martes, 18 de diciembre de 2012

Afortunado

Estas fechas me ponen sentimental.

Para un recuerdo

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Somos afortunados, vamos a morir. Y eso hace que nuestro tiempo fuese especial, cada segundo. Por eso me gustaba pasar tiempo hablando contigo, pues tú hacías que sea especial.

Tú, que eras capaz de arrancarme una sonrisa con tan solo una palabra.

Tú, que me dabas un motivo por el que levantarme.

Tú, que eras un sueño hecho realidad.

Soy afortunado porque voy a morir, y por haberte tenido.
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martes, 27 de noviembre de 2012

Alma en llamas, capítulo X

Hoy he terminado el relato que presentaré a un concurso literario. El premio: 1500€ y la publicación. Casi un sueño.

Así que, para celebrarlo... otro capítulo de esta cosa xD.

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—Vamos, hombre, por favor.

Era un viernes por la mañana, de finales de marzo. Frío como pocos. En el patio, durante el recreo, David y yo nos refugiamos en una de las esquinas del colegio, cubiertos por los abrigos. Allí aprovechó para suplicarme por un favor, aunque no lograba entender de qué se trataba.

—No lo comprendo. ¿Para qué necesitas que te acompañe yo, si ya vas a ir con una chica?

—¡Porque su padre no le deja estar a solas con un chico!

—¿Y cómo os habéis visto hasta ahora?

—A escondidas—dijo—, pero ahora ya está cansada.

—Sigo sin entender por qué mi presencia te ayudaría. Si no le deja estar con uno, imagínate con dos. —David abrió la boca para responder. Sabía que seguiría insistiendo hasta que aceptase; podía llegar a ser muy pesado. Al final accedí—. De acuerdo, iré. Pero me debes una, y me la pienso cobrar.

El edificio era muy antiguo, la pintura de la fachada se había caído casi por completo. La gárgola que coronaba la construcción perdió la mitad de su rostro antes de que yo naciera; ahora vestía un manto de excrementos de paloma. De la puerta principal no quedaba más que un trozo de madera sujeto por las bisagras que no impedía el paso a nadie.

—Sí que has tardado mucho en pedirme este favor.

David miraba con temor el edificio al que yo pretendía entrar, calculando las posibilidades de que las grietas se uniesen de golpe y se cayese la construcción. Era el cuarto edificio que revisábamos; normalmente mirando buzones o preguntando a las porteras. Éste carecía de ambas.

—¿Habrías venido si no te hubiera obligado? —pregunté antes de entrar.

No me respondió. Me siguió a duras penas por unas escaleras de madera carcomida que crujían bajo nuestros pies amenazando con abrirse y tragarnos. La única luz que había se filtraba entre las grietas de la fachada; yo no sabía si dar las gracias o maldecir por ello. En los rellanos podía intuir los túneles oscuros que antaño habían guardado muebles, familias y recuerdos que habían huido años atrás.

Al fin alcanzamos el último piso, el único que contaba con una débil puerta que impedía el paso. David suplicaba que siguiésemos el ejemplo de los vecinos y pusiéramos tierra de por medio entre el edificio y nosotros.

El tiempo que pasó entre que llamé a la puerta y esta se abrió me pareció eterno. Nos quedamos quietos, esperando inmersos en el eterno silencio que dominaba la cavernosa y abandonada construcción hasta que el eco de unos pasos, lentos como quien posee todo el tiempo del mundo, lo rompieron. La puerta se abrió con un chirrido, mostrando la figura de una mujer fugada de un sueño.

El pelo, arrancado del cielo nocturno para enmarcar su rostro, se ondulaba ligeramente a la altura de sus hombros. Los ojos eran oscuros, pozos sin fondo que te atrapaban al menor descuido. Los finos labios mostraban unas pequeñas arrugas que revelaban que en aquella boca había brillado una sonrisa casi eterna, ya apagada. Sus formas se veían atrapadas en un lujoso vestido de color carmín, que hacía de aquella mujer el manjar más exquisito de la faz de la tierra. Nos examinó con una mirada que podía ver el alma; primero a David, cuya mandíbula se había desencajado de la sorpresa, y luego a mí. Giró sobre sí misma, satisfecha tras su revisión, y se internó hacia la inmensa oscuridad que dominaba el interior de su apartamento.

El piso era pequeño, sin más puertas que la de la entrada principal. Intuí las formas del mobiliario y, a través de ellas, a qué habitación correspondían. Conté un baño, una cocina, una habitación y el salón donde ella nos esperaba. Las persianas estaban echadas, pero el tiempo y el viento habían terminado por abrir agujeros aquí y allá que permitían que la luz del sol se colase. Con estos fragmentos pudimos encontrarla al amparo de un cigarrillo que disfrutaba sentada en una butaca, la única. A su espalda se alzaba una inmensa estantería que abarcaba toda la pared y en la que no entraba ni un solo alfiler. Ocupamos el sofá de las pocas visitas, que se quejó bajo nuestro peso y escupió una nube de humo. Nos separaba una cómoda sobre la cual reposaban una vela, un libro encuadernado en piel cuyo título quedaba fuera de mi alcance y un cenicero en el que no entraba ni una colilla más. No había televisión ni radio ni una simple bombilla. En aquella casa nunca se oyó el zumbar de la electricidad recorriendo cables de cobre o el ensordecedor timbre del teléfono.

Esperamos en silencio durante un minuto. En ese espacio de tiempo, David se dedicó a incrementar el tamaño del charco de saliva que se formaba bajo sus pies. Era totalmente incapaz de apartar la mirada de nuestra anfitriona, tan ocupada en jugar con el humo del tabaco que parecía ser incapaz de vernos. Me centré en intentar leerle el pensamiento a partir del pulso, de los ojos. Intentaba averiguar qué significaba aquel amago de sonrisa en la comisura de los labios.

—No deberíais haber venido—dijo al fin.

Lucía tenía un timbre de voz que se te colaba por los oídos y causaba estragos en la cabeza; conseguía que dudases de todo lo que sabías, conocías y creías cierto. Con su voz y una sonrisa podría haber convencido a toda la Iglesia de que la tierra era tan redonda como una pelota de fútbol.

—¿Ves, Javier?—me soltó David por lo bajo. Aquellas palabras le sacaron de su mundo de ensueño—. Deberíamos irnos.

Negué con la cabeza. Lucía rió; una carcajada vacía, típica de quien ha olvidado cómo hacerlo. Dejó que se consumiese el cigarro y encendió otro; durante su historia deduje que para ella el tabaco era como su alimento, una droga que acallaba los malos recuerdos y expulsaba a los demonios por el módico precio de unos minutos de su vida. Terminaba uno y encendía otro; el humo ocupaba toda la habitación. Sus palabras lo moldeaban, creaban imágenes que contaban su historia.

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lunes, 1 de octubre de 2012

Sannie en el país multicolor

Me aburría un día...

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En un país multicolor, iluminado por un sol verde, una chica con un vestido a cuadros morados y negros paseaba, saltando por un camino de color rojo. El viento hacía que su pelo rubio ondease levemente; sus ojos azules hechizaban a todo aquel que…

San: Leo…

Narrador: ¿Sí?

San: Te veo venir. Más te vale que al doblar la esquina no me encuentre con un ejército inquisitorial dispuesto a quemarme viva al grito de “¡Muere, Sue, muere!

Narrador: ¿Y si lo hay?

San: Te meteré una bombona de butano por el culo.

Narrador:…

San:…

… y al llegar al cruce, San tomó el camino azul. Paseando, le dio una patada a una piedra, que golpeó en el ojo a un conejo a rayas rosas y grises antes de caer a un charco. Ella corrió hacia el animal, abrazándolo contra su pecho.

San: Pobre conejo.

Conejo: Sí… pobre de mí.

Y así fue como San se hizo la cicatriz con forma de diente de conejo en la teta derecha. Fin.



¿Cómo que no he terminado mi servicio comunitario? ¿Acaso contar esta parida no basta? Ah… que debo contarla hasta el final… Dios, no debería gastar la broma de la caca de perro en una bolsa de papel en llamas y ponerla frente a una comisaría. El conejo salió corriendo al ver la cara de mala hostia de San.

San: ¡Te voy a guisar vivo!

Y mientras lanzaba maldiciones al aire, una figura misteriosa surgió del agua.

Figura misteriosa: Hola, mi dama. He esperado durante eones en estas aguas, hasta que alguien me llamase. Y ahora que vos lo habéis hecho, por lo que, debo deciros, estoy muy agradecida…

San: Corta el rollo.

Figura misteriosa: ¿Perdón?

San: Que dejes de darme la plasta y me des ya mi regalo.

Figura misteriosa: ¿Regalo?

San: Sí, claro. En todas las historias de este tipo, el ser que surge del agua por X motivo siempre le da un regalo a quien lo sacó de ahí. Y como esto no es más que un plagio barato, lo lógico es…

Figura misteriosa: Pues te jodes, no hay regalo.

San: Vaya por dios.

Figura misteriosa: En fin, por dónde iba… Ah, sí. Estoy aquí porque al narrador no le sale de los cojones hacer otro self-insert para decirte por qué mierdas estás aquí. De hecho, la historia debía acabarse con lo del conejo, pero te enfadabas si lo hacía, así que se inventó esta basura. Y por eso soy tan malhablado/a.

San: ¿Malhablado/a? ¿Leo, eres hermafrodita?

Narrador: No, idiota, es que la figura misteriosa esa es asexual. Y deja de dirigirte hacia mi persona, que queda fatal.

San: Vale, vale. ¿Y qué he de hacer?

Figura misteriosa: Tu misión es viajar hasta el volcán de Tu-fur-ciamadre para allí destruir la piedra Quetepenetren en el fuego de su interior.

San: ¿Andabas inspirado, eh?

Narrador: Cállate.

Figura misteriosa: Ala, aquí tienes la puta piedra. Y ahora tira. Y que no te vuelva a ver, o te inserto en KHM para que Wk te banee con su mazo rosa.

Con una misión ya definida, San se encaminó por el paseo morado hacia el volcán de nombre absurdo. Saltaba tranquilamente, canturreando una canción sobre un robot unicornio gay, cuando se encontró con alguien.

San: Coño, Nei, ¿qué haces tú aquí?

Neissa: A Vicky no le apetece inventarse personajes. Así que me ha dado esta espada y me ha plantado aquí a esperarte. En teoría había una historia trabajada del porqué, pero era demasiado aburrida.

San: ¿Por qué tú puedes llamarle “Vicky” y yo no?

Neissa: Porque yo puedo arrearle collejas y tú no.

San: Aaaanda.

Y las dos chicas comenzaron a andar.

San: ¿Y por qué vienes?

Neissa: Ah, cierto. Estoy aquí para ayudarte. Por lo que parece, el viaje incorpora peligros que podrían matarte y necesitas protección.

San: ¿Y te manda a ti para que mueras por mí? Joder, Leo quiere matarte.

Narrador: Un poco, sí.

Neissa: Verás mañana en clase.

Pero entonces, una bestia enorme apareció ante ellas. Tenía unas garras enormes y afiladas y unas alas que abarcaban estadios. Su cara, blanca como la nieve, sonreía con una mueca prepotente y burlona.

Bestia: Got a problem?

Neissa: Capullo…

La guerrera dio un paso al frente. Mal dado, porque la bestia alzó una pata y la aplastó. Tan mala suerte tuvo el pobre animal que la espada se clavó entre sus dedos, alcanzando su único punto débil y muriendo en el acto.

Neissa: Creo que ya me ha matado.

San: Sí, eso creo.

Neissa: En fin, ya cumplí mi misión. Ahora vete, mañana ajustaré cuentas con Vicky.

Y San continuó su viaje, tan feliz de la vida. Llegó hasta la base del volcán, donde se encontró con otra cara conocida.

San: ¡Alitaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas!

Ann: ¡¡Saaaaaaaaaandíííííaaaaaaaaaaa!!

San: ¿Qué haces tú aquí?

Ann: No lo sé. Leo no me ha avisado.

Narrador: No estabas.

Ann: Pues me avisas antes.

Narrador: No, que se me olvida la trama absurda.

Ann: Este tío… Bueno, al tema. Que he de ayudarte a llegar hasta la cima.

San: Ah, vale. ¿Tú no tienes armas?

Ann: No, ninguna.

San: Ah…

Empezaron a escalar. Sin esfuerzo, alcanzaron la cima en unos minutos. Pero antes de estar a salvo, San resbala.

Ann: ¡Cuidado!

Heroicamente, Ann se lanza, consiguiendo que San se agarre y pueda terminar de subir. Sin embargo, ella no puede salvarse, y cae rodando ladera abajo.

Ann: ¡Leo, capullo!

Narrador: Me lo dicen mucho.

Y cuando llegó al suelo, murió. Y San siguió caminando como si nada.

Narrador: ¿No te importa que haya matado a Ann?

San: Eres tú quien escribe lo que hago. Si tú no haces que me importe su muerte… difícil lo veo.

Narrador: Cierto, cierto.

Al final, llegó al final de la cueva. Hacía calor, mucho. La ropa de San empezaba a quemarse…

San: Leo, como acabe en bragas, te ataré, amordazaré y entregaré a Ellios.

… pero pronto para. San avanza hasta el borde de la pared y mira al fondo.

San: ¿Y sólo he de lanzar esta piedra y ya? Qué bien.

Y la deja caer. Después, gira para volver sobre sus pasos. Se para al escuchar algo. No estaba sola.

San: ¿Quién anda ahí?

Narrador: Que lista. Como si el malo maloso fuese a responder así.

Y una criatura empuja a San al interior del volcán. Y mientras arde se oye una cancioncita de tono infantil, cuya letra dice algo que suena como “Duele, Rue, duele”.

San: ¡Capullo!

Shadow: Gracias por distraerla, León, así pude tirarla. ¿Nos vamos de cervezas?

Narrador: Mmm…

Misteriosamente, una fuerza invisible empuja a Shadow a la lava.

Y así, ahora sí, termina la historia.



—Leo… Leo, despierta

— ¿Si?

—¿Ya estás despierto?

—Hola, hermanita, ¿Qué haces aquí?

León abrió los ojos y miró a su alrededor. Frente a él se encontraban Neissa, Ann y San, las tres armadas con bates, microondas y una bombona de butano.

—Vamos a agradecerte lo que nos dedicaste mientras dormías, sin duda, bajo los efectos de una droga—dijo San mientras, lentamente, le bajaba los pantalones a León mientras las otras dos lo sujetaban. Regodeándose con ello, acercó la bombona hasta él…
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miércoles, 26 de septiembre de 2012

Interrogatorio

Odio la nueva interfaz de Blogger. He dicho.

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La habitación era pequeña, de paredes pintadas de gris e iluminadas por una bombilla que colgaba del techo. El escaso mobiliario consistía en una única puerta de acceso, un gran espejo que ocupaba todo un muro, una cámara colgada del techo en una esquina, una mesa simple, dos sillas enfrentadas y un hombre encadenado a la que quedaba frente al gran cristal al que ponía muecas mientras hacía sonar sus grilletes. Parecía que aquella situación lo divertía bastante.

El hombre rondaba los veinticinco. Era menudo, robusto. Tenía el pelo rapado y una cicatriz que le cruzaba verticalmente la cara, sobre la nariz. Los ojos eran pequeños y oscuros, y tenía una risa entrenada en el arte de irritar al personal a la que acudía con asiduidad. Llevaba una camiseta de manga corta, ceñida, que permitía ver los tatuajes que cubrían la piel de los brazos que agitaba con furia, intentando soltarse. En uno de los tirones casi arranca las cadenas de la silla.

Como si aquello hubiera sido una señal la puerta se abrió. En el umbral se recortaba la silueta cansada de un hombre de mediana edad, ataviado con una gabardina, que entró arrastrando los pies y con una carpeta en los brazos. Ocupó la silla que quedaba libre y posó una nueve milímetros sobre la mesa, a la vista del encadenado pero fuera de su alcance y, como si no estuviese, comenzó a revisar sus papeles. El preso miró por un segundo el pelo entrecano del recién llegado, lo único que la carpeta no ocultaba, y se abalanzó sobre el arma.

—¿Es eso lo que quieres, Logan? ¿Coger el arma y pegarme un tiro?—dijo el recién llegado cuando el primero se cansó. Tomó el arma con dos dedos y la deslizó sobre la mesa—. Puedes tenerla. No te servirá de nada, no está cargada.

Como si no lo creyera, Logan alzó la pistola lo poco que los grilletes se lo permitían y apretó el gatillo. El sonido del percutor fue todo lo que obtuvo. Disparó tres veces más, riéndose a carcajadas.

—Debería probar a hacer esto en público—Logan dejó el arma sobre la mesa y se centró en el inspector—. ¿Para qué coño me has llamado hoy, Gordon?

—Como si no lo supieras ya.

El encadenado echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo con la boca abierta.

—La señorita Seyfried no desea ser molestada, inspector.

Gordon sacó un cigarro del bolsillo y se lo tendió. Cuando Logan aceptó, lo encendió con calma. El preso dio tres caladas antes de soltarle el humo en la cara. —Ella no tiene nada que ver con esto.

—Ella está metida en esto, hasta el fondo— Logan no perdía la sonrisa.

—Haznos un favor a todos y dinos donde está— dijo el inspector.

Ahí estaba de nuevo su risa estridente. Dos minutos y medio empleó, intentando que Gordon perdiese la paciencia infinita que le caracterizaba. Al ver que no lo conseguía cambió de táctica.

–Chloé está muerta—escupió.

Gordon tomó aire. Se levantó, fue hacia la cámara y la desconectó. Se dio la vuelta, caminó hacia Logan y le golpeó. Lo habría derribado si la silla no hubiera estado fijada al suelo.

—¡¿Dónde está!? ¡Dímelo!—Gritó, acompañando cada palabra con un puñetazo.
—Está muerta—repitió Logan.

La patada le golpeó en el estómago.

—Parece que no entiendes la situación, gilipollas. La hija del fiscal general lleva dos semanas desaparecida, que es exactamente el tiempo que yo llevo sin dormir más de dos horas seguidas. Aquí nadie va a declarar en mi contra, ningún juez va a procesarme. Soy libre para hacer lo que quiera, desde despellejar cada fragmento de tu piel hasta mutilarte o dejarte incapacitado de por vida. Incluso podría hacerte desaparecer, dudo que alguien fuese a echarte de menos. Vas a sufrir el mayor dolor.

Ante tales amenazas, Logan volvió a reír, como si disfrutase de todo eso. Como si no tuviera nada que perder.

—En algo tienes razón, Gordon. Nadie me echaría de menos.

Cuando el inspector supo lo que iba a hacer ya fue tarde. El mordisco fue tan fuerte que un trozo de lengua cayó al suelo. Logan notó el sabor de la sangre que le llenaba la boca, que seguía riéndose. Gordon pidió a gritos una ambulancia aunque sabía que no iban a llegar a tiempo. Los enfermeros se lo llevaron cadáver. Durante los días siguientes Gordon sólo pudo pensar en él, en cómo se habían llevado la única pista que tenía y en las últimas palabras que había dicho, moviendo los labios y sin articular sonido alguno.

“Está muerta.”
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domingo, 12 de agosto de 2012

Alma en llamas, Capítulo IX


Giré la última página por quinta vez aquella noche. Estaba en mi habitación, leyendo a la luz de una vela. Me dejé caer sobre la cama, que crujió al recibir de repente mi cuerpo. Mi estómago rugió. Había subido directo nada más volver. No había probado bocado. Algo en mí sabía que toda la comida que tragase se abriría paso por donde había venido en su camino a la salida.

Abandoné las páginas a un lado y apagué la luz. Intenté dormir. A pesar de sentir que mi cuerpo estaba lleno a rebosar de miedo, quedé en un estado a medio camino entre el mundo real y el de Morfeo. Un hombre leía un libro, sentado sobre el mismo fuego que devoraba la estancia en la que se encontraba. Mientras sus ojos azules se deslizaban sobre las páginas, las llamas comenzaron a ascender por su cuerpo. Lo consumían todo a excepción de la lectura. Entonces escuché una risa que me heló la sangre.

Seguía siendo de noche, cerca de las tres de la madrugada. La única luz en la habitación era la que se colaba por la ventana, proveniente de la luna. Miré a través del cristal. “Eso”, que ya no sabía cómo llamarlo, estaba allí, aquella figura que no lograba identificar como hombre o bestia, con la vista clavada en mis ojos. Una pequeña cortina de humo se formaba a su alrededor, aunque no pude ver llama alguna. Supe que me esperaba.

Bajé por las escaleras corriendo, sin molestarme en no hacer ruido. Me paré un segundo, frente a la puerta, a pensar si debía salir o no. Mi cuerpo decidió por mí; antes de darme cuenta estaba fuera. La figura se alejaba lentamente. Requería mi compañía. La seguí, siempre unos pasos por detrás. De vez en cuando se volvía a mirarme, sus ojos fríos captaban cada pequeño detalle. Entonces yo meditaba de nuevo si debía seguir con eso o correr hasta la otra punta del mundo.

Se metió en un portal. Allí lo perdí. Subí, buscando con atención. Todas las puertas en mi camino estaban cerradas. La única que me permitió el paso fue la del ático. Donde me esperaba.

La figura me miraba fijamente. Extendió una mano hacia mí. Al ver que yo no me movía dio un paso. Y otro, y uno más. Cerré los ojos cuando puedo tocar mi mejilla. Su aliento, un hedor indescriptible, me golpeó en la cara. La piel me quemaba, pero yo no me atreví a mirar hasta que todo paró. De nuevo estaba sólo, aunque esta vez era todo distinto. Suspiré, aliviado. Y entonces fue la primera vez que escuché aquella voz.

“Duerme.”

Despertaría horas después en un banco de la calle. Los primeros rayos de luz cruzaban el cielo. O eso creía. Parpadeé. La luz era muy intensa, demasiado para ser del sol. Parpadeé una vez más. Y me di la vuelta.

Era el fuego lo que me despertó mientras arrasaba con todo. El edificio ardía por completo. Se caía a pedazos ante mis ojos. Me quedé allí quieto, sin poder mover un músculo, asustado y al mismo tiempo fascinado.

Amanecía cuando entré por la puerta de casa. Mi madre estaba sentada en el recibidor, dejando el espacio justo para abrir la puerta. Dormía. Se despertó mientras yo intentaba pasar el pie por encima de ella. Subí las escaleras sin hacer caso a los gritos que me lanzaba desde el rellano. Me encerré en mi habitación y me dejé caer en el suelo, apoyado contra la pared. No podía levantarme, ni por ganas.

Así, tirado en el suelo, la recibí. La niebla se filtraba por cualquier resquicio: el hueco bajo mi puerta, el diminuto agujero en el cristal de mi ventana… La bruma, lentamente, llenó la habitación. En su ascenso se coló por mis oídos, mi nariz, mi boca… y se adueñó de mis sentidos.

Sentía mi cuerpo flotar. Abrí los ojos. Estaba rodeado de una espesa niebla. Parpadeé. La niebla seguía ahí, pero menos densa. Tras ella, una fuerte luz. Parpadeé una segunda vez. La bruma desapareció, ahora miraba directamente al sol, pero sin hacerme daño. A mi izquierda y derecha había nubes pintadas sobre un fondo azul. Bajo mis pies se extendía Santander; ni sus edificios más altos llegaban siquiera a mi altura.

Parpadeé por tercera vez.

El tiempo comenzó a retroceder. En apenas unos segundos el sol, que en el momento de mi despertar se hallaba en lo alto del cielo, se ponía por el este. Y al instante siguiente, en menos tiempo del que se tarda en respirar, la luna se alzaba sobre mi cabeza. A mis pies, una campana sonaba tres veces.

Una fuerza invisible tiraba de mí. La ciudad crecía a pasos agigantados. El edificio más alto de la ciudad ahora me miraba desde lo alto. Cerré los ojos, listo para recibir el impacto…

Que no llegó.

Había regresado a aquel edificio. Estaba frente al ático. Seguía flotando, repelido por las paredes y el suelo. La puerta se abrió, cediendo el paso a una oscuridad absoluta. Y de ella salí, o eso pensé en un primer instante.

Era cierto que se parecía a mí, pero tenía rasgos distintos. Su pelo no era negro, si no blanco, y los ojos eran de un azul más frío que el propio hielo. Al verme sonrió; su mueca me hizo temblar. Me apartó, empleando la misma fuerza que se necesita para abrirse paso a través de una cortina, y descendió por las escaleras. Al llegar al rellano del tercer piso derribó la primera puerta que encontró. Se internó en la vivienda y, tras el ruido de cristales rotos, regresó. Llevaba en la mano derecha una botella de whisky, con el cuello roto, que iba perdiendo el alcohol de su interior, bañándolo todo con el líquido ámbar. Cuando no quedó ni una gota, rompió la otra botella, de ron, y repitió el proceso.

Tres veces más realizó aquella tarea. Yo le seguía de la misma forma que un globo sigue a un niño, porque les une un hilo. En mi caso yo no podía verlo, pero sentía la fuerza invisible que me atraía hacia él.

Llegamos al portal. Allí se detuvo un instante. Miró hacia las escaleras, por las cuales goteaba un pequeño río de alcohol mezclado. La madera era antigua, y crujía con cada paso. Esperó hasta estar satisfecho.

Sólo entonces llevó a cabo el último acto de su plan. Metió la mano en el bolsillo, y buscó algo. Lo sacó. En su palma brillaba con fuerza. Las llamas ardían sobre la carne, pero él ni se inmutaba, no lo sentía. Las dejó caer sobre el charco que se formaba a sus pies, y abandonó el portal.

Yo dejé de sentir aquella extraña fuerza invisible que me ataba a él. Suspiré, aliviado, e intenté huir del edificio. “Nada puedes hacer para salvarlo”, me dije. Con aquella idea en la cabeza di un paso hacia la salida. Y un segundo, y un tercero. Tras el cuarto supe que no podía andar; me mantenía siempre en el mismo lugar. Intenté moverme nadando, pero obtuve el mismo resultado.

A mi alrededor las llamas crecían, consumiéndolo todo a su paso. Un trozo de madera cayó del techo; el fuego trepó por él. Se acercaba a mí, quería devorarme. Antes de que pudiese gritar para pedir socorro era pasto de las llamas.

Abrí los ojos. Volvía a estar en mi habitación, tirado en el suelo. La niebla seguía inundándolo todo, pero menos densa. Se batía en retirada a través de las rendijas de la ventana. Me abalancé sobre el cristal. La bruma flotaba sobre la calle, bajando hasta reptar sobre la acera para meterse bajo la gabardina de una figura que se apoyaba en la pared de un edificio. Su atuendo, que se completaba con un sombrero de ala ancha, impedía ver nada de su rostro, a parte de sus ojos azules, fríos como el hielo. En el instante en que nuestras miradas se cruzaron, pude ver cómo aquella sombra se dividía en dos siluetas, que caminaban en direcciones opuestas.
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sábado, 4 de agosto de 2012

Se ha escrito un crimen. Segunda parte

A pesar de que nadie fue capaz de adivinarlo (por qué será), he escrito el final. Por si a alguien le interesa intentar adivinarlo antes de leer esto, este es el relato inicial

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El restaurante, una reciente inauguración en el centro, estaba abarrotado. Los camareros, elegantemente trajeados, se deshacían en sonrisas y halagos con tal de conseguir una buena propina, maldiciendo por lo bajo a aquellos que apenas les dejaban un par de pequeñas monedas.

Sentados en la mesa más cercana a los aseos, dos hombres, uno de ellos con una ligera mueca de dolor, disfrutaban de una mariscada que bien valía el sueldo de un mes. Comían despacio, sin ninguna prisa, mientras el resto de clientes abandonaba poco a poco el restaurante. La extraña pareja se quedó sentada en su mesa hasta que sólo quedaron ellos, y sólo entonces pidieron los cafés y la cuenta.

—Debe de haberle costado una pequeña fortuna, inspector— dijo uno de ellos.
El de la mueca de dolor asintió mientras sacaba la cartera. El sueldo de un inspector no era gran cosa, y si se la tenía que dejar ahí… ¿Quién le mandaría apostar? Sabía que tenía muy mala suerte en estos aspectos…

—Si no fuese porque el dueño es un viejo amigo, lo detendría por robo. He visto a ladrones huir con un botín menor a este—comentó, mientras su compañero se reía—. Tengo curiosidad, ¿cómo lo descubrió?

—Si le soy sincero…—comenzó el otro—fue suerte. Los cinco tenían un fuerte motivo para hacerlo, y se les veía capaces. No pude decidirme del todo, así que… Asigné cada nombre a un número del uno al cinco y tiré un dado.

—Venga ya, es imposible—el inspector vio a su compañero asentir con convicción y se echó a reir como un loco, en un estruendo que escandalizó a los camareros durante su limpieza— No me jodas… ¡Maldito suertudo! La diosa fortuna está siempre en mi contra, eso es un hecho.

—Se ve que sí—concedió su compañero—. Cuénteme usted, ¿cómo lo descubrió?

El inspector se tomó un segundo antes de responder mientras encendía un cigarrillo. Un camarero se acercó a pedirle que por favor lo apagase, que no estaba permitido fumar, pero no le hizo caso. Se echó para atrás, soltando una gran cantidad de humo de golpe como si fuese una locomotora antes de comenzar su relato.
—Supongo que también fue algo de suerte. En un principio creí que fue su propio hijo, Miquel. Tenía un brillo en los ojos que no me gustaba, y cuando le insinué la posibilidad de que hubiese sido él no se molestó en negarlo. Pero lo descarté cuando supe lo del somnífero; era una clara muestra de que el crimen fue premeditado y Miquel era un hombre de instintos. A la criada y al mayordomo los descarté por el mismo motivo. Ella se bebió el somnífero sin saberlo, y él… Él no se habría molestado en cerrarle los ojos. Entonces lo supe: Había sido su mujer, la joven. La que siempre trataba de ocultar la mano que tenía paralizada casi por completo.

—Pero, ¿por qué?— preguntó su compañero—. Es cierto que se está muriendo, pero, ¿no podría esperar a que el viejo muriese por muerte natural?

—No. La enfermedad es hereditaria, ya había visto morir a su padre por ella. Es terrible, el Huntington no se limita a matarte. Te destruye por dentro. Laura tenía miedo. Pero su marido no planeaba hacer nada, como mucho cambió su testamento. Cuando ella le pidió que hiciese la donación para los estudios clínicos, él se negó. No había trabajado toda su vida para morir en la pobreza. Discutieron, y fue entonces cuando el doctor le dijo lo que ella siempre supo: se había casado con Laura sólo para tener algo bonito que follarse. Ella no pudo soportarlo. Mezcló el somnífero con el café en polvo mientras Clara limpiaba la casa, al mediodía. A las doce fue a verle a su despacho, con el cuchillo escondido bajo su vestido. Lo besó, se puso a su espalda, lo rodeó con sus brazos, con una mano bajando por su barriga… Y entonces le cortó el cuello. El doctor se resistió durante los pocos segundos que tardó el somnífero en hacer efecto. Laura clavó el cuchillo en la mesa, con cierta dificultad, y se dirigió a la puerta. Se volvió a verle por última vez, los ojos gélidos y vacíos del que fue su marido. Regresó junto al cadáver, le cerró los ojos y se fue.

—Una historia digna de una novela negra— concluyó su compañero.

Durante unos instantes se hizo el silencio. El mismo camarero que le pidió que apagase el pitillo se acercó de nuevo para informarles de que estaban a punto de cerrar, y que por favor pagasen la cuenta y abandonasen el local. El inspector lanzó el dinero contra el plato de la cuenta, se encaminó hacia la salida y se detuvo a ver como aquel camarero se llevaba su sueldo.

—Esta es la última vez que hago una apuesta.
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lunes, 9 de julio de 2012

La princesa y el dragón

¡Feliz cumpleaños, Romy! xP

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La princesa observaba la cruenta batalla con temor. El caballero, armado sólo con su escudo y su espada, se enfrentaba sin miedo a aquel dragón rojo, que rugía y escupía fuego. El caballero esquivaba los ataques del animal, buscando el momento en el que hundir su acero en la carne del dragón. Se cubría con el escudo cuando la bestia le lanzaba su fuego, pero aquello no serviría siempre. Las llamas bailan a su alrededor.

Al fin, el dragón alzó la cabeza al cielo, dispuesto a quemar al caballero de una vez por todas. ¡Era su oportunidad! El caballero arrojó el escudo a un lado y se lanzó al ataque sujetando la espada con ambas manos. Trepó por el lomo del dragón y giró la espada en un tajo que debía ser capaz de cortarle el cuello. La espada se clavó en su carne, de donde el caballero no la pudo sacar.
La bestia, rugiendo con fuerza, lanzó al caballero contra las llamas de una brusca sacudida. El caballero gritó hasta que el fuego lo devoró. El dragón terminó con sus restos humeantes.

La princesa suspiró aliviada. Todo había acabado. Se subió al lomo del dragón, y juntos emprendieron el vuelo hacia la puesta de sol.
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domingo, 8 de julio de 2012

Alma en llamas, Capítulo VIII

Para la pobre @smallsadistic. La pobre lo echaba mucho de menos, por lo visto.
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Fragmento de “Memorias de nadie”, de Vincent Mazzola.


El eco de la guerra aún resonaba en los oscuros callejones de Santander aquella noche. Podía escucharlo desde mi portal. Ni un alma en la calle, sólo silencio. Salí. Escuché bajo mis pies el crujir de cristales rotos. Restos de un viejo jarrón que había volado por la ventana en el transcurso de una acalorada discusión. La que acababa de tener con mi mujer. Caminé, rehuyendo la luz, hasta aquel antro de mala muerte donde tenía la costumbre de ahogar las penas en whisky barato.

Allí lo encontré. Se hallaba enfrascado en una batalla con un vaso de tubo, que no parecía tener interés en secarse. Novato, sin duda. Los camareros de aquel bar que llevaban un par de meses trabajando sabían de sobra que un par de pasadas y el vaso estaba listo de nuevo para cualquier borracho, yo incluido. Respondía al nombre de Eduardo, aunque desde el primer día insistí en llamarlo “Martín”.

Me arrastré hasta la barra y respondí un brusco “Manhattan” al “¿qué le sirvo?” que me brindó aquel intento de camarero. Me reí con ganas de la cara que puso mientras balbuceaba que aquella bebida no la tenían. Le indiqué los ingredientes. Fue el coctel más insípido que me he llevado nunca a la boca.

Ayudado por el alcohol le conté todo lo que tenía en la cabeza. Martín me aguantó con una paciencia infinita. Pronto se dio cuenta de que odiaba ver el vaso vacío. A medida que iba bebiendo las palabras se atascaban más en mi lengua, dando forma a sonidos incomprensibles. Cuando me caí del taburete me llevó a casa.

—Es usted demasiado blando para ese lugar, Martín—dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para conseguir articular las palabras—. Deja ese lugar ahora que puedes.

Él simplemente sonrió y me dejó tumbado en el sofá.

Al día siguiente estaba ahí otra vez. Debo reconocer que pasaba mucho tiempo mirando fijamente el fondo de un vaso mientras este se iba vaciando.

—¿Ya está usted de vuelta?–saludó.

Le pedí lo mismo que la noche anterior. A juzgar por cómo sabía esta vez, deduje que había practicado mucho. Probablemente conmigo.

—No va a hacerme caso, ¿verdad?– pregunté.

—No—respondió—. El señor Bayón paga bien, y necesito el dinero.

—Nada justifica el que se quede aquí, ni todo el oro del mundo.

—Hay algo, créame.

Me contó que existía un “ella”. La llamó Lucía. Me dijo que había cometido la locura de pedirla matrimonio, y que ella había sido lo suficientemente inocente para aceptar. Habían comprado un pequeño piso en Cardenal Cisneros, donde vivían desde hacía unos meses.

—Ella viene de una buena familia—siguió—, así que trato de ganar el máximo dinero posible para que no note tanto cambio.

—¿Y por qué no le pide algo de dinero a su suegro?—pregunté.

—No voy a darle esa satisfacción—dijo—. Siempre pensó que yo no podría darle la vida que Lucía merecía, y voy a demostrarle que se equivoca.

Y allí lo dejé, frotando un vaso como si no hubiera mañana, mientras yo me alejaba de allí, tambaleándome. Él desoiría mis consejos y seguiría allí, día tras día.

Pronto ocurrió. Barón le encargó su primer “reparto”. Lo supe nada más entrar, había otro novato en la barra. Un inútil, presuntuoso, que pensaba que merecía estar en un lugar mejor que aquel. Cuando le pedí un Manhattan me espetó que allí no se servían mariconadas. Tras una retahíla de insultos, tuvo a bien informarme de que, o consumía o debía abandonar el establecimiento. Le dije que me pusiera lo que quiera. Dejó ante mí una cerveza, mal servida.

Llegó cerca de la media noche. Me encontró tirado sobre la barra, dormitando. Me despertó zarandeándome suavemente. Yo respondí tirándole los restos de la cerveza encima. Él, con una sonrisa en la cara, me cogió de los hombros y me levantó para llevarme a casa.

—¿Qué le ha obligado a hacer?—pregunté.

—Nada, esté tranquilo—contestó, lentamente—, y duérmase.

—Ha tardado mucho esta vez—seguí—. Al anterior le hizo su primer encargo a las dos semanas de entrar.

Silencio.

—Espero que no acabes como él. Aunque no me caía tan bien como tú—terminé.

Durante las siguientes semanas apenas lo vi, y si lo conseguía, apenas era más que un saludo de viejos amigos que se encuentran por la calle y tienen ambos algo mejor que hacer. Bueno, él tiene algo mejor que hacer, yo sólo retrasaba mi regreso a casa. Tres meses pasaron así.

Hasta que un día entré al bar, dispuesto a lidiar con aquel personaje que se llamaba así mismo barman. Como si por decir “camarero” en mil idiomas fuese a hacerlo mejor. Sin embargo, no tuve esa oportunidad. Él—ni me molesté en aprender su nombre— ya no estaba tras la barra. Supe lo que significaba al instante: Eduardo había sido “relevado”. La pena me acompañó durante los primeros tragos, después se fue. Como todo.

Con el tiempo dejé de bajar al bar. Curiosamente coincidió con el momento en el que mi casa se quedó vacía. Me acostumbré a pasar el día tirado sobre una butaca, al principio leyendo, y más tarde bebiendo mientras miraba por la ventana el paso del tiempo. Dormía allí mismo, y amanecía con la botella en la mano. Sólo me levantaba para comer, para pasarme por el baño y para reponer el alcohol cuando éste se acababa. Siempre sólo, nunca hubo visitas.

Por eso me extrañó que el timbre sonase aquella fría mañana de Febrero. Día quince, año mil novecientos cuarenta y uno. Tras varios meses de ausencia, era la primera vez que lo veía. Eduardo Martín llamaba a mi puerta.

Se sentó frente a mi butaca, en una incómoda silla de madera que él mismo trajo de la cocina. Me miró; sus ojos habían perdido su característico brillo, y con él, toda muestra de vida. Parecía que hubiese envejecido mil años, y que soportaba todo el peso del mundo sobre sus hombros.

—Huya—fue la primera palabra que salió de su boca.

Me quedé sentado, agitando la botella.

—¿No va a hacerme caso?

—No—respondí—, no necesito moverme de aquí.

—Debería.

—Puede, pero si usted me hubiera hecho caso en un principio, quizá nunca hubiéramos llegado a esta situación.

—Ni siquiera sabe en qué situación me encuentro—hundió la cara en sus manos.

—Pues cuéntemela.

—No va a creerme.

—Pruebe.

Como respuesta, dejó caer un libro. Cuidadosamente encuadernado, envuelto en cuero. A pesar de tener el aspecto propio del paso de los siglos, olía a nuevo. Lo ojeé. Decenas de historias distintas pasaron ante mis ojos, todas de autores distintos. El último de todos…

—¿Quién ha escrito esto?–pregunté.

—Sólo sé que el último capítulo salió de mi propia mano.

—¿Por qué…?

—No lo sé. Algo en mi interior me obligó. Ese… ser, esa sombría figura que me persigue, que nadie más alcanza a ver, me susurra al oído. Estoy seguro de que es él, sólo un ser tan frío como ese puede tener una voz tan tenebrosa. Hace estragos en mi cabeza. A veces, incluso logra que haga cosas…

—¿Y por qué no huye?

—Me persigue—dijo, muerto de miedo—, no me dejará escapar. Además, ahora no puedo. Temo que si yo me voy, el bebé ocupe mi lugar.

—¿Bebé?

Fue la primera vez desde que entró en la que algo parecido a una sonrisa se formó en su rostro.

—Nació esta madrugada.

Quise levantarme, darle la mano y la enhorabuena, pero ya volvía a ser aquel hombre al que la gabardina arrastraba. Se puso en pie, caminó vagamente hasta la puerta y se apoyó en el marco.

—Siga mi consejo—dijo antes de desaparecer.

No me moví de allí. No incluso cuando lo vi entrar en El Auspicio. No cuando comenzaron las llamas. Esperaba a que saliese para irme con él. Nunca tuve la ocasión.
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viernes, 6 de julio de 2012

Se ha escrito un crimen. Primera parte

Bien, esto es un extraño intento de darle algo de vida a esta cosa.

Esta entrada está narrada como si de un informe se tratase. La idea es tratarlo como si fuese un juego. Una víctima, 5 sospechosos, dios sabe cuantos investigadores. Gana el que diga el cómo y el quién en un comentario.

El ganador se llevará un aplauso general y una bolsa de pipas, o puede rechazarlo y elegir la caja sorpresa (¿?)

En un par de días, o así, el informe del forense y una parte de la investigación. ¿Quien se siente con suerte?
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Debido a un fallo en el sistema, el siguiente informe de la investigación está dañado, faltando partes importantes de la investigación. Se informó al inspector al cargo para que completase los datos que faltaban, quien retó al encargado del archivo a descubrir al asesino tan sólo con los datos que disponía, el archivo dañado y el cuaderno de notas.

En la mañana del seis de julio de 2012, Gabriel, el mayordomo de la casa, encontró a su señor, el doctor Gonzalo Matanza, muerto en su despacho cuando fue a llevarle el desayuno, tal y como éste le había pedido la noche anterior. El difunto estaba sentado en su sillón, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, cubierto por la sangre que se escapó del corte abierto en su cuello. La policía se personó a las siete y veintitrés de la mañana, tan sólo quince minutos después de la llamada, despertando de su profundo sueño a la asistenta Clara al llegar.

Un examen de las grabaciones de seguridad demostró que no fue un criminal externo a la casa, por lo que debió de ser una de las cinco personas que pasaron allí la noche. Por desgracia, el anciano doctor consideró que su intimidad valía más que su seguridad, negándose por ello a instalar cámaras en el interior del domicilio.

Se comenzó el interrogatorio con el propio Gabriel Barredo, quien llevaba 10 años al servicio del finado. Relató cómo los invitados se habían ido hacia las once a la cama tras una acalorada discusión y que el doctor había subido al despacho entonces, no sin antes pedir que le llevasen un café hacia las doce. Dicho café lo preparó Clara antes de retirarse a su habitación, y el mismo mayordomo se lo llevó. La víctima le pidió entonces que le sirviesen el desayuno exactamente a las siete y cuarto en ese mismo lugar, como cada mañana. Según Gabriel, el doctor estaba solo cuando se fue.

Lo siguiente fue hablar con el resto de los invitados. Eran 5 personas las que habían pasado la noche allí: los dos miembros del servicio, Gabriel y Clara, la ex-mujer del doctor, Areida Gallardo, el hijo de ambos, Miquel, y la segunda mujer del doctor, Laura Lorenzo. Todos afirmaron que, tras la discusión, cada uno de ellos se dirigió a sus respectivas habitaciones y no volvieron a salir hasta la llegada de la policía. Se adjunta una breve descripción tanto de la víctima como de los sospechosos en su correspondiente apartado del informe.

La escena del crimen estaba ordenada, no había signos de pelea. El despacho estaba abarrotado de cientos de libros de medicina, muchos de ellos con el nombre del doctor en el lomo. Contaba con dos cómodas butacas para los invitados, un sillón que conservaba la forma de la víctima y una mesa de roble que bien vale el salario anual de un inspector. Sobre esta se encontraban las notas sobre el próximo proyecto literario del doctor, la taza de café que había pedido aún por la mitad y el arma homicida clavada en la madera. El cuchillo tenía una hoja de sierra de acero inoxidable y un mango de madera labrada, una pieza de un juego de diez cuchillos que se guardaba en la cocina. Cualquiera tenía acceso.

El forense dictaminó que la muerte tuvo lugar en torno a las doce y media. La herida mortal era la abierta en el cuello, y presentaba ligeros signos de haberse defendido. Se llevaron el cadáver una vez finalizada la investigación preliminar.

De acuerdo con el informe forense, se administró un potente somnífero a la víctima. Tras analizar la taza de café se determinó que el somnífero había sido diluido en la bebida. Tanto la criada como el mayordomo desmintieron que añadiese el somnífero mientras lo preparaba, aunque ella sí que admitió que bebió del mismo.

No se encontraron huellas dactilares en el cuchillo.

El motivo de la reunión era simple. La víctima había decidido cambiar su testamento, en el que dejaba la mansión y una gran parte de su fortuna a su hijo, dinero más que suficiente para vivir cómodamente a los miembros del servicio y una cantidad envidiable a su ex-mujer. Su última voluntad dejaba ahora la mansión y una cuarta parte de la fortuna a su segunda esposa y un edificio pequeño y declarado en ruinas a su hijo. El resto se destinaba a estudios médicos, incluidos el cáncer y la enfermedad de Huntington.



ANEXOS

Lista de sospechosos:


•Gabriel Barredo, 34 años. Moreno, ojos oscuros, 1,76 metros de altura. Siempre mantiene la calma. Fue el último en ver a la víctima con vida.
•Miquel Matanza, 35 años. Moreno, ojos oscuros, 1,70 metros de altura. Muy temperamental, tiende a perder el control.
•Clara Castillo, 21 años. Rubia, ojos verdes, 1,56 metros. Tímida, muy nerviosa. Suele romper todo con lo que trabaja.
• Areida Gallardo, 63 años. Pelo blanco, ojos azules, 1,58 metros. Parece estar siempre fatigada. Se divorció de la víctima hace 18 años.
•Laura Lorenzo, 25 años. Morena, ojos oscuros, 1,61 metros. Antigua estudiante de medicina, dejó la carrera al conocer a la víctima. Llevan 2 años casados. Fácilmente irritable.

La víctima. Informe forense.

Gonzalo Matanza, de 65 años de edad. Casado dos veces, la primera con Areida Gallardo, con quien tuvo un hijo, Miquel Matanza. Se divorciaron en 1994. El segundo matrimonio tuvo lugar en 2010, tras 4 años de relación con Laura Lorenzo, antigua alumna de medicina, a la que conoció dando clases.

Se determinó la hora de la defunción a las 00:30 del 6 de Julio de 2012. Análisis posteriores no contradicen este hecho. La causa de la muerte, la herida abierta en el cuello. La víctima murió desangrada. Se encontraron pruebas que demuestran que la víctima se defendió, así como trazas de un potente somnífero en la sangre. Dicho somnífero fue recetado a la víctima por problemas de insomnio, tarda entre 10 y 15 minutos en hacer efecto desde la ingesta, y proporciona un sueño profundo de 8 a 10 horas.

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lunes, 7 de mayo de 2012

Miss

Para el amor de mi vida

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Aparecía con esa risa suya que a mis oídos les parecía música, siempre lejos de donde mis ojos pudieran siquiera ver su figura borrosa. Me cogía de la mano, y al mirar no estaba. Su tacto se mantenía en mi piel durante horas, segundos, siglos. No era sino su deseo a quien mi cuerpo rendía pleitesía.

La primera vez se escapaba de una clase a la que yo entraba. Su mirada de cielo. La fugaz visión desapareció con un parpadeo, su risa me acompañó durante aquel sueño. Su letra ocupaba mi mesa; pulcra caligrafía trabajada una y otra vez hasta alcanzar aquel grado de perfección. Un mensaje que sólo yo podría entender.

Idiota.

La segunda fue en el campo de batalla. El calor calentaba mi armadura, el sudor fluía bajo la cota de malla. La espada se hacía más pesada con cada gota de sangre. Su pelo dorado resplandecía bajo un sol de tormenta que ninguna nube podía ocultar. El acero se rompía antes de tocarla, los hombres se apartaban de su camino con una mueca de asombro y miedo. Se acercó a mí, sonriendo. Sostuvo mi rostro entre sus manos mientras me veía morir.

Levántate.

La tercera fue en el cielo. El aire cortaba, la tierra crecía. Mi cuerpo se estremecía, mi mente era un mar en calma. Alas blancas agitándose en un revuelo de plumas, la suave canción de un cascabel. Unas manos delicadas que pararon mi caída. Un suave susurro al oído.

Te quiero.

La última fue real. Ella, vestida con un traje de sueños. Sus ojos azules en los míos, su pelo rubio cayendo sobre su espalda como un mar dorado, su cascabel sobre la piel de nieve. Un suave beso, una palabra.

Adiós.
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viernes, 30 de marzo de 2012

Silencio

Otro microrelato, escrito esta vez para un concurso.

Por cierto, que acaban de llamarme. ¡Esto ha ganado el 1º premio! xD

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Un parpadeo. La biblioteca estaba sumida en un silencio sepulcral, roto únicamente por el ruido de las hojas. En la calma, hasta el abrir de una puerta resulta molesto. Así apareció ella, envuelta en perfume. Tacones más altos que el Everest la levantaban del suelo. El eco de sus pasos, un taladro infernal en mis oídos. Caminó de un lado a otro rodeada de miradas asesinas.

Un parpadeo. Me abalanzaba sobre ella, cuchillo en mano, antes de que diese un paso más. En un suspiro caía muerta sobre su propia sangre; todo volvía a la calma.

Un parpadeo. La tenía centrada en el punto de mira. Un disparo, ruido ensordecedor, otro de un cuerpo cayendo. Silencio de nuevo.

Un parpadeo. Ella sigue caminando, una sonrisa, se sienta a su lado. Ríen. Alguien les rocía con gasolina, otro les prende fuego.

Un parpadeo. Ruido de tacones. Se van juntos. Silencio.
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martes, 28 de febrero de 2012

No es buena idea desayunar huevos de dragón

La biblioteca de mi universidad celebra un concurso de microrelatos, 200 euros le dan al ganador. Me lancé a escribir sin leer las bases y resulta que... tienen que estar basados en la biblioteca xD.

Así que aquí me encuentro, con un relato de 150 palabras. Clavadas. "¿Y qué hago con esto? Pues al blog". Incluso me planteé organizar un concurso, pero... ¿Para qué, si nadie lo lee?

Pues ala, que esto dura menos que lo que se tarda en pelar una pipa.
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Estaba oscuro. Sólo un punto brillante en la lejanía. El eco de sus pasos, una gota de agua cayendo eran su única compañía. Un rugido ensordecedor, una lengua de fuego y él volvía a correr. No quería repetir la experiencia. El aliento de dragón aún le inundaba la nariz. Las dragonas tienen poca paciencia cuando se trata de sus huevos, y aquella menos. No atendía a razones.

—Le dije a mi señor que era imposible desayunar huevos de dragón—maldijo—, pero no me escuchó.

La cueva se volvía estrecha por momentos. Gateó hasta que le fue imposible, no había suelo bajo sus pies. Tenía que trepar si quería vivir. La dragona se puso de pie. La nueva lengua de fuego le lamió el cuerpo, la llamarada lo abrazó. Él cayó al fondo, su carne quemada hasta los huesos. A la dragona le gustaba cocinar sus presas en su estómago.
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jueves, 2 de febrero de 2012

Goodbye, my lover

Basado en la canción de James Blaunt de título homónimo

Para la mujer que lo fue todo; mi Isabella, mi Cristina, mi Penélope, mi Marina.
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Te imagino aquí, de pie,
mirando al mundo a través de la ventana.
Mis brazos rodean tu cintura
un lazo que no quiero soltar.
Tus manos atrapan las mías,
las guían por un viaje sobre tu cuerpo
cuyo final nunca ha de llegar.
Ladeas la cabeza,
me miras de reojo con una sonrisa a medias.
Y yo me río;
me creía tu rey,
no era más que tu esclavo,
suplicante por un nuevo roce de tus labios.

Te desnudé por última vez
antes de que te fueras de aquí;
a la otra punta del mundo,
tan lejos de mí.
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miércoles, 18 de enero de 2012

Alma en llamas, Capítulo VII

Quizá alguien reconozca algunos fragmentos de lo que aquí aparece. Podeis pensar que todo aquello que aparece en este blog, cada entrada, cada punto y cada palabra, no es más que una práctica para que esta historia llegue a su final de la mejor forma que puedo darle

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Me encontré a mí mismo en el Somorrostro. Fue un viernes, una semana después de haberme quedado plantado frente al piso de Marina. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni me interesaba. Como tampoco me importaban cada uno de los siete días que habían pasado desde entonces. Subí cada uno de los escalones hasta el tercer piso, sin saltarme ni uno solo. El sonido de la madera, que crujía bajo mis pies, fue lo único que me acompañó en mi ascenso.

Dos semanas después del incendio ya no quedaba nada de interés allí. La puerta del tercero derecha se había visto reducida a poco más de un palmo de madera sujeto de una bisagra. Todo el piso desprendía un fuerte olor a humo. El interior estaba sumido en la penumbra, iluminado tan solo por la luz que se escapaba del salón. Caminé hasta esa habitación, arrastrando la mano por la pared quemada. Encontré un sofá, un armario comido por las llamas y restos de madera agrupados en dos sitios, sobre los cojines y en el centro de la estancia. Eran las cenizas de un fuego. Todo estaba igual que en mi sueño. Incluso reconocí algunas de las figuras de porcelana.

El sofá cedió cuando me dejé caer sobre él. Me llevé las manos a la cabeza. ¿Cuándo había estado yo en aquel lugar? Por más que pensaba, no encontré una relación. O quizá no lograba recordarlo. Me tumbé, mirando al techo. Suspiré. Cerré los ojos.

La madera del suelo crujió. El viento hacía ondear las cortinas, o lo que quedaba de ellas. El ruido se repitió en lo más profundo del piso. Yo seguía allí, tirado sobre el sofá, con una mano en la frente y mirando al techo. Según mi reloj, me había dormido unos veinte minutos. Mi cabeza seguía en el mundo de los sueños. Intenté levantarme. Y entonces el suelo crujió otra vez. Y una más. La siguiente precedió a un fuerte golpe. Eran los pasos de alguien, que había entrado mientras dormía y ahora se dedicaba a registrar el piso.

Caminé hacia el origen de aquellos ruidos, haciendo caso omiso a aquella prudente voz que me gritaba desde lo más profundo de mi ser. “Vete”, decía. Una parte de mí sabía que era peligroso, que lo más probable es que fuese un ladrón buscando algo de valor. Sin embargo, me poseía una curiosidad insaciable, una fuerza en mi interior que tiraba de mí. Me obligaba a ver aquella escena.

La habitación estaba sumida en la penumbra, como prácticamente todo aquel apartamento. Un gran colchón, completamente rajado, cubría la ventana. Los cajones de una cómoda, y su contenido, se hallaban en el suelo, rotos por la fuerza del impacto. El armario estaba abierto de par en par; la ropa volaba desde su interior. Reconocí una figura entre las sombras, buscando entre las prendas. Al fin, el miedo venció a la curiosidad en justo combate. La voz prudente tomó el mando. “Hora de largarse”, dijo. Y yo, obediente, di un paso atrás.

La madera crujió bajo mi pie. La figura se incorporó. Cerró la puerta que ocultaba la mayor parte de su persona a mis ojos. Me miró.
Eran azules, y tenían un mirar frio que quemaba la piel. Aquellos ojos se clavaron en mí, y no me perdieron de vista ni un segundo desde entonces, incluso cuando él no estaba presente. Brillaban en la penumbra; era lo único visible. Alargó la mano hacia mí. Me eché hacia atrás hasta que mi espalda dio contra la pared. Entonces corrí, sin rumbo. Buscando donde esconderme.

Acabé en la cocina. Agudicé el oído. Escuché cómo caminaba, cómo se acercaba. Abrí armarios, cajones. Encontré un cuchillo, con una hoja tan larga como mi antebrazo. Lo cogí con las dos manos y lo puse entre mi persona y la puerta.

Una mano enguantada se posó en el marco. Apareció una figura, oculta bajo una gabardina y un sombrero de ala ancha que parecían creados a partir de la misma oscuridad. Sólo sus ojos eran visibles. Me fijé en su mano, con la cual sujetaba un objeto que desprendía un brillo rojizo. No pude distinguir de qué se trataba.

Me miró durante una eternidad sin moverse del umbral de la puerta. Me evaluaba. Sólo cuando estuvo satisfecho se abalanzó sobre mí. Alcé el cuchillo, cerré los ojos.
Esperé durante un minuto, conteniendo el aliento. Conté cada uno de los segundos que tuve los ojos cerrados. Supuse que habría un golpe, una mano o un grito. No hubo nada de eso. Reuní el valor para mirar la escena. La figura se había ido. Aquel acto llegó a su final.

Dejé caer el cuchillo. La hoja atravesó la madera por completo, ocultando el metal en el suelo. Me temblaba todo el cuerpo. Con un esfuerzo titánico di un paso. El siguiente vino solo. Antes de darme cuenta, estaba corriendo escaleras abajo, tratando de poner al mundo entre aquel hombre y yo. Salí a la calle. Miré a mi alrededor. Lo buscaba, para huir de él en dirección contraria. No lo pude ver. Sin embargo, sentía su mirada en mi espalda, acechante. Eché a andar sin rumbo fijo, examinando con detenimiento a todo aquel con el que me cruzaba. Ninguno tenía aquellos fríos ojos. Me relajé un poco; “nadie tiene el poder para ver a través de los objetos”, me dije. Así me convencí de que aquella sensación no la causaba otra cosa a parte del miedo.

La poca confianza que había reunido se esfumó al instante. Porque allí mismo, frente a mí, estaba Marina. Me vi. Sonrió, como cada vez que nos encontrábamos. Igual que siempre y a la misma vez ligeramente distinto. Se acercó a mí. Yo estaba paralizado.

—Hola— saludó.

Sentí cómo la extraña sensación se intensificaba y, al instante, perdía fuerza. Como si la figura hubiese visto aumentado su interés en mí, para luego pasar a fijarse en otra persona. En Marina, quien miraba alrededor buscando algo o a alguien. La cogí de la mano y tiré de ella. No la solté hasta que nos alejamos lo suficiente como para no sentir que cada uno de mis movimientos era observado.



—He estado pensando— dijo al cabo de un rato.

—¿En qué?

—En lo que pasó hace unas semanas.

—¿Y has llegado a alguna conclusión?— pregunté.

Ella se hizo esperar. Dio dos grandes zancadas, se paró delante de mí y se giró.

—Ninguna— respondió sonriendo.

Me reí, y con más ganas al ver su expresión de falso enfado. Las carcajadas cesaron cuando ella me pellizcó el brazo.

—¡Au! Eso duele.

—Eso te pasa por reírte de una princesa— contestó ella.

—¿Y dónde está tal princesa?—Ella se señaló a sí misma. Me reí por dentro mientras hacía una reverencia— Disculpadme, pues, mi señora, pues desconocía vuestro… linaje.

—Que no vuelva a repetirse.

Estábamos en el paseo de Pereda. Nunca supe por qué, pero siempre acabábamos junto al mar. Es lo que tiene vivir rodeado por él, a sabiendas de que hoy puede estar tranquilo y mañana amenazar con tragarte. Aquel día, Marina se sentó al borde del agua, cuya superficie estaba totalmente en calma. En mi interior se formaba una tormenta.

—Lo echo de menos—dijo.

Me senté a su lado, sin decir nada. No tenía nada que decir al respecto. Tan solo esperé, en silencio.

—Recuerdo que, cuando era pequeña—siguió— y el abuelo venía a casa, siempre iba a mi habitación conmigo y me contaba un cuento. Siempre el mismo.

—¿Cuál era?—pregunté.

—No tiene título. Lo escribió él. Hace mucho que no lo escucho, y hasta hace poco no me acordaba de él. Pero la semana pasada fuimos a su piso, a recoger sus cosas. Encontré un viejo cuaderno, en el que mi abuelo escribió un puñado de historias. Entre ellas estaba ese cuento.

—¿Me lo cuentas?

—¿En serio? Nunca imaginé que te gustasen las historias para niños.

—¿Por qué no? Soy un devorador de libros. Y hay cuentos infantiles que son geniales.

—Muy bien—accedió—. Aquí va. Hace ya mucho tiempo, había un pueblo en lo alto de un acantilado al borde del mar. En lo más alto, un niño pequeño llamado Vincent salía cada mañana a jugar con su mejor amiga. Se encontraban siempre en el punto más alto. Siempre llegaba él primero, y esperaba mirando la luz del sol reflejada en el agua, jugando con su pelo negro. La niña siempre llegaba y saludaba con su dulce voz cantarina.

—¿Y la niña no tiene nombre?—interrumpí.

—Paciencia, lo bueno se hace esperar—me contestó con una sonrisa–. Entonces Vincent se levantaba e iban a jugar. Todo el día, hasta que se ponía el sol. Entonces se despedían, prometiendo que se encontrarían a la mañana siguiente en el mismo lugar. Pero un día, la niña no apareció. Vincent la esperó todo el tiempo, sentado al borde del acantilado, escuchando atentamente por si la oía llegar. Así volvió una y otra y otra vez. Pero la niña no regresó a aquel lugar.

“Pasaron los años y Vincent creció. Con el tiempo, llegó a olvidar a aquella niña con la que tanto había jugado. Vincent hizo nuevos amigos, vivió nuevas aventuras. Pero un día, o mejor dicho una noche, tuvo un sueño. En él se veía a una chica, que le sonreía. Vincent gritó, pero no le respondió. La chica sólo se quedaba quieta, sonriendo. Entonces Vincent corrió, intentando alcanzarla. Y cuando la tuvo cerca de su mano, despertó. Siete noches seguidas se repitió ese sueño. A la mañana del séptimo día, Vincent se decidió. Se había acordado de que una vez, hace ya mucho, una niña como ella fue su amiga. No lograba recordar su nombre. Cogió una mochila y partió en busca de aquella chica.”

—Vivió muchas aventuras—dijo Marina—, pero nos las saltaremos.

—¿Por qué?

—Siempre le hacía la misma pregunta. Me respondió todas las veces “Tranquila, ahora viene lo mejor”.

“Un día al fin alcanzó su meta. Se trataba de un pueblo, parecido al suyo, al borde del acantilado. Guiado por una corazonada, Vincent subió a lo más alto. No había nada. Se quedó allí sentado, mirando al mar, toda la noche. Hasta que amaneció.

El silencio de la mañana se vio interrumpido por una canción. Vincent se levantó. Se encontró frente a una chica. Ella lo miraba extrañada. Luego sonrió.

—Te he estado esperando mucho—dijo la chica.

Y entonces Vincent recordó su nombre.”

—¿Y cuál era?

—Eso depende de quién escuche la historia.

Lo entendí a medias. Marina me miraba fijamente. Sonreía, con la boca y los ojos. Una cálida sensación me recorrió el cuerpo. Y supe que el nombre de aquella chica era el mismo que el de la dueña de los labios que estaba besando.





Acompañé a Marina a su casa, en parte por pasar tiempo con ella y en parte por querer protegerla hasta que llegase a un lugar seguro. “¿Protegerla de qué?”, me preguntaba. Algo en mi interior me decía que, si se cumplían mis temores, ni siquiera podría ponerme a salvo a mí mismo. Ella me hablaba de su abuelo, de lo mucho que lo echaba de menos. Yo me limitaba a asentir, maldiciéndome por ser tan cobarde.

—…y también escribió un fragmento de una novela, transcurrida en Santander.

—¿Ah, sí?—pregunté, distraído.

—Sí—respondió—. Trata sobre un hombre atormentado, que acaba quemando la ciudad. Me sorprende que él escribiera eso, no pega con el resto.

—Ya…—entonces mi cerebro procesó lo que Marina acababa de decir. Salí de mi mundo interior, empujado por la idea de que aquella historia fuese la que yo necesitaba— ¿Qué acabas de decir?

—Que no tiene el mismo estilo que las otras historias…

—No, eso no, lo otro. La trama de la historia.

—Pues que habla de un hombre loco, de un libro y del incendio de Santander de hace dieciséis años. ¿Me escuchas cuando te hablo?

—¿Puedo verlo?

—¿Por qué tienes tanto interés?— Preguntó ella.

Me detuve. Por un instante me vi a mi mismo contándole lo que me estaba pasando. Quise hablarle del libro, de aquel misterioso personaje que parecía surgido de una novela de misterio con el que me cruzaba y me observaba, de mis pesadillas… Porque para entonces ya habían empezado a sucederse, noche tras noche. Me despertaba en la cama, empapado en sudor. A veces las manos me apestaban a humo. Descubrí que esas veces coincidían con las fechas de los recientes incendios de Santander.

Incluso creí que yo era el causante de que las llamas devorasen la ciudad.

Pero me detuve a tiempo, justo cuando mis palabras alcanzaban la punta de mi lengua. Pude darles una forma distinta, hacer que perdiesen todo significado.

—No lo sé—dije, simplemente—, sólo quiero verlo.
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