en sueños el resto de mi miserable vida. Esa era la vía del guerrero, el camino que yo, inconscientemente, había elegido. Matar por vivir un día más.

Monté en mi caballo y me alejé de aquel pueblo, arrasado por orden de un rey avaricioso que sólo ansiaba más riquezas. De niño soñaba con viajar sin más compañía que mi montura y mi arma, vivir con honor. Ahora mi espada servía a un propósito injusto.

Mis sueños de niño habían sido aplastados por la cruda realidad, de la misma forma que el fuerte oprime y se aprovecha del débil. Mis nobles propósitos no tenían cabida en un mundo que prefiere la riqueza al honor. Que se vende por cuatro monedas.

Alcé la espada, que aún tenía el filo teñido de sangre. Pesaba aún más que cuando la cogí por primera vez, hace ya años. Cargaba con el peso de la culpa en su hoja. La examiné, buscando en ella la solución para aliviar mi pesar.

Me dio una respuesta.

Hundí mi espada en mi propio pecho. No hubo dolor, sólo alivio inmediato. Ya eran cien muertos. Cien almas que, ahora, eran libres.
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domingo, 4 de octubre de 2009

Soñar

La hoja en blanco del word sólo me ha dicho esto.

Para ella. Sí, cotillas, no hay más explicaciones. Ella sabe de sobra quien es.
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Sus ojos azules se clavaban en los míos, tratando de leerme. Mis ojos se clavaban en los suyos, incapaz de pensar en nada. En aquel momento no existía.

Ansiaba permanecer así el resto de mi vida, ver el mundo a través de sus ojos. Si aquello era un sueño, no quería despertar. Si aquello era morir, que se llevase mi alma.

Parpadeo. Vuelvo al mundo real, o al sueño. Ya no sé distinguirlo. Demasiado real para ser un sueño, demasiado perfecto para ser real.

Caminamos. Mi brazo toma vida propia. Se apoya en sus hombros. Ella posa su cabeza en el mío. Cierro los ojos. Siento a la gente mirarme, susurrar. Ya no me importa lo que digan.

Paramos. Nos volvemos a mirar. El tiempo se detiene. Da un paso. Otro. La oigo hablar. No la entiendo. Me paralizo.

Une sus labios a los míos.

Y entonces descubro que no es un sueño. Que es real. Que ocurre.

Que los sueños pueden hacerse realidad.
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viernes, 11 de septiembre de 2009

Morir

Y por fín dejo atrás el lemon, hasta que San vuelva a pervertirme.

Esta vez, un original corto corto corto, de esos que se te ocurren en la ducha y que parecen más largos de los que son.
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Miraba sin mirar, sentía sin sentir. Moría.

La sangre fluía, emanaba de un cuerpo que seguía bombeando. Sólo su mente se daba cuenta de lo que pasaba. Su corazón latía, cada vez más pausado. Su vida se le escapaba entre los dedos. Su tiempo se agotaba.

Sus palabras se irían con el viento. Sus actos los borraría la lluvia. Su cuerpo desaparecería. Su existencia sería olvidada. Al fin y al cabo, ¿Qué ocurre con los muertos?

Temía. Temía por sí mismo, por no saber a dónde iba. Temía por lo que dejaba atrás, por un amor desgastado pero, al fin y al cabo, un amor.

Su cuerpo se lo llevaría el tiempo. Su vida se la llevaban las sombras. Su alma se diluía en la oscuridad. Moría.

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martes, 25 de agosto de 2009

Promesas olvidadas

Por que una parte de mí quiere que se vaya de mi cabeza, y la otra aún espera que suene el teléfono.
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Dicen que, si escuchas atentamente al viento, este te traerá palabras lejanas. Pero, en realidad, hace más que eso.

Mientras yo estaba tirado en la hierba, mirando el vasto cielo azul, el viento traicionero me traía fragmentos de promesas incumplidas. Promesas que, poco a poco, fueron apartadas y que terminaron enterradas en mi memoria. Promesas olvidadas.

¿Quién era ella? No recordaba su nombre, su rostro o su voz. El viento sólo me traía la promesa incumplida que le hice. Viajaríamos por ese inmenso cielo que se abría ahora ante mí.

Y ese viento conspirador seguía rescatando esas promesas que él mismo se había llevado; ahora esas promesas se clavaban en mí, cual espinas de una rosa marchita. Y yo no podía hacer nada más que recordar imágenes guardadas en lo más profundo de mi memoria, imágenes que yo esperaba que el tiempo las cubriese para siempre.


Dicen que en los sueños vemos aquello que nuestra alma anhela. Sin embargo, en mi caso, Morfeo se alió con el viento.

Durante las noches surgen de mi cabeza recuerdos olvidados. En ninguno aparece su nombre, en ninguno escucho su voz, en ninguno veo su rostro.

Despierto mil y una veces cada noche, para después volver a dormir. Mientras duermo, surgen esos recuerdos, que me despiertan. El amanecer queda lejos aún, y el tiempo también está en mi contra.


Perseguido por el día, acosado por la noche. Las promesas incumplidas, los fragmentos de recuerdos. Todos surgen de nuevo, buscando un final feliz que nunca hubo. Si quiero que las promesas incumplidas desaparezcan, debo cumplirlas. Si quiero que los recuerdos se vayan, debo encontrarles un final feliz.

Debo partir ahora. Para rehacer promesas olvidadas. Para encontrar nuevos recuerdos.

Para poder verla una vez más.
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martes, 18 de agosto de 2009

Velocidad.

*Toma un papel y un bolígrafo*

No... jugaré... más... al Burnout... con canciones depres...

Ala, ahí anda el resultado de ver estrellarse tu coche.
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Velocidad. Sentía la velocidad aumentar, conforme apretaba el acelerador. El límite había quedado atrás hacía tiempo, como mi conciencia. Ahora, lo único que era capaz de escuchar eran los compases de “Born to be wild”, mezclados con los rugidos del león que pilotaba. Ya ni era capaz de pensar, tan sólo podía seguir acelerando.

Sentía la adrenalina aumentar. Sentía cómo las pulsaciones de mi corazón iban en aumento. El miedo había quedado atrás, ni siquiera había subido al coche. Nada podía pararme. Nada podía hacerme daño. Nada podía superarme. Era el rey del mundo, sintiendo el viento azotarme en la cara.

Fue entonces cuando escuché a mi cabeza. Tomé un trozo de madera del asiento del copiloto y trabé con él el acelerador. Después me puse de pie y extendí los brazos. Sentía las miradas de los conductores que se apartaban a mi paso, sentía cómo me admiraban.
Y entonces la vi.
Era una curva, demasiado cerrada para poder tomarla a esta velocidad. Me lancé a por el trozo de madera, pero se había quedado trabado. Pisé el pedal del freno y tiré del de mano, pero no surtieron efecto. Di un volantazo, tratando de tomar la curva bien, pero fue imposible. El coche salió de la carretera. Caía, caía…




Abrí los ojos. Estaba frente a mi coche, ahora aplastado. Veía cómo ardía, cómo se quemaban mis sueños con él. Veía como mi cuerpo, inerte y cubierto de mi sangre, ardía. Y vi cómo el fuego se encontraba con la gasolina y, juntos, hicieron que mi coche estallase y mi cuerpo quedase calcinado.

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lunes, 10 de agosto de 2009

Alma en llamas. Capítulo II


Amanecía cuando yo escondía el libro en la mochila. El contenido de ese manuscrito era extraño. Si era cierto, los autores se declaraban culpables de homicidios; ¿por qué lo harían? La mera idea de que se enorgulleciesen de esas atrocidades me causaba repulsión.

Me metí en la ducha mientras luchaba por borrar las imágenes de mi cabeza, esperando que el agua ayudase en la tarea. Para cuando salí, veinte minutos más tarde, tenía la mente totalmente en blanco. Me sequé, me vestí y bajé a desayunar. Cuando mis padres se levantaron, yo ya me había ido.

Corrí, nervioso, mirando hacia atrás cada poco tiempo. Aún seguía teniendo la sensación de tener dos ojos clavados en mi espalda, observando cada paso, cada movimiento que yo hacía. Me sentía si estuviese en una partida de ajedrez, y yo fuese un mero peón.

A las siete en punto, y mientras Gonzalo abría su tienda, llegué a mi destino. Al verme, en la cara del dependiente reflejaba el asombro.

—Javier, que sorpresa. ¿Cómo tu por aquí a estas horas? —Inquirió.

— ¿Ya no recuerdas que ayer andaba por aquí a estas horas? —respondí, riendo. Al instante, extraje el manuscrito de mi mochila y se lo entregué—. ¿De dónde sacaste esto?

Gonzalo cogió el libro y lo examinó, intrigado. Al poco lo dejó sobre el mostrador.

—No lo he visto en mi vida. ¿Ya comenzaste con “Los pasos del cielo”?

— ¿”Los pasos del cielo”? Ese no lo tengo. Y no me cambies de tema. ¿De dónde sacaste ese libro?

—Te he dicho que no lo sé, no lo he visto en la vida—Gonzalo comenzaba a molestarse. Normal, aquello comenzaba a parecerse a un interrogatorio.

—Tú me lo regalaste.

—Yo te regalé “Los pasos del cielo”, no eso. No tengo ni idea de donde lo has sacado; ya te he dicho que no lo he visto antes.

— ¡Y yo te digo que esto salió de tu regalo!—Antes de darme cuenta, ya había comenzado a gritar.

Me detuve cuando oí la puerta abrirse, había entrado un cliente. Gonzalo, tras saludar, me dijo que dejase allí el libro, que lo examinaría y me diría algo. Aseguró que él no me lo había pasado, y que nunca antes lo había visto, antes de centrar toda su atención en el hombre que acababa de entrar. Yo, al ver la hora que era, me dirigí a clase.

—Ya podrías haberle dicho algo, ¿no crees? —No había cruzado el umbral de la puerta cuando David me atacó, siguiéndome hasta el pupitre—. Bastante me costó que…

—Cállate y escucha—le corté. Me dispuse a relatarle todo sobre el libro, incluso cuando el señor Montero entró en clase. Examinó el trozo de papel en el que había apuntado las tres fechas mientras le contaba la historia.

— ¿Estás seguro de eso?

—Completamente. Al menos la última fecha es real. ¿Y quién en su sano juicio confesaría un crimen que no cometió?

—Ahí está— observó David—. Nadie en su sano juicio.

Pasé por alto el comentario de mi amigo, centrándome en los datos que el libro me había aportado. Tres nombres en tres ciudades distintas y tres fechas, con varios años de diferencia entre ellas. El libro había viajado mucho, llegando incluso a cruzar el Atlántico. Investigar acerca de los sucesos de Chicago era imposible, así que quedaba descartado. Quedaban Santander y Barcelona, que sería la más difícil. Decidí ir a ver el número cinco de la calle Cádiz, tras pasar por la librería de Gonzalo a por el libro. Sin embargo, aún tenía una última cosa por comprobar en clase.

—Señor Montero—dije, cuando acabó la clase—, ¿usted sabe algo sobre el incendio de Chicago de 1871?

—No—respondió, sin apartar la vista de sus papeles—, es la primera noticia que tengo.

— ¿Y sobre el de Barcelona, en 1861?

—Sí… creo que ardió el Liceo. Pero… —el profesor me miró— ¿Por qué te interesa eso?

—Eh…—dije, tratando de ganar tiempo.

— ¡Javier! —David me llamaba desde la puerta—. ¿Vienes o te quedas?

Me fui con él, evitando responder a la pregunta del profesor. Dijera lo que dijese, me tomaría por loco, o algo peor. Precedí a David hasta llegar a la librería. La campanilla sonó al abrir la puerta, Gonzalo alzó la vista. Cuando llegué al mostrador, ya me tendía el libro.

—No tengo ni la más remota idea de dónde ha salido—respondió sin mirarme.

Asentí con un gruñido y salí de nuevo. Le pasé el manuscrito a David, para que viese con sus propios ojos lo que yo había leído en él mientras caminábamos hasta el número cinco de la calle Cádiz, el origen del incendio de hace dieciséis años. Tras el fuego, los edificios habían sido reconstruidos. Sin embargo, el número cinco parecía deshabitado.

— ¿Y ahora qué? —preguntó David.

Me acerqué a la puerta del único bajo del edificio, el mismo del que hablaba Martín en el libro, y la empujé. La madera cedió sin ofrecer resistencia. Miré a mi amigo y entré. Él me siguió, dudoso. Para nuestra sorpresa, estaba amueblado tal y como aparecía descrito en las páginas que David examinaba nervioso.

—¿Qué ocurre? —le dije.

—Que todo concuerda con la descripción que sale en el libro—contestó.

—¿Y eso te preocupa? El dueño lo amueblaría tratando de venderlo, o alguna cosa similar.

Me miró un segundo, hasta que encogió los hombros aceptando mi teoría. Bajó de nuevo la vista al libro, buscando algo en las hojas anteriores.

—Según esto, hay una trampilla tras la barra—comentó.

Me dirigí a comprobarlo. El suelo de madera estaba cubierto en aquel lugar por una gran capa de polvo, que me hizo toser al retirarla. Bajo ella, encontré, y con mucho esfuerzo, la mencionada trampilla. Esta ocultaba una escalera que, al contrario de otros bares que disponen debajo una bodega, daba acceso a una pequeña habitación con cuatro puertas. Bajé y, mientras David saltaba detrás de mí, abrí una de las puertas. Me encontré de golpe en una sala en la que sólo había dos sillones, uno frente al otro, y una mesa entre ellos. La puerta opuesta a la mía cedía el paso a otro habitáculo, este únicamente amueblado con una gran cama.

—¿Qué clase de negocios hacían aquí?—preguntó mi amigo, abriendo la tercera—. Y aquí un pasillo largo y una puerta al fondo

Me acerqué a comprobar que guardaba la última. Encontré una gran butaca, un escritorio, un mueble bar y varios archivadores. Todo decía que el dueño sólo se había preocupado de esa habitación. David entró corriendo, lanzándose a probar el asiento. Yo preferí rebuscar entre los papeles que encontré.

—Oye, David… —dije, mirando las fechas— ¿esto no te parece raro?

—Uno de octubre de mil novecientos cuarenta…—leyó en voz alta—. ¿Qué tiene de raro?

—Que el edificio ardió entero en 1941.

—Ah… Bueno, quizá tenían los archivos en otro lado y los trajeron aquí tras el fuego—contestó—. ¿No eras tú el de las obviedades?

Me limité a reír, haciéndole un gesto con la cabeza para irnos. Él hizo ademán de llevarse la silla con él, pero resultó estar fija al suelo, contra el que se dio de bruces. Riendo con aún más fuerza, tiré de la manilla de la puerta. No cedió. Hice más fuerza, pero se mantuvo en su sitio.

—Deja de hacer bromas—dijo David a mi espalda.

—No son bromas—dejé de hacer esfuerzos y le di una patada. Pronto me arrepentí. Parecía de hormigón—. Parece que estamos atrapados.

—¿Y qué hacemos ahora?

Me apoyé en la pared y me deje caer, hasta llegar al suelo. Él se acercó al mueble bar y examinó su contenido.

—¿Alguna vez has probado el whisky?—dijo, estirando la mano para alcanzarlo.

Cuando agarró la botella se escuchó un extraño chasquido. Tras el escritorio se abrió un hueco en la pared, lo suficientemente grande para que pasara un hombre.

—Parece sacado de una novela de misterio—pensé en voz alta, entrando en aquel oscuro pasillo.

A los pocos metros vi luz. Sentí una brisa en la cara. Habíamos salido al exterior, a un pequeño callejón cercano al número 5, que por el olor parecía un baño para mendigos. En el agujero, David se entretenía gritándome, maldiciendo el que le hubiese arrastrado a ese lugar.

—¿Y ahora qué?—preguntó cuando estuvo fuera. Una vez cerró la puerta, ésta era imposible de distinguirse del resto de la pared.

Intenté pensar. En el manuscrito que David portaba sólo se mencionaban otros dos lugares, Barcelona y Chicago. Si la ciudad catalana me quedaba lejos, no quería ni pensar en cruzar el Atlántico a nado. Sin más pistas, ¿cómo seguir? Estaba a punto de dar por terminada mi pequeña aventura cuando lo vi. Justo frente a mí, con la misma gabardina negra y ese sombrero de ala ancha que tan sólo dejaba intuir que aquellos puntos de luz eran sus ojos. Su fría mirada no se apartaba de nosotros, hasta que hice ademán de moverme. Entonces, en apenas un instante, le perdí de vista. Salí corriendo, ignorando los gritos que Daniel profería. Lo busque al llegar a la calle, encontrándolo cuando estaba a punto de doblar la esquina y desaparecer.

Se internó en un cavernoso portal de madera carcomida. El paso de los años era visible en la fachada. Las escaleras crujían a cada paso. A medida que subía la oscuridad se hacía más densa. La única bombilla que pude ver estaba destrozada y, a juzgar por la capa de polvo que cubría los restos, nadie se había molestado en cambiarla desde hacía ya mucho tiempo. Llegué hasta el cuarto y último piso. Tan sólo una puerta entreabierta, a través de la cual se filtraba la poca luz que me permitía ver. Me adentré sin pensar dos veces si aquello podía considerarse allanamiento, pensaba que el edificio estaba deshabitado. Me equivocaba.

—Martín, que alegría verle.

Había cruzado el pasillo frente al salón sin fijarme demasiado. Me detuve al escuchar aquella voz rasgada por el tiempo. Pertenecía a un anciano, pelo canoso y escaso y mirada cansada. Vivía eternamente sentado en una butaca agujereada, que desprendía olor a humedad y polvo. Sus pupilas blancas miraban la nada. Mi mente pensó rápidamente en una excusa.

—Eh… Verá, yo…—comencé. Mejor dicho, balbuceé— pensaba que la casa estaba vacía… y vi entrar a alguien…

En el arrugado rostro del anciano se dibujó una sonrisa.

—Vamos, tome asiento—dijo, señalando al aire—. Hace mucho tiempo que no hablamos, Martín. ¿Cómo está su esposa?

—Se equivoca, señor. Me llamo Javier Valverde, y vine siguiendo…

—¿Ya sabe usted quién es la sombra que le seguía?—preguntó.

Me detuve en seco, repasando mentalmente lo que mi anfitrión acababa de decir. Conocía a una persona, Martín, a la que le seguía algo, una sombra según él. Tenía que averiguar quién era. Una idea pasó por mi mente.

—Creo haberle dicho ya un millón de veces que me tutee—dije, esperanzado.

Hubo una pausa que se me antojó eterna antes de su respuesta.

—Cierto—contestó él—, pero a estas alturas de mi vida, se me hace raro llamarle
“Eduardo”. ¿Verdad que no le importa cómo le llame?

—No, esté tranquilo.

Eduardo Martín. ¿Sería el mismo que aparecía en mi libro? ¿El mismo que se adjudicaba la autoría del incendio de Santander? Necesitaba saber más. Miles de preguntas se pasaban a la velocidad de la luz por mi cabeza. Tardé apenas un segundo en decidir la siguiente. Pero antes de poder siquiera plantearla se me fue la oportunidad. El anciano se había quedado dormido. Decidí regresar al día siguiente. Tras anotar la dirección mentalmente, me fui.

Aquella noche me quedé despierto hasta media noche, uniendo las pocas piezas de un puzle sin pistas, hasta que el sueño me venció. Soñé con Marina, su pelo rubio apoyado en mis piernas, su eterna sonrisa en el rosto. Estábamos en una estancia blanca, sin puertas ni ventanas. Sólo nosotros. Me incliné, buscando sus labios. Antes de llegar, las paredes ardieron. El fuego se propagó rápido, abarcando toda la habitación. Marina se quemaba. A mí las llamas no me hacían daño. Yo me quedé sólo. Ella se convirtió en cenizas.
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miércoles, 5 de agosto de 2009

Sangre

Para Saya, como pago por aquella barrita xD; y para Len, el último.
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Sangre.

La sangre fluye por mis cortes. La hoja, aun clavada en mi cuerpo, está manchada por el líquido rojo que de mi cuerpo emana. Y todo por ella.

Por ella.

Por ella decidí luchar, decidí arriesgar mi vida en una lucha sin sentido. Por ella bañé mi hoja en sangre una y otra vez, hundiendo de nuevo el gélido acero en otro cuerpo antes de poder limpiar la sangre que lo manchaba.

Por ella.

Por ella recorrí el mundo, luchando contra más contrincantes de los que era capaz de resistir, sobreponiéndome al dolor y levantándome una vez más. Por ella, innumerables veces derramé mi propia sangre.

Por ella.

Y ahora que ella ha encontrado un nuevo paladín, alguien más fuerte y mejor que yo. Ahora que ya no tengo motivo para luchar, mi sustituto apareció ante mí, apuntándome con su espada.

Sonreí. Ya apenas me quedaban fuerzas para alzar mi arma. El nuevo paladín avanzó, clavó su espada en mi pecho y dejó que mi sangre fluyera. Sin remordimientos, aquel hombre me arrebató mi vida, tal y como yo había hecho cientos de veces antes.

Por ella.


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martes, 28 de julio de 2009

Alma en llamas. Capítulo I



La luz anaranjada del sol recién amanecido bañaba la ciudad de Santander, aún dormida. Esa misma luz se colaba por el único ventanuco del que disponía mi habitación, consiguiendo despertarme. Me revolví en la cama, tratando en vano de poder conciliar el sueño de nuevo. Cuando me rendí a la evidente realidad, abandoné el calor de las sábanas para ir, arrastrando los pies, hasta el baño. El agua de la ducha me ayudaba a despejar mi cabeza.

Me dejé caer sobre la cama, aún empapado, y miré a mi alrededor. La habitación, de por sí deprimente, entristecía aún más a aquellas horas de la mañana. La luz provocaba sombras extrañas, originadas por el escaso mobiliario de mi cubículo. Un armario, en cuyo interior se alojaba el espejo en el cual vivía el chaval escuálido y de pelo eternamente revuelto, tan parecido a mí. La cama sobre la que me encontraba, que cedía siempre bajo mi peso, y un pequeño escritorio completaban la decoración. Lancé una mirada hacia el calendario, aquel día rodeado de rojo. La marca sobraba, me habría sido imposible olvidar aquella fecha.

15 de febrero de 1957. El día de mi decimosexto cumpleaños.

Para mi desgracia, aquel era un día tan normal como los que le habían precedido y los que le seguirían. Era un día laboral, lo que en el idioma de un saco de hormonas andante se traducía como “levanta y a clase”. La eterna disputa entre quedarme en casa y vaguear o dormir la siesta sobre el pupitre se libró una vez más en mi cabeza mientras me vestía, sin pausa pero sin prisa. Caminé, bostezando, hasta la cocina.

Me senté en aquella estancia mientras esperaba a despertar completamente. A medida que mis sentidos se reactivaban, mi olfato captó el aroma del pan recién horneado, cuya masa mi padre trabajaba desde altas horas de la mañana. Él siempre decía que la panadería no le iba a jubilar antes de tiempo, pero que le bastaba con ganar para pagar las facturas. Y con ese objetivo trabajaba con ahínco, día a día.

—Buenos días.

Mi madre apareció en la cocina, con un croissant recién horneado entre las manos. “Esta es una de las ventajas de la panadería” pensé, devorando el bollo. Ella se limitó a mirarme, como hacía siempre hasta que iba a estudiar.
—Por cierto, Javier—me dijo, mostrándome una bolsa—. ¿Puedes llevarle esto a Gonzalo antes de ir a clase?

Asentí, aún con la boca llena. Tomé el vaso de leche que mi madre me ofrecía y lo vacié de un trago. Luego, tras mirar el reloj, cogí mi mochila y la bolsa y salí de casa corriendo.

El recado, naturalmente, consistía en llevarle su barra de pan integral —pues él se tomaba muy en serio la frase “mens sana in corpore sano”, a pesar de estar redondeado como un balón— a Gonzalo Bayón, amigo de mis padres y aquel que me inició en la lectura, hace ya diez años. Regentaba una modesta librería en la calle de Tantín, en el centro de Santander, a unos pocos metros de mi colegio.

—Buenos días— dije al entrar.

— ¡Javier! —me respondió con su euforia natural. Gonzalo, a pesar de su tamaño, se movía con rapidez. Me rodeó con sus brazos y me levantó, como si no fuera más que una pluma— ¡Feliz cumpleaños!

La bolsa con el pan se calló al suelo. Era incapaz de respirar; la falta de aire me mareaba. El librero me soltó, el aire que regresó a mis pulmones me pareció algo milagroso. Tosiendo recogí la bolsa del suelo y se la tendí a Gonzalo.

—Gracias por el reparto— dijo, probando el pan—. Incluso en tu cumpleaños te tienen trabajando. Pobrecito.

—No es nada, me pilla de camino a clase. Eso me recuerda… —miré el reloj, me quedaban diez minutos para entrar— que debo irme.

— ¡Espera! —me gritó cuando tenía una mano en el pomo de la puerta. Me volví. Él sostenía un paquete— Tu regalo.

Lo tomé. El regalo pesaba bastante. Mis manos se deslizaron sobre el papel, esperando abrirlo. Sin embargo, recordé que llegaría tarde si no me daba prisa, y eché a correr tras balbucear un “gracias”.

Legué a clase apenas dos minutos antes de que mi profesor, el padre Montero, hiciese acto de presencia. Tenía el pelo blanco y el rostro lleno de arrugas, muestra de que el paso del tiempo no perdona, ni siquiera a aquellos que dedicaron su vida a Dios.

—Buenos días— saludó con su voz grave y cansada—. Abrid los libros por la página 112. Rivas, empieza a leer.

Pasé la mañana medio dormido. A mi lado, David Monleón se dedicaba a “editar” los dibujos que adornaban el libro de texto a su gusto. El que ostentaba el título de mi mejor amigo era un chico escuálido, con el pelo rubio y ojos de un azul eléctrico, que se las daba de Casanova con dieciséis años.

—Sólo hay que saber cómo tratarlas— decía siempre. A menudo, su rostro daba muestras de que, por mucho que él dijera saber, a las damas no les gustaban mucho sus métodos. A pesar de los resultados, él siempre se empeñaba en darme consejos.

—Viéndote a ti, mejor quédatelos— le respondía cada vez que empezaba sus discursos.

Estos discursos siempre tenían la misma base, el espíritu de un hombre, y se venían dando desde una confesión que nunca debí haber hecho. Dicha confesión concernía a cierta chica rubia con la que me cruzaba cada mañana de camino a clase. Durante el breve periodo de tiempo en el que nos encontrábamos, mis ojos siempre buscaban esos trozos de cielo con los que era capaz, según mi imaginación, de ver a través de mí. De vez en cuando me daba cuenta de que nuestras miradas se cruzaban. Entonces mi vista se clavaba al frente, y ponía todo mi empeño en evitar enrojecer. Ella siempre sonreía educadamente. Tirando de amigos descubrí su nombre. Marina, que así se llamaba la chica que se fugó de mis sueños al mundo real, vivía en un pequeño piso en la calle Tantín, justo enfrente de la librería de Gonzalo. En mi cabeza solía imaginar que, estando yo dentro del establecimiento, ella apareciese con su eterna sonrisa en el rostro y me saludase. Era uno de los miles escenarios que planteaba, a modo de ensayo y error, para intentar encontrar una frase con la que entablar una conversación. La frase, para mi desgracia, no llegaba nunca.

Muchas veces, durante las horas lectivas, mi mente tendía a huir a un mundo en el cual fuese capaz de dirigirle la palabra. Era un mundo en el que todo salía como estaba planeado, que en nada se asemejaba a este. Recuerdo que aquel día me lo pasé en aquel mundo, del que sólo salí cuando las campanas daban las cinco. Esa tarde, David me arrastró hacia su casa siguiendo su rutina habitual de ruegos y amenazas. Su objetivo no era otro que lograr que le hiciera los deberes, algo que él llamaba “apoyo mutuo”.

—Claro. Tú me rascas la espalda hoy, yo lo haré mañana— soltaba siempre. Nunca llegaba ese “mañana”.

A regañadientes, y a sabiendas de que acabaría haciéndolo, decidí seguirle, más guiado por el estómago que por el sentimiento de amistad. Su madre, a cambio de las clases extras, solía invitarme a merendar. Sus postres caseros eran deliciosos.

Nos plantamos frente a su portal y seguimos el ritual de siempre: saludar e ir directos a la habitación de David. Allí, sacamos los libros y comencé a explicarle, sin mucho éxito. Él se limitaba a copiar lo que escribía yo mientas asentía de la misma forma que se le da la razón a un loco. Pasamos así el tiempo, como se nos iban las tardes habitualmente, hasta que llamaron a la puerta principal. David, haciendo algo inusual en él, se levantó y se dirigió a abrir.

—Javier, ¿puedes venir un momento? —Me llamó poco después.

Bajé las escaleras y lo encontré en el vestíbulo. Me hizo un gesto con la cabeza, indicando que entrase al salón. Abrí la puerta.

— ¡Sorpresa!

Me encontré rodeado de amigos y compañeros de clase. Incómodo y sin saber qué hacer, busqué a David, que ya se había perdido entre los invitados. Como salvación, apareció su madre portando una gran tarta.

Tras la merienda, decidí salir al balcón. Las grandes multitudes nunca se me habían dado bien. Me limité a ver pasar a la gente, esperando a que se fueran. Sin embargo, la mayor de mis sorpresas llegó mientras esperaba.

—Hola.

Me giré al escuchar una dulce voz a mi espalda, para encontrarme mirando aquellos trozos de cielo que me robaban el sueño. Marina se encontraba frente a mí, sonriéndome de una forma que yo sólo creía poder ver en ms experiencias oníricas.

—Ho… hola, Marina —acerté a decir.

—Tú debes de ser Javier, ¿cierto? –respondió. No parecía sorprendida ante el hecho de que supiera su nombre—. Tengo entendido que es tu cumpleaños.

Me limité a asentir, lentamente y en silencio, mientras intentaba no volverme rojo. Juré por lo bajo matar a David si salía vivo de esa. Estuvimos un rato parados, mirándonos el uno al otro, hasta que decidí que ya era hora de salir de allí. Sonreí educadamente, me despedí y me fui, evitando al máximo salir corriendo.

Llegué a mi casa poco después y sin aliento. No me detuve ni un momento a pensar, tan sólo intentaba alejarme de allí lo más rápido que pude. ¿Por qué? Ni yo mismo lo sé. Subí las escaleras y me encerré en mi habitación. Me dejé caer sobre la cama, lanzando la mochila. Al oírla caer, mi mente se iluminó. Salté, la recuperé y la abrí. Aún estaba aquel regalo sin abrir, desde que esa mañana lo apretujé entre los libros.

Allí, aislado del mundo, arranqué el papel que lo envolvía. Sus palabras surgieron ante mí por primera vez, envueltas en ese olor a viejo que dan la humedad, el polvo y el paso del tiempo. Aquel 15 de febrero de 1957 fue el primer día en el que aquellas páginas me mostraron el mundo que contenían.

Y aquel maldito día fue cuando lo descubrí. Un escalofrío me recorrió la espalda al girar la primera página. Dudé un segundo. Me lancé contra la ventana. Durante un fugaz segundo pude verlo.

Pude ver al hombre que me había estado siguiendo todo el día. Vestía una gabardina negra y llevaba un sombrero de ala ancha que le ocultaba casi toda la cara. Tan sólo sus ojos quedaban a la vista, unas frías pupilas que te atravesaban con la mirada. Un segundo después, aquel hombre ya no estaba.

Sin embargo, su breve aparición fue suficiente para desvelarme. Aquella noche, en la que el sueño nunca hizo aparición, estudié aquel libro, encuadernado a mano y en cuya portada no había ni título ni autor. Contenía tres historias distintas, tras las cuales se sucedían las páginas en blanco. Además, estas historias parecían haberse escrito por primera vez sobre ese papel, ya que era común encontrar tachones o correcciones, así como manchas de tinta. Pero lo más extraño era que cada historia parecía de un autor diferente, ya que el estilo de la letra difería mucho entre ellos. Comencé con la lectura del primer relato.

Me llamo Francisco Solar, y la locura me invade.

En las siguientes páginas, el protagonista narraba en primera persona como se iba sumiendo aun más en su locura interna, y en cómo la iba aceptando. Las cuartillas pasaron de tener una caligrafía pulcra y estilizada a letras temblorosas, tachones y manchas de tinta. Las últimas páginas de este capítulo estaban fechadas en el diez de abril de 1861.

¿Estoy loco? No. El resto del mundo está loco. ¿Necesito ser purificado? No. El resto del mundo debe ser entregado a las llamas. El fuego purificador es la única salvación de este mundo.

Esta noche, la ciudad de Barcelona y el resto del mundo arderán.


La fecha me sonaba, quizá de uno de los muchos datos con los que nos ametrallaba el señor Montero. Tomé un trozo de papel y la apunté, para después continuar con el siguiente capítulo.

Mi nombre es Eric Nicholas, y tengo miedo de mí mismo.

Eric relataba cómo el libro llegó a sus manos un día; cómo, tras leerlo, comenzó a soñar con escenas de incendios y cómo se iba interesando cada vez más por el fuego. En sus palabras leí el miedo que sintió al darse cuenta de que un hombre observaba sus pasos, pero que nunca llegó a verle el rostro. La última página que Eric
escribió databa de 1871.

Ocho de octubre, 1871.

La ciudad está podrida .La gente que la habita está corrupta. Este lugar debe ser purificado bajo el fuego sagrado.

Esta noche, la ciudad de Chicago y el resto del mundo arderán.


De nuevo, el mismo final. El autor del relato amenazaba con quemar la ciudad donde residía. Y en el siguiente capítulo comenzaba otra historia, con otro autor distinto. Apunté la fecha y proseguí.

Soy Eduardo Martín, y escucho la voz de la locura.


Martín narró en las siguientes páginas cómo, a causa de sus problemas económicos y sus pesadillas, iba perdiendo poco a poco la cordura. Contó cómo un día comenzó a escuchar una voz a la que aprendió a temer y respetar y cómo comenzó a sentirse atraído por las llamas. Y todo culminó el día que fue despedido.

Barón ha cometido su último error. Su demencia nos echará a perder a todos.

Pero eso tiene solución. El fuego arreglará sus errores. El fuego protegerá a mi familia de la locura. Aunque deba entregar mi alma para tal fin.

Hoy, quince de Febrero de 1941, Santander arderá.


Leí y releí la última frase que Martín escribió, probablemente, antes de su muerte. La fecha era exacta, me era imposible olvidarla. Ese día Santander se quemó desde la calle Cádiz hasta la de Sevilla. Si la historia era cierta, me encontraba ante las confesiones de los autores de aquellos incendios.

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lunes, 18 de mayo de 2009

Distancia

Original para el foro Retos ilustrados.
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Tirado en la cama, mirando al techo sin mirar, dejando que el tiempo que pasa se escape de entre mis dedos.

En mi mente se mezclan esos recuerdos que me arrancan una sonrisa con encuentros y reencuentros surgidos de mi imaginación o de mis sueños, ya no sabría determinar su origen. ¿Serán recuerdos lejanos que parecen fragmentos de sueños o fragmentos de sueños que parecen recuerdos lejanos?

Y de pronto vuelvo a la realidad, perdiendo esa burbuja de felicidad en la que estaba sumergido tan repentinamente como llegó, hace quizás unos minutos o varios días de sol. De pronto surge esa distancia que nos separa, que forma un muro infranqueable entre nosotros. Y el tiempo sigue pasando, escapándose de entre mis dedos mientras busco una forma de poder salvar ese muro, que no logro encontrar o que, tal vez, no quiere que la encuentre.

Por más que lo intento, esa burbuja de felicidad no retorna. Esos felices momentos ahora parecen lejanos, inalcanzables, aunque hace tan sólo unos instantes estaba sumergido de lleno en ellos.

¿Qué puedes hacer cuando la persona a la que amas vive tan lejos? Tan solo esperar a que el tiempo cambie algo, deseando que ocurra ese cambio, que me permita poder verte cada día, sentir el contacto de tu piel y besar esos labios tan dulces, ahora tan distantes.


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miércoles, 22 de abril de 2009

Marcus

Sé que no es el día, pero no sé si tendré internet este domingo. Esta historia va dedicada a Saya, por su cumpleaños.
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Encadenado a la fría y húmeda pared de la cárcel, aquel joven meditaba sobre los motivos por los que se hallaba en esta situación. Encarcelado, sin comida ni agua, apenas le quedaban fuerzas para seguir despierto.

Sin ver la luz del sol, ya había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrado. Al borde de la locura, solo un pensamiento lo mantenía cuerdo.

Él era inocente.

Acusado sin motivo, y condenado sin pruebas. Así había sido su juicio, amañando desde un principio. Incluso dudaba de la existencia de tal crimen. Pero la palabra del rey era la ley, y él no era más que un simple soldado.

Dentro de su sombría prisión, solo el recuerdo de su amor prohibido le daba fuerzas para aguantar. Sabía que aquello era un error. Una princesa no podía estar junto a un soldado. Por eso lo mantenían en secreto, hasta que fueron descubiertos. Ese era el motivo de su encarcelamiento.

Ahora, abandonado a su suerte, solo le quedaba esperar la muerte, que se le tornaba lenta y sufrida.

La luz del sol lo ciega. Sin previo aviso, lo sueltan de sus cadenas. El hombre se desploma, resignándose a la idea de que el rey, lejos de querer darle una muerte dolorosa, prefiere la humillación pública.

—Está muy débil…

—Rápido, hay que sacarlo de aquí.

—Aguanta, Marcus.

Tres voces distintas, las tres familiares. Pero está demasiado exhausto para reconocerlas. Las tres voces se lo llevan, mientras su mente se va sumiendo en la oscuridad.






Marcus abrió los ojos. Se encontraba en la cama de una habitación pobremente amueblada. Tan sólo había una estantería, roída por los ratones, y la cama, en cuyas mantas abundaban los agujeros que, probablemente, tendrían el mismo origen que el malestar de la estantería.

Marcus saltó de la cama al darse cuenta del hambre que tenía, y salió de la lúgubre habitación. Nada más cruzar el umbral lo cegó la luz del sol, que llevaba varios días sin ver.

—Buenos días, bello durmiente. —Dijo una voz, que Marcus reconoció como la de Yitán, su mejor amigo. Acto seguido, escuchó risas.

Cuando su vista se acostumbró a la luz, Marcus vio a sus tres amigos sentados en la mesa, frente a tres platos llenos de comida. Su primer impulso no fue otro que echarse sobre los platos y devorar su contenido.

—Anda, ven. Te prepararé algo. —Blank, al ver la cara de hambre de su amigo, se levantó y se dirigió a la cocina, entre las risas de sus compañeros de batalla. Volvió al poco, con un humeante plato en las manos, al cual Marcus no quitaba ojo.

— ¿Y Cornelia? —Preguntó Marcus después de comer. Sus amigos palidecieron; se hizo el silencio.

— ¡¿Y Cornelia?! —Repitió, poniéndose de pies.

—Pues, veras, Cornelia —comenzó Cinna con voz temblorosa—… El rey la ha encerrado a espera de su matrimonio.

A Marcus le fallaban las fuerzas. Pálido, se dejó caer en la silla más cercana, balbuceando cosas sin sentido.

—Hay… Hay que hacer algo— logró decir—. Lo que sea

—Es imposible, Marcus. No hay nada que podamos…

Blank no pudo terminar la frase. Antes de poder evitarlo, Marcus salió corriendo, dejando a sus compañeros sin saber qué hacer.



Al poco, Marcus llegó al puerto. La brisa del mar siempre lo calmaba, y en ese momento necesitaba mucha calma. Cornelia, secuestrada por su propio padre. En unos días, el malvado rey la casaría con el príncipe del reino vecino, y ella quedaría fuera del alcance del soldado. Disponía de poco tiempo, pero no tenía plan alguno…

— ¡Rápido, gandules! Debe estar todo listo para mañana al anochecer.
Marcus se giró hacia el origen de las voces. Unos marineros cargaban grandes cajas, mientras un extraño personaje, probablemente el capitán, les gritaba. Y una idea le cruzó la mente.

—Oiga, capitán. —Dijo, acercándose al extravagante hombre.




— ¡¿Que qué?! —El grito de Yitán se oyó en todo el vecindario.

—Me voy con Cornelia—Marcus hablaba con seguridad—. Mañana por la noche. Ya está todo hablado.

Silencio. Ninguno de sus amigos sabía que decir.

—Tan solo necesito enviarle un mensaje.



Cornelia miraba a través de la ventana aquel mundo libre al que ella no tenía acceso. Su padre, ignorando sus deseos, planeaba casarla con un hombre al que no amaba. Y ahora, su único anhelo era el de poder abandonar el castillo e irse con Marcus a un lugar lejano, pero eso era algo que su padre no le permitiría. Necesitaba un plan, y este no tardaría en llegar.

—Princesa, la estaba buscando— Cornelia estaba tan sumida en sus pensamientos que no advirtió la llegada de su criada—. Traigo un mensaje.

A la princesa se le iluminó la mirada. La única persona que se comunicaba con ella a través de su criada era Marcus.

— ¿Y qué dice?




La noche de la partida. Un viento, fuerte y frío, acosa al paciente Marcus, esperando a su amada princesa antes de partir. Dos horas pasan ya de la media noche.

— ¡Jefe, tenemos que irnos! —Le apremiaba el capitán, una y otra vez.

— ¡He pagado por este tiempo y mucho más, capitán!

Los minutos pasaban lentamente, y Cornelia no daba señales de aparecer. Cinna y Yitán esperaban junto a Marcus la llegada de la princesa, que se retrasaba considerablemente.

—Algo ha pasado— sentenció Marcus—. Ella no se retrasaría tanto.

— ¡Ya no podemos esperar más! —El capitán estaba impaciente — ¡Perderemos la marea!

Sin decir una palabra, Marcus salió corriendo de nuevo, seguido por sus amigos, con
la mano en la empuñadura de su espada. Pocos minutos después, el plan de fuga se escapaba, y con él todo deseo de una vida tranquila.




El castillo, fuertemente protegido cada noche, hoy apenas tenía soldados recorriendo sus muros. Los pocos ingenuos que se atrevían a ir en busca de los ruidos extraños de la noche manchaban con su sangre las espadas de Marcus, Cinna y Yitán. La infiltración fue demasiado fácil.

Los tres sabían que su presencia en el castillo no era algo desconocido.
Avanzaron, eliminando a quien se interponía en su paso, dirigiéndose hacia el patio interior. Sus tiempos de soldado les sirvieron para conocer el lugar como su propia vida.

Allí les esperaba una sorpresa.

—Llegáis tarde. —El rey se volvió. Dos hombres de su escolta personal lo acompañaban.

—Sí—Dijo Marcus, avanzando un paso—, debí acabar contigo hace mucho tiempo.

—Palabras, palabras. ¿Puedes respaldarlas?

Como respuesta, Marcus lanzó una estocada, hábilmente detenida por uno de los hombres del rey. El segundo aprovechó ese momento para atacar, pero también fue bloqueado por Yitán. Durante los siguientes minutos, sólo se escucharía el sonido del metal al golpear el metal. Hasta que…

— ¡Quietos! —Blank, con su espada desenvainada, se situó entre ambos bandos.

—Blank, ya era hora… —Dijo Yitán, avanzando hacia su amigo. Sin embargo, éste apuntó con su arma al cuello de Yitán— ¡¿Se puede saber qué haces?!

—Majestad, marchaos. —El rey y sus hombres corrieron, dejando a Blank frente a los que antes eran sus amigos.

—Blank, ¿pero qué haces? —Inquirió Marcus, extrañado.

— ¿No lo veis? Si Cornelia se casa con ese príncipe se acabará esta guerra.

— ¿Y eso importa más que lo que Cornelia quiera? Ella no ama a ese príncipe.

—Lo sé, Marcus. Pero en esta vida hay que hacer sacrificios por un bien mayor. Es su deber como futura reina.

—Blank, juraste ayudar a Marcus con esto —Yitán apartó la espada de Blank con la suya—. ¿Cómo pudiste traicionarnos?

—Busco la paz entre los reinos, y el plan del rey Lear es la mejor solución. Eso es todo.

—Marcus, Cinna, marchaos—Yitán dio un paso hacia Blank—. Yo me encargo de esto.
Mientras Marcus y Cinna corrían tras el rey, Yitán se lanzó contra Blank. Este, viéndolo venir, interceptó la estocada que Yitán le lanzaba, y lanzó su propio ataque.



— ¡Cornelia! —Gritaba Marcus, corriendo por los pasillos del castillo. Cinna apenas podía seguir el ritmo frenético que su amigo llevaba. — ¡Cornelia!

Pronto se escucharon pasos acercándose hacia ellos. Los gritos de Marcus habían atraído a la guardia del castillo.

—No pasareis de aquí —dijo uno de los cinco soldados que les cortaban el paso.

— ¡Abrid paso o…! —Marcus comenzó a hablar, pero se cortó al ver avanzar a Cinna.

—Vete, estos son míos —dice.

— ¿Podrás tu solo con todos?

—Vete antes de que me eche atrás, Marcus, y encuéntrala.

Marcus asintió antes de correr en dirección opuesta a los soldados. Estos hicieron un ademán de ir tras él, pero la espada de Cinna se interpuso en su camino.

Yitán y Blank corrían por los laberínticos pasillos del castillo, deteniéndose cada poco para cruzar sus aceros. Daban dos o tres golpes y volvían a correr.

— ¡Detente, traidor, y lucha! –Gritó Yitán.

Este no hizo caso a sus ataques verbales, y atacó dos veces más. Tratando de anticiparse, Yitán se preparó para correr, pero Blank lanzó un ataque sorpresa que derribó a Yitán y le quitó su espada. Caminando lentamente hacia su antiguo amigo, Blank puso el filo de su espada junto al cuello de Yitán.

—Despídete de la vida.

Las continuas carreras de Marcus lo llevaron de nuevo al patio interior. Allí se encontró de nuevo con el rey, pero esta vez estaba mejor preparado.

—Apresadlo—dijo.

Sorprendido, Marcus se vio obligado a arrodillarse ante el hombre que más odiaba en el mundo, sin posibilidad de defenderse.

—Bueno, Marcus— el rey se paseaba alrededor de su prisionero—, casi consigues cargarte mis planes. ¿Por qué?

—No me interesan tus planes, Lear. Simplemente es que amo a Cornelia—Lear se enfureció ante la osadía de Marcus, que saboreó el momento.

— ¿Qué amas a Cornelia? —El rey le dio una patada en el estómago— ¿Casi pierdo todo porque un plebeyo ama a la princesa? –una segunda patada, esta vez en la cara— ¡Que sepas que esto se acaba aquí!

El rey sacó su espada de la funda. Al verlo, uno de los soldados que mantenían sujeto a Marcus le cogió del pelo y le levantó la cabeza.

—Hoy es tu último día en este mundo, Marcus.
El rey apoyó el filo del arma en el cuello de Marcus y…

— ¡Padre, no!

Cornelia se interpuso entre su padre y Marcus, impidiendo que el rey cumpliese su amenaza. Yitán y Cinna, que llegaron detrás de ella, noquearon a los soldados que sujetaban a su amigo. Viéndose libre, Marcus se levantó, tomó su espada y dijo:

—Tus amenazas no son más que palabras. ¿Puedes respaldarlas?

El rey, furioso, apartó a su hija y lanzó un golpe, que Marcus detuvo con maestría. El segundo ataque de Lear se vio frustrado de igual forma, y lo mismo ocurrió con las siguientes estocadas. A cada segundo, la ira del monarca aumentaba, dejando que ésta guiase sus movimientos, hasta que Marcus pasó al ataque y lo desarmó.

—Lear, ha llegado tu hora—Marcus lanzó el golpe final.

Pero éste no dio en el blanco esperado.

— ¡No!


El gritó que salió de labios de Marcus fue ensordecedor. La sangre que bañaba su espada no era la del rey, si no la de Cornelia, que en el último segundo se interpuso de nuevo entre ambos.

—Marcus… perdóname—decía la princesa—… al fin y al cabo, es mi padre.
La princesa exhaló su último suspiro. Marcus, abatido, extrajo la espada del cuerpo inerte que pertenecía a su amada, tratando de asimilar lo que había hecho.

—No—repitió.

Caminó ante la mirada de sus amigos, que no se atrevían a decir palabra. Sabían que sin Cornelia, Marcus no tenía motivos para seguir viviendo. Por eso no hicieron nada cuando su amigo levantó su arma.

—Si no podemos estar juntos en este mundo, lo estaremos en el otro—dijo Marcus, antes de clavar la espada en su pecho.
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martes, 24 de marzo de 2009

Alma en llamas- Preludio


Dicen que el alma de los hombres guarda un débil equilibrio entre el bien y el mal, tan débil que una mera palabra podría romperlo. Muchos hombres a lo largo de la historia sucumbieron a la oscuridad, manchando sus manos y su ser con la sangre de sus víctimas. Yo mismo estuve a punto de ser uno de ellos.


Francisco Solar vagaba por las calles de una Barcelona medio dormida ya, acompañado por esa luz rojiza del atardecer y una voz en su cabeza. Su mirada recorría los rostros de las pocas personas con las que se cruzaba. Ellos, al verlo, aceleraban el paso con una mezcla de temor y repugnancia ante las ropas sucias y destrozadas que vestía.

Tenía el aspecto de no haber comido en meses y lucía el porte y el olor de aquellos que no conocían el jabón. Aún así, su apariencia inspiraba miedo; sus ojos brillaban de una forma inquietante, con determinación. Determinación de matar.

El hombre con aspecto de vagabundo encontró su objetivo. Ante él se alzaba el Gran Teatro del Liceo, y tenía la puerta de los actores abierta y sin vigilancia. Colarse fue demasiado fácil. Oculto entre las sombras, Francisco esperó. El momento oportuno tardaría en llegar.

Extrajo de entre sus raídas ropas un pequeño libro, escrito a mano. Las hojas desprendían un aroma a humedad y alcohol, con manchas de diversos orígenes. A salvo en su escondrijo de ratas, y con los escasos conocimientos de aquellos símbolos que la enseñanza pública le había dado, releyó en aquellas páginas la historia que él había escrito, su historia, sin saber si alguien encontraría algún interés en ella. De alguna forma, ese pasatiempo le calmaba.

La gente iba entrando, ocupando sus asientos. Esperaban disfrutar de una gran obra. No sabían que participarían en ella. Francisco luchaba por contenerse, escondido en la sastrería. Debía esperar a que el teatro se llenase. Pero la voz en su cabeza tenía otros planes.

“Es la hora. El espectáculo debe comenzar. Por el bien de todos.”


Francisco sucumbió. Eran las siete y cuarto de la tarde cuando aparecieron las primeras llamas. El fuego, originado en las páginas de su historia, lo abrazó, abrasando su cuerpo. Él no sentía dolor. Los responsables del teatro decían que estaría solucionado en unos instantes, que pronto comenzaría la obra. No conocían la magnitud que podía alcanzar el fuego alimentado por un alma enloquecida.

Una media hora después, el fuego surgía a borbotones del edificio, de un modo similar a un volcán. Se extendió por los bastidores igual que una chispa eléctrica. El calor y el humo obligaron a quienes luchaban contra las llamas a abandonar sus puestos. El telón cayó sobre los asientos; una ola de fuego abrasó el lugar. Los adornos rodaban por las escaleras envueltos en el fuego. La gente que estaba en el vestíbulo corría, tratando de salvar sus vidas.

Las llamas fueron creciendo. Durante una hora, Barcelona estuvo iluminada por un siniestro fulgor. Desde una distancia, donde el cielo y el mar se unen en una sola cosa, tal macabro espectáculo resultaba incluso bello. La sombría criatura, que se alejaba de la ciudad, disfrutó de la visión hasta que ésta quedó reducida a una pequeña columna de humo.

¿Hasta dónde está un hombre dispuesto a llegar? Cuando esos límites no están definidos, cuando ese sufrimiento no desaparece, la calma es el único anhelo. Cuando se pronunció aquella palabra, cada vez que se pronuncia esa palabra, alguien se pierde irremediablemente.


Eric Nicholas caminaba por la calle Dekoven, vestido con un largo abrigo negro y un sombrero de ala ancha que cubría su pelo rubio. Debían ser las nueve de la noche cuando aquel muerto en vida, que avanzaba arrastrando los pies como si cargara con el peso del mundo a sus hombros, avistó el establo que pertenecía a Patrick O’ Leary. Eric sonrió; había llegado la hora de sanar el mundo.

Sigilosamente, Eric entró en el establo. Allí se encontraba el propio Patrick cuidando de los animales bajo la tenue luz de una lámpara de aceite.

“Te lo está poniendo muy fácil, Eric. Pronto podrás subsanar el error humano que hiere este mundo.”


Eric respondió afirmativamente a esa voz que sólo él podía escuchar, esa voz que, un día, se dejó oír por primera vez en su mente. Sus ojos examinaron el lugar, construido completamente en madera. Patrick avanzaba ahora hacia el lugar donde se almacenaba el heno, con la lámpara en alto.

“Ahora o nunca” pensó Eric para sí.

Sin hacer ruido, Eric se levantó. Procurando no ser descubierto, caminó lentamente hacia Patrick, demasiado absorto en su tarea como para atender a los mugidos de los animales que guardaba en el establo, y que ahora sentían temor hacia ese hombre al que la locura dominaba por completo. Cuando Patrick se giró, ya era demasiado tarde.

Del primer golpe, Eric lo derribó. Después, mientras Patrick trataba de entender lo que ocurría, el loco cerró la puerta desde dentro. Las llamas comenzaban a crecer, escalando las paredes de madera.

— ¿Se puede saber que haces? —inquirió Patrick.

—Purificar el mundo—respondió Eric, dándole un golpe que lo dejó inconsciente. Después se sentó a esperar, entre los animales nerviosos que no dejaban de golpear las puertas, tratando de escapar.

Sentado en la paja, con un libro entre las manos. Pasó las hojas, releyendo las palabras que él mismo había escrito. Cerrándolo con un golpe, lo arrojó con odio, repulsión y miedo al fuego. La hoguera lo devoró, al igual que al cuerpo de Eric.

Pronto, las llamas consumieron todo el establo. El fuego, hambriento, se extendió por una ciudad construida principalmente en madera, con la ayuda del viento. La población luchó por proteger su cuidad. Dos días después, el fuego había destruido gran parte de la cuidad, y las víctimas se contaban por centenas.

Y la sombría criatura que había planeado tal atrocidad, se alejaba de una Chicago en llamas.

El miedo nos confunde. El miedo nos aterra. El miedo nos mata. Cuando el temor acecha en cada esquina, vives con miedo. Cuando el miedo te mira en tu reflejo, te desesperas. Cuando te temes a ti mismo, ansías morir.


Aquel hombre caminaba al amparo de la noche, escondiéndose de las miradas de los transeúntes. Sus ropas negras y su sombrero ayudaban en esa tarea. De él, sólo sus ojos eran visibles. Sabía que le veían, que le temían, pero ya no importaba. Nada importaba ya. Le acompañaba un eterno sonido, el del líquido moviéndose dentro de un recipiente. Bastaba acercarse un poco a aquel hombre para saber que lo que cargaba eran dos latas de combustible. Sin embargo. Nadie se atrevía a acercarse. Había algo en su mirada que les invitaba a mantenerse todo lo alejados que pudieran de él.

Aquel hombre continuaba impasible, arrastrando los pies al andar. Contestaba susurrando a alguna voz que solamente él podía escuchar. El hombre no recordaba el origen de la voz, sólo sabía que un día comenzó a escucharla. Ahora esta voz guiaba sus pasos. Esos pasos lo llevaban hasta un local de dudosa reputación llamado “el Auspicio”, un lugar que la gente solía evitar. Aquel hombre sacó una llave de uno de sus bolsillos y abrió la puerta.

El interior del local estaba oscuro y vacío. El hombre entró, arrastrando los pies. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, éste vio un salón pequeño, con unas mesas distribuidas por la habitación, una barra y un pequeño escenario. Un local de poca monta. Era imposible para cualquier visitante deducir el motivo por el cual el dueño nadaba en la abundancia.

El hombre caminó hacia la barra. En el suelo, detrás de esta, había una trampilla, bajo la cual se abría un largo pasillo con varias puertas. Cada puerta daba a una habitación, amuebladas de distintas formas según su utilidad. Las habitaciones disponían de una segunda salida, permitiendo escapar fácilmente de un cuerpo policial que no ponía el esfuerzo necesario. Abrió alguna de esas puertas, mientras recordaba a los distintos políticos que habían ocupado una de esas habitaciones con una señorita de compañía, o a la gente de la peor calaña que negociaba al amparo de un local del que las fuerzas del orden salían con los bolsillos apestando a ese dinero que acallaba conciencias.

Al final de este largo pasillo, se encontraba el despacho del dueño del local.
—Martín —dijo el gerente, extrañado al verlo entrar—. ¿Qué hace aquí?

El despacho del gerente era, sin duda, el lugar mejor amueblado del local. Un sillón de cuero, mueble bar, chimenea con un fuego perenne… El lugar demostraba que aquel hombre tenía dinero y sabía gastarlo. Y el aspecto del propio gerente ayudaba a esa imagen. Era un hombre que rozaba los cincuenta o incluso más, como demostraba el color blanco de su pelo y su bigote de morsa. Su presencia no pasaba inadvertida, y vestía un traje que debía haber sido hecho a medida, tanto por su coste como por la envergadura del hombre a quien vestía.

—Usted… —El hombre dejó las latas de combustible en el suelo— Usted… —Repitió, sacando un rollo de cuerda y un cuchillo del bolsillo— Usted me despidió.

El gerente miró por primera vez los ojos bañados en la locura que inundaba a Martín. Su cuerpo se paralizó, a causa del miedo que sintió al descubrir en los ojos de su visitante las intenciones de este.

—Martín, contrólese —Tartamudeó el gerente—. Piense en lo que va a hacer, en las consecuencias…

—Lo he pensado mucho tiempo, señor Barón — dijo Martín, cortando al gerente—, y esta es la mejor solución.

Antes de que Barón pudiese hacer algo, Martín se abalanzó sobre él y lo ató a la silla. Después, cogió las dos latas de combustible y roció con una al gerente y, con la otra, a sí mismo.

—Por favor — Suplicó Barón— por favor, no lo haga. Le daré todo lo que pida, pero no lo haga.

Martín tomó uno de los puros que descansaban sobre la mesa del gerente y lo encendió. Tras disfrutar con el humo del cigarro, extrajo un libro sin encuadernar del interior de su abrigo. Pasó la mano por las letras que él mismo había escrito. Con repugnancia, dejó caer el puro sobre el libro, que se prendió fuego.

— Despídase de la vida, Señor Barón — dijo, arrojando el libro contra el gerente.

El efecto fue inmediato. Alimentado por el combustible, el fuego se propagó rápidamente por el despacho. Los gritos de terror y pánico de Santiago Barón eran ahogados por la risa de Eduardo Martín. Pronto, ambos cuerpos quedaron calcinados.

El incendio se propagó por toda la calle. La gente corría, tratando de salvar sus vidas. Cientos de curiosos observaban la ciudad ardiendo. Fotografiaron la macabra escena. Sin embargo, nadie vio como una mujer abandonaba a su bebé recién nacido esa noche ni a aquella sombra que se alejaba de la ciudad.

Yo fui uno de ellos. Fui uno de esos hombres que se vio metido en algo mucho más grande que él y tuvo miedo. Sentí temor, llegué a temer incluso a mi reflejo. Mi historia ya se había repetido antes.

Me llamo Javier Valverde, y esta es mi historia.

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sábado, 21 de marzo de 2009

Ejecución

Otro original del foro Retos ilustrados.
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Caminas lentamente hacia tu final. Tratas de arañar unos segundos al tiempo para prolongar tu vida. No buscas un milagro; sabes que no llegará. Mucho tiempo llevas rezando por él, pero en el fondo sabías que a ti sólo espera la muerte.

No gritas suplicando clemencia, ya perdiste la voz intentándolo. No lloras, no tienes lágrimas que llorar. Tan sólo te queda aceptar la muerte.

Te atan a un poste. Frente a ti, cinco hombres armados te apuntan. Tus ejecutores. Un sexto hombre se te acerca.
— ¿Algún último deseo? —Pregunta.

Buscas en tu interior. Sabes que lo único que quieres no te lo darán, ya lo pediste muchas veces antes. Solo una idea pasa por tu mente

—Que sea rápido— Respondes.

Te vendan los ojos. Sabes que tu final está próximo. Tan sólo deseas que esto acabe. Oyes gritar “Fuego”, y cuando las balas impactan en ti ya no sientes nada. Ya nunca volverás a sentir nada.
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martes, 17 de marzo de 2009

Asesino

Otro original corto. El día que escriba más de una página me emborracharé para celebrarlo.
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Soy un asesino.

Desde niño, eso es lo que soy. Se me entrenó para matar, no para pensar. Matar, ese es mi deber; matar de la forma que sea necesaria.

Matar, no pensar. Arrebatar vidas, no meditar el por qué, el motivo. Esas muertes no pesan sobre mi conciencia, sino de quien encarga el trabajo.

Ya no recuerdo cuantas personas he matado. ¿Para qué contarlas? Ya están muertas, no importa más. No importa nada.

Ni siquiera estos pensamientos.

Borro esta idea de la mente. Ya es la hora del encargo. El objetivo sale y, sin dudar, aprieto el gatillo. Cae al instante.

¿Sentiría dolor alguno? Ya no importa. Nada importa. Es lo que soy, no hay vuelta atrás.

Soy un asesino.
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domingo, 15 de marzo de 2009

Lágrimas de sangre

Este va dedicado a Len. Mañana son dos meses de matrimonio y nunca le he hecho un regalo... Es muy corto, pero espero que te guste.
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El fantasma lloraba lágrimas de sangre. Condenado al purgatorio y separado eternamente de su amor en vida, así era su tortura. Para él no había redención.

El fantasma ansiaba la libertad, ansiaba verla, ansiaba pasar la eternidad junto a ella. Pero los dioses no le concedían su deseo. Ese era su castigo. Pasaba el tiempo sentado, recordando su vida y llorando su sangre.

La eternidad pasaba lentamente. El dolor era insufrible, la espera insoportable. El fantasma sabía que no aguantaría toda la eternidad, que pronto rogaría desaparecer. Y entonces los dioses tampoco cumplirían ese deseo.

Su destino era llorar sangre eternamente.
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miércoles, 25 de febrero de 2009

Pobreza

Original para la tabla del foro Retos ilustrados.

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Camino por la acera, mientras siento el gélido viento atravesando los agujeros de mi ropa raída. Este es el invierno más frío que he vivido desde que estoy en la calle.

Camino lentamente, reuniendo las pocas fuerzas que le pueden quedar a un hombre que lleva tres días sin comer, algo que, lamentablemente, ocurre muy a menudo. Y, cuando veo a un niño que, harto de su bocadillo, lo tira a la papelera, no puedo resistirme y corro a por él. La gente me mira mal, pero la vergüenza es lo primero que pierdes al verte obligado a vivir de lo que otros tiran.

Aunque el bocadillo no me sacia completamente, al menos me calma el dolor que antes era insufrible. Camino de nuevo, buscando una forma de sobrevivir un día más. La gente me mira con desprecio y se apartan de mi camino. Y no les culpo. Yo antes hacía lo mismo, cuando tenía un trabajo y una familia. Pero eso cambió, y ahora estoy solo, sin un lugar al que ir.

Cae la noche, y esta trae consigo la nieve. La gente corre a refugiarse en sus casas, pero yo no tengo tanta suerte. Busco un portal abierto, una parada de autobús, una estación de metro, una caja de cartón. Cualquier cosa que pueda proporcionar un refugio me vale.

Por fin encuentro un lugar. Una caseta en un árbol, cuyo aspecto da la impresión de que al mínimo golpe se caerá. Pero no hay elección, no cuando perteneces a la calle y tu único anhelo es no morir en ella.
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domingo, 22 de febrero de 2009

Helena

Intento de original policiaco, con motivo del cumpleaños de Pers.

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Ella miraba la televisión, como de costumbre. Sola, a oscuras, comiendo palomitas mientras miraba esa película de terror. Llevaba un fino camisón, casi transparente. Buscando provocarme. Seguro, no hay otra explicación.

Me acerco a ella, silenciosamente. No nota mi presencia. Perfecto. Hoy será una gran noche. Estoy a tres pasos del sofá. Dos pasos… Uno… La cojo de los hombros, con ternura. Ella se hace la sorprendida y grita.

—Ssssh, tranquila. —Le digo para tranquilizarla.

Ella gira la cabeza, lo justo para ver el cuchillo, y vuelve a gritar.

— ¡Cállate! —Le pego un bofetón. El efecto es inmediato, se calla. Su rostro, por el que corren las lágrimas, refleja terror.

— ¿Por qué me temes? No hay motivo. —Le digo dulcemente, en un intento de calmarla. Ella no responde. — ¡Responde cuando te preguntan!

Sigue sin responder, llorando. Ya… Ya no la quiero, no es la Helena de la que me enamoré.

—Adiós, Helena.

Con un rápido movimiento, clavo el cuchillo en su pecho. Helena grita de nuevo. No lo soporto. Vuelvo a clavarla el cuchillo, algo más cerca del corazón. Helena ya no grita, sino que me mira a los ojos, mientras se va apagando… Como todas.





Suena el teléfono. Miro el reloj, que apenas marca las seis. Espero que sea importante.

—Wright. —Respondo medio dormido.

—Inspector, siento despertarlo tan pronto, pero tenemos un caso urgente. Asesinato. Le indico la dirección.

Tomo las señas y cuelgo el teléfono. Camino hacia la ducha, intentando pasar del mundo de los sueños al real. Asesinato… El primer pensamiento del día, dedicado al trabajo. La verdad, esa palabra es la que hace que me levante a diario. Salgo de la ducha y cojo la toalla, todavía pensando en el caso del que no tenía información.



Llego a la casa, sin desayunar, y con el pelo todavía mojado. Nada más cruzar el cordón policial, un agente se me acerca.

—Mujer, veinticinco años. Tiene dos puñaladas en el pecho. Los forenses dicen que la mortal fue la segunda.

Entro en la casa. La víctima está tirada en el suelo del salón, boca arriba. Miro la puerta de la entrada. Ni un indicio de que hayan forzado la puerta. Me aproximo a las ventanas, pero tampoco hay señal de que alguien entrase por la fuerza.

Me acerco a la víctima. Pelo rubio, más o menos un metro setenta. Dos puñaladas en el pecho, abundante sangre… Lágrimas secas en su rostro.

—Parece que vio a su asesino, pero que no luchó. —Miro su muñeca, que desprende un brillo dorado, una pulsera. —Helena. —Leo en ella.

— ¿Helena? —Pregunta extrañado el agente. —Se llama Laura.

Ese detalle me llama la atención. ¿Por qué llevaría una pulsera con el nombre “Helena” grabado? Un fugaz recuerdo cruza mi mente. Cojo el teléfono y marco el número.

—Johnson, necesito tu ayuda.




Helena… Ahí está, sentada en la caja de un supermercado, con su hermoso pelo rubio sobre el uniforme. El único sitio donde no esperaba encontrarla. Helena…

—Buenos días. —Me dices con tono rutinario, mientras cobras los objetos cuya importancia ahora es nula.

—Buenos días — Respondo educadamente, pero ni siquiera alzas la cabeza—. ¿No me reconoces? —Ahora sí me miras. Por un instante veo tus ojos, azules como el cielo. Pero niegas con la cabeza, niegas conocerme. Sonia… ¿Por qué pone ese nombre en tu placa? ¿Por qué reniegas de mí?

—Catorce con ochenta. —Tu voz suena triste, lejana, melancólica. Sé que me recuerdas, que me extrañas y añoras.

—Adiós. — Te despides con una sonrisa tierna, como las de antes. No temas, pronto volveremos a estar juntos.






— ¿Recuerdas el asesinato de la semana pasada? El de la chica rubia. —Digo tratando de controlar la euforia que sentía.

—Sí, la chica de veintipocos —La voz de Johnson suena dormida. Parece que le pillé durmiendo—. Murió apuñalada en su piso del centro, sin apenas pistas. ¿Por qué lo dices?

— ¿Viste algo que te llamase la atención, algún dato curioso?

—No, no había nada… Espera, sí que hay algo. Llevaba un colgante con el nombre de Helena, pese a llamarse Alba. ¿Te sirve ese detalle?

Cuelgo sin responderle, luchando por no gritar allí mismo. Ahora solo me falta hacer una comprobación más, y creo que ese agente que me recibió puede ayudarme. Lo busco con la mirada, localizándole junto a la ventana.

— ¿Qué tal se te da la informática? —Le pregunto.




Voy en el coche del inspector, que parece no conocer la existencia del freno.

— ¿Para qué necesita mi ayuda, inspector? —Pregunto intentando no vomitar.

—La información que necesito se encuentra archivada en unos ordenadores, aparatos del demonio que nunca lograré entender. Y en esa parte entras tú —Y yo que pensaba haberle impresionado…—. Por cierto, ¿Cómo te llamas?

—Philip Anderson.

—Pues bien, Philip Anderson, te contaré lo que pienso. Hay un asesino en serie, cuyo modus operandi no es otro que el de ponerle a sus víctimas una pulsera o collar con un nombre grabado.

—Helena… — Wright asintió con la cabeza— ¿Y ha deducido todo eso con sólo dos víctimas?

—Verás —El inspector da un volantazo, esquivando a una anciana que cruzaba la calle—, hace unos meses encontré a una chica de la misma franja de edad, rubia y con un collar con el nombre de Helena. Su auténtico nombre era Alexandra. El caso está sin resolver.

Aparcamos frente a la comisaría. Sin decir palabra, Wright se bajó del coche, en dirección a la puerta principal.

— ¡Espéreme! —Le grito, pero el inspector no reacciona. Va tan sumido en sus pensamientos y deducciones que no ve a la gente con la que se choca. Sus pasos me guían hasta los archivos, donde se detiene repentinamente.

—Busca un caso del ochenta y siete —me dice por fin, señalando el ordenador—. Helena Matanza.





Helena… Ahí estas, sentada en tu silla durante todo el día, realizando un trabajo que no te satisface. Ves pasar a la gente, saludas con la misma sonrisa fría que me mostraste y te despides de la misma forma, mientras esperas a que se acabe el tiempo de tu sufrimiento.

Pronto, mi querida Helena, volveremos a estar juntos.




Pasan las horas. Al caso de Helena siguen otros dos, Alexandra Edwards y Lucía Leblanc. Cinco casos en total.

—Coge las cajas y vamos. —Me dijo el inspector.

— ¿No piensas ayudarme? —Le pregunto, pero empieza a caminar sumido de nuevo en sus pensamientos. A regañadientes, cojo las cajas y le sigo.

Con mucho esfuerzo, logro llegar al coche. Wright me espera sentado dentro, con el motor en marcha. De nuevo sin ayuda, cargo las tres cajas en el vehículo y me subo.




Tras un corto viaje en el que ninguno pronunciamos una sola palabra, paramos en un supermercado cercano. Una vez más, sin mediar palabra se baja del coche.

— ¿Puedo saber que hacemos aquí?

—No esperarás—me responde al fin —pasarte la noche en vela sin comida ni bebida, ¿no?

Su respuesta hizo que el alma se me cayese a los pies. ¿Toda la noche despierto? Sin duda, por eso sería el mejor en su trabajo. Lo sigo, mientras me va cargando de cosas. Cada vez tengo más claro que, más que de ayudante, me quiere de mula de carga.

Tras dar varias vueltas, Wright por fin decide que ya tiene bastante, y se encamina hacia la caja. Poso toda la compra sobre la cinta, alegrándome de tener un momento de descanso. Me apoyo sobre una caja de cervezas cuando me fijo en la dependienta, cuyos rasgos me suenan.

—Wright, mira esto.

Wright, que miraba hacia el suelo, seguramente pensando en el caso, me miró primero a mí y después a la dependienta.

—Es… —Comencé.

—Sí, es ella. O al menos se parece mucho—asentí con la cabeza—. Señorita, ¿puedo preguntarla una cosa?

La dependienta nos miró, como si nos examinase con rayos X, primero a él y después a mí.

—Pregunte.

— ¿Ha visto a un hombre sospechoso? Un varón blanco, de unos treinta años. —Su capacidad deductiva me impresiona. Apenas ha mirado el caso y ya tiene un perfil.

—Pues sí, esta mañana he visto a un hombre extraño, más o menos como dice usted. Era moreno, con ojos azules y la nariz pequeña. Y me preguntó si no lo reconocía…

El inspector y yo nos miramos. Probablemente, ninguno esperaba dar tan rápido con su siguiente víctima.

—Tenga— dije tendiéndole una tarjeta—. Si vuelve a verlo, llámeme, por favor.

La dependienta coge la tarjeta, mirándome de nuevo de esa forma extraña. Después de pedirla que nos dijese su dirección, y de mostrarle la placa para convencerla, pagamos y nos fuimos.






Se hizo la noche. La luna llena se alza, imponente y hermosa. Es el momento idóneo, es la hora de que tu y yo, Helena, volvamos a estar juntos. Y esta vez nadie nos separará. Nadie.





Las doce y media de la noche. Llevamos horas trabajando en el caso. Bueno, trabajar, trabajar, yo no hago casi nada; tan solo preparo café y observo a Wright, que de vez en cuando asiente con la cabeza. Harto de estar sentado, me levanto y me acerco a la ventana. De noche la cuidad parece muy tranquila.




-Helena, ¿por qué huyes? —Pregunto, sin obtener respuesta. Helena salió corriendo nada más verme. No hubo beso, ni tampoco abrazo. — ¿Por qué me temes?

Oigo una puerta. Se ha encerrado, intentando separarse de mí. Ya… Ya no es la Helena de la que me enamoré.




Mi teléfono suena. Una extraña sensación me recorre la espalda. Rápidamente, descuelgo.

— ¿Si?

— ¡Socorro!

Me giro para llamar a Wright, que ya está en la entrada.





—Helena, sal de ahí— Ella no me responde, sigue encerrada y ya comienzo a perder la paciencia—. Vamos, sal.

Sigue sin responder. Ya estoy cansado de esto. Cojo una silla y golpeo la puerta una y otra vez, hasta que cae y puedo verla. Sus ojos, esos ojos preciosos, ahora estaban empañados por las lágrimas y reflejaban el miedo. La cojo con una mano y la alzo, sacándola de ese armario.

— ¿Por qué huías? Solo quiero que todo vuelva a ser como antes. —Sigue sin responderme, siempre mirando el filo del cuchillo. Es definitivo, ya no la quiero. La tiro contra el suelo, preparándome para hundir el arma en su cuerpo.

De pronto se escucha un golpe, y acto seguido entran dos hombres armados, que me apuntan con sendas pistolas.

— ¡Quieto! —Grita uno de ellos. Haciendo caso omiso, elevo el brazo.

— ¡Quieto! —Repite, pero vuelvo a ignorarle. Bajo el cuchillo, intentando acabar con su vida rápidamente, cuando se oye un disparo y todo se vuelve oscuro.




—Buen trabajo—Le digo al chico para calmarlo. Sus brazos tiemblan y su mirada está perdida—. ¿Era la primera vez? —Philip asiente con la cabeza. Cojo el teléfono y llamo al cuartel, pidiendo que vengan a limpiar el estropicio. —Vámonos de aquí, Philip. Señorita, acompáñenos al cuartel. Debo rellenar numerosos informes antes de dar por finalizado este caso.
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martes, 27 de enero de 2009

Guerra

El sonido de los disparos se escuchaba a cientos de kilómetros. Los continuos bombardeos, durante los cuales no podías hacer otra cosa más que agacharte y rezar, acabarían arrasando la ciudad. Pero, con tal de ganar la guerra, ¿qué más da arruinar la vida de cientos de personas?

Disparo una vez más. Esta vez impacta en el pecho de un enemigo. Una pregunta acosa mi cabeza. ¿Y si tenía mujer e hijos? Ya no importaba la respuesta, él estaba muerto y no había vuelta atrás.

¿Quién había decidido que ellos eran mis enemigos? ¿Qué les llevó a tomar tal decisión? No soy capaz de responder a estas preguntas. Soy soldado, me entrenaron para matar. Ya hay otros que piensan por mí.

Disparo una vez más, Y otra, y otra. Cada disparo causa una muerte más. Y con cada muerte, se repiten las mismas preguntas. Y se suceden las mismas respuestas, en un ciclo sin fin.

Un bombardero se acerca. Instintivamente me agacho, protegiéndome de la onda expansiva. La bomba cae sobre un edificio, destruyéndolo al instante. ¿Y si había civiles? Ahora ya estarían muertos, pero a nadie parecía importarle.

Un enemigo se levanta. Un blanco fácil. Apunto y... El dedo me tiembla. Por primera vez desde que me alisté, dudo. Ya no estoy seguro de si lo que hago está bien o mal. El hombre se va a agachar, cuando una bala impacta en él. Muere en el acto.

- ¡Francotirador! - Grita uno de mis compañeros.

Reacciono tarde. Siento el metal al rojo atravesando mi cabeza. No grito, no lloro, no me resisto a la muerte. Oigo a mis compañeros gritar mi nombre, acudiendo en mi ayuda, pero vuelve a ser tarde. Siento como ella me lleva, mientras todo se oscurece a mi alrededor. Leer más...

miércoles, 21 de enero de 2009

El diós de la muerte

El filo de la katana cortaba el aire con movimientos fluidos. A cada movimiento, segaba una vida. A cada corte, un chorro de sangre emanaba del cuerpo de mi enemigo, manchando tanto mi arma como mi armadura del líquido mortecino. El viento llevaría el olor a sangre durante varios meses.

Los cuerpos inertes, víctimas del filo de mi arma, caían a mi alrededor. Ya no importaba si eran aliados o enemigos. Tan sólo importaba mi katana, manchada por el líquido rojo de la muerte. La furia me invadía, nublando mis sentidos.

Miré a los ojos a los hombres que había a mi alrededor. Sus ojos reflejaban el miedo que sentían, paralizando sus cuerpos. Parecía como si estuvieran esperando morir. Pronto se cumpliría su deseo, en el momento en el que sentirían el gélido tacto del metal.

La lluvia comenzó a caer, al tiempo que el último de los hombres caía, en un vano intento de eliminar todo rastro de la sangrienta batalla que momentos antes había acontecido. En tan feroz contienda solo hubo un superviviente, aquel al que pronto llamarían el dios de la muerte. Leer más...

lunes, 5 de enero de 2009

Temor

Mi espada se balanceaba en mi mano. Agotado, hice acopio de las fuerzas que me quedaban, y me puse en guardia, intentando olvidar el terror que me invadía. Aquella criatura de las sombras solo parecía temerle a aquella extraña espada, que emitía un resplandor, cada vez menor. Pero, aún con esa poderosa arma en mi mano, la criatura no cesaba en sus ataques. Sus brillantes ojos amarillos tenían un brillo amenazador, que me paralizaba el cuerpo.


El oscuro ser atacó una vez más. Con un gran esfuerzo, puse la espada entre su brazo y yo. La espada emitió un leve brillo, que hizo a la criatura retroceder. Aprovechando el momento, corrí por el oscuro callejón, intentando, en vano, huir de la criatura.


Corrí, sintiendo como las fuerzas me abandonaban. Pero no podía parar, eso significaba la muerte. Debía encontrar una forma de acabar con ese ser, o resignarme y aceptar la muerte.


Caí, agotado por el esfuerzo. Las manos me temblaban, y no podía levantar la espada. La criatura apareció ante mí, dispuesta a acabar con mi vida. En un último esfuerzo, conseguí alzar la espada, pero el ser la apartó de un golpe. En ese momento me rendí a mi destino. Cerré los ojos, eliminando el temor a la muerte que me invadía.


Entonces, la criatura emitió un estruendoso rugido, que me hizo abrir los ojos. El ser había reducido considerablemente su tamaño, al tiempo que el brillo de la espada se hacía más intenso.


De un salto, me puse de pies, y ataqué al ser, que paró mi ataque con mucho esfuerzo, En ese momento, perdí el temor a la criatura, que volvió a encoger, haciéndose cada vez más débil. Sus ojos ya no inspiraban el temor de antes, y habían perdido su poder.


Decidido, atravesé el cuerpo de la criatura. La espada emitió un intenso fulgor, que me cegó la vista. Al instante, la criatura y la espada habían desaparecido, y un incómodo pitido me taladraba los oídos.


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Bueno, el primer original del año. Aunque lo tengo por aquí desde el mes pasado...



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