domingo, 5 de junio de 2011

Alma en llamas. Capítulo V



Entre aquella noche y la siguiente vez que vi a Marina, pasaron dos semanas. En ese tiempo comenzó a correr un extraño rumor. Se decía que un hombre, ataviado con gabardina y sobrero oscuros, recorría las calles de Santander al amparo de las sombras para prender fuego a los lugares que, en vida, aquel hombre había sufrido. Al margen de la extraña historia, sí que era cierto que recientemente había aumentado el número de incendios en la ciudad.

Lo cierto es que el asunto era el tema estrella en clase. Se comentaba entre susurros, perfectamente audibles, en cualquier clase. Y eso a nuestros profesores, especialmente al señor Montero, no les hacía ninguna gracia.

—¿De qué hablarán?—pregunté a David, el primer día en que se dio esta situación.

—¿No os habéis enterado?—dijo una voz a nuestra espalda, Miguel, pasándonos un periódico bajo la mesa. Mientras lo cogía, pude ver con claridad como David negaba con la cabeza.

“Arde el Somorrostro”, rezaba un gran titular sobre una imagen en blanco y negro del edificio, aún humeante. Examiné el artículo con atención. En él explicaba cómo una vecina, tras detectar el humo que se escapaba por las rendijas de la puerta del 3º derecha, avisó a los bomberos. Éstos encontraron dentro al propietario, Ignacio Salas, atado y amordazado a una de sus propias sillas. El cuerpo del señor Salas había ardido por completo. Era la única víctima, su mujer había salido con unas amigas suyas. La policía descartó el robo al encontrar las joyas de su esposa, completamente calcinadas.

—¿Tú sabías esto?

—Claro que sí—dijo David—, pero si llego a decírtelo me habrías arrastrado hasta allí.

—Que bien me conoces.

Le iba a decir que iríamos al terminar las clases cuando el señor Montero intervino en nuestra conversación, arrebatándome el diario.

—Veremos lo mucho que os habéis enterado de la guerra civil cuando el viernes que viene entreguéis una redacción de veinte páginas —Dijo con voz potente, haciéndose escuchar por encima del bullicio.

La calle del Somorrostro estaba abarrotada. No nos costó mucho averiguar cuál era la casa, delante de la cual se congregaban los curiosos.

—Dicen que lo torturaron… —Susurraba una maruja a su vecina.

—Pues yo he oído que lo hizo él mismo —respondía esta.

—Si tenemos que fiarnos de los rumores vamos a tener un poco crudo averiguar algo, ¿no crees? — Rió David.

Sonreí por el comentario mientras alzaba la vista, buscando el lugar en el que se concentraban todas las miradas. Aún salía humo de las ventanas del tercer piso. Aprovechando la distracción, nos colamos entre el gentío, hasta dar con una barrera policial.

—Múltiples quemaduras… de segundo y tercer grado. Asfixia por inhalación del humo—Escuché, entre el tumulto de voces.

—Si no fuera por las cuerdas, bien podría ser un accidente —Decía otra voz—. ¿Es el señor Salas?

—Sí —respondió la primera voz—. Y el hijo de puta que se lo cargó le dejó puesto el Lacrimosa de Mozart.

—¿El “Lacrimosa”?—Pregunté a David.

—Un réquiem—contestó—. Irónicamente apropiado.

La policía abrió paso. Pude ver como entre dos hombres tomaban una camilla, cubierta por una sábana en la que se notaban los rasgos de un cuerpo y la llevaban hasta un furgón. Una mano agarró la tela, que se cayó con suavidad, y el cadáver quedó a la vista. La multitud ahogó un grito. Escuché los flashes de algunas cámaras fotográficas. Nadie apartó la mirada del cuerpo durante el tiempo que duró el macabro espectáculo. Ni yo pude apartar la mirada de aquellos restos calcinados.

Las fuerzas del orden disolvieron al gentío, con mucha dificultad. Con el fin del entretenimiento, David y yo nos fuimos. Él tuvo que convencerme de que no podría entrar en aquel piso, que nadie, empezando por él mismo, me lo iba a permitir. Me reí con ganas.

Pese a la insistencia por parte de mi amigo de que dejase correr el asunto, seguí muy de cerca los incendios que acontecieron en las dos últimas semanas de un helado Febrero. Conocía cada rumor, cada hecho relacionado con el caso. Aunque la gran mayoría de las cosas que llegaban a mis oídos tenían ciertos rasgos de novela barata. David no veía con buenos ojos lo que catalogaba como una malsana obsesión. Yo hacía como que escuchaba sus reproches. Normalmente me preguntaba por qué lo hacía. No sabía responderle.

El primer día de Marzo fue un tanto extraño. Un hombre, no, mejor dicho, una bestia se coló en lo más profundo de mis pensamientos. Aquel día me desperté sobresaltado. A penas eran las cuatro y veinte de la madrugada, pero creí conveniente aclarar mi mente. Salí al balcón pero no me fue suficiente. Me ahogaba en el sudor emanado aquella noche y no podía soportar su hedor. Mi hedor, mejor dicho. Apestaba a humo.

Lo sentí durante todo el día. Aquellos ojos azules, cargados de furia, apoyados a la perpetuidad en mi espalda. Vi al ser de mis sueños de nuevo en cada sombra de la calle. Me perseguía, temiendo que escapase. Le pertenecía. Así lo decía su mano, que sólo yo podía ver.

Le conté a David lo que me ocurría. La expresión de total felicidad que traía se transformó en una sombría mueca.

—Usted está mentalmente incapacitado, señor Valverde—dijo, con su voz más tétrica—. Se está volviendo loco.

—Váyase usted a la mierda, doctor—le espeté.

David se rió con ganas hasta que entró el señor Montero.

—Valverde, Monleón—nos dijo, a modo de saludo—, quiero vuestro trabajo sobre la guerra civil sobre mi mesa.

Abrí la mochila y busqué el trabajo, mientras David se lo llevaba. Saqué el estuche, cuadernos, libros… Busqué en cada bolsillo, entre cada página. No estaba. De pronto recordé dónde lo había dejado. Estaba sobre la cama.

—Señor Montero—comencé—, me lo he dejado en casa.

—Bueno, no importa. Puedes hacerlo otra vez esta tarde, al salir de clase.

—O podría ir a casa a buscarlo y traérselo en un momento.

—Prefiero mi idea, Valverde.

Me dejé caer sobre la silla. Hacer ese trabajo me había llevado tres tardes enteras, ¿cómo iba a repetirlo entero en una sola? David volvía de su paseo a la mesa del profesor. Le miré a los ojos. Él, moviendo la cabeza de forma imperceptible, asintió. Mientras Montero comenzaba con la lección escribí una nota. “Sobre la cama, en mi habitación”.

Pese a que los rallos del sol impactaban sobre la biblioteca durante toda la mañana, la cavernosa estancia permanecía siempre helada. Una capa de polvo cubría los libros. Entré, quedando envuelto en un perpetuo silencio, sólo roto por el ruido que hizo la silla cuando la arrastré. Nadie protestó. De hecho, no había nadie más que pudiera oírme.

Me senté, dejando caer mis libros. Bostecé. Pasé las hojas sin prestar mucha atención. Comencé a escribir las pocas palabras que recordaba de mi redacción. El recurso pronto se agotó. Busqué otro volumen, intentando encontrar algo que copiar. El texto de me hizo largo y monótono. Los párpados me pesaban. Traté por todos los medios de mantenerme despierto, pero no pude. Pronto mi cabeza se cayó sobre el libro.

1 comentario:

TaMy* dijo...

toma victor una galleta