martes, 30 de noviembre de 2010

Hoguera

Retazos de una pesadilla.

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Los rayos del sol del mediodía me cegaban. Frente a mí se congregaba la gente, esperando el inicio del espectáculo. A mi lado un hombre, vestido con una sotana negra, contemplaba desde lo alto de la plataforma la multitud. Un segundo antes me había mirado, sus ojos negros clavados en los míos, una sonrisa maliciosa en el rostro.

—Debes alegrarte— me dijo—. Eres de los pocos afortunados a los cuales se les organiza una función para ellos solos.

Yo intenté liberarme, sin éxito. Aquellas cuerdas eran muy resistentes. Estaba atado a un tronco que se alzaba sobre una montaña de madera. Una pira. Y aquel bastardo de Dios se burlaba de mí en mis últimos momentos. Él mismo se había encargado de mis interrogatorios en las cárceles secretas de la Inquisición. Su oscura mirada delataba el odio que me profesaba.

Mi calvario había empezado—según mis cálculos— hacía una semana. Me había despertado tirado en una fría y oscura celda. Golpeé la puerta, grité que era un error, que no había hecho nada malo, hasta que me quedé sin fuerzas. Nadie vino. Una eternidad después la puerta se abrió. Dos hombres me cogieron por los brazos y me arrastraron sin ningún cuidado. Me lanzaron al interior de otra habitación, iluminada por la luz de una vela. Se apoyaba sobre una mesa, junto a la cual encontré una silla. Sentado allí esperé de nuevo, evitando mirar el tercer mueble de la estancia.

Aquella fue la primera vez que lo vi. Monseñor Lucio vestía, como siempre, una túnica negra. Tenía el rostro marcado por las arrugas, y el poco pelo que le quedaba era cano. Y sin embargo en sus ojos brillaba un fuego perenne. Entró, haciendo caso omiso de mi presencia hasta que se fijó en que ocupaba la única silla de la sala. Me derribó de una patada, la colocó y se sentó. A su lado se situó alguien a quien mis ojos no alcanzaban a ver del todo, tan sólo el sombrero de ala ancha que llevaba.

— ¿Es usted Marco de la Rosa?—preguntó.

Traté de levantarme apoyándome en la pared. Algo en mi interior no quería estar por debajo de alguien como él. Abrí la boca para responder, cuando me di cuenta de algo.

—No lo sé—respondí.

Su ilustrísima simplemente se rió ante mi respuesta. Le hizo un gesto con la mano a su acompañante, que se inclinó. Pese a estar junto al foco de luz no fui capaz de ver su rostro. Susurró algo, y abandonó la estancia. El otro se incorporó, sonriendo. Sus dientes brillaban en la oscuridad. Me propinó una patada en el estómago. Me doblé por el dolor. Entonces volvió a arremeter, descargando un golpe en mi cabeza que me lanzó al suelo. Después me levantó, dejándome caer sin cuidado sobre una tabla. En mis muñecas y tobillos se cerraron unos grilletes. Luego escuché cómo giraba una rueda, y comenzó mi tormento. Cuando Monseñor Lucio regresó, mi brazo derecho estaba totalmente desencajado, y no sentía las piernas.

— ¿Eres ahora Marco de la Rosa? —inquirió de nuevo, riendo.

Respondí lo mismo que la vez anterior y las veces siguientes. Tras cada sesión de tortura me repetía la pregunta, obteniendo siempre la misma réplica. Él simplemente reía, iniciando después un nuevo martirio. Hasta que, al interrogarme, le escupí en la cara. Se limpió con la capa de su lacayo y dijo:

—Es culpable.

De nuevo sonrió el del sombrero. Cargó conmigo con facilidad y me lanzó al interior de un carro. No tenía forma alguna de ver a dónde me llevaban. Mis temores eran ciertos. Al bajar me encontré el tronco que llevaba mi nombre. Y poco después, a la multitud inquieta, esperando un buen espectáculo.

— ¿Tus últimas palabras?—rió Monseñor.

Alcé la vista, mirando al pueblo con todo mi odio. Ansié que se incendiase el pueblo, que murieran todos. Deseé con todas mis fuerzas ver arder a aquel por cuya mano me habían condenado a la hoguera.

— ¡Escóndete! —grité— ¡No te atrevas a dar la cara! ¡Te aseguro que descubriré quién eres, y volveré de la tumba para llevarte conmigo!

El pueblo se mofó de mí. Pronto se hizo el fuego. Las llamas quemaban mi cuerpo sin hacerme daño. Mi fin estaba próximo. Nada iba a salvarme ya. El viento se llevaba las cenizas de lo que antes habían sido mis piernas. Lentamente perdía el cuerpo. Y, justo antes de exhalar mi último aliento, la vi. Del cielo caía una rosa roja de tallo plateado.
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viernes, 26 de noviembre de 2010

Rosa plateada

Al fin he logrado darle un uso apropiado a ciertas lineas que escribí hace poco.
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Ella, enfundada en un vestido que terminaba antes de llegar a las rodillas, con las piernas cruzadas y una mano sobre el regazo, me miraba divertida, sentada en un trono que presidía aquella cavernosa estancia. Sostenía una flor única, una rosa roja de tallo plateado, con la que ocultaba la sonrisa que blandía sin apartar sus ojos azules de los míos. Su pelo rubio caía sobre sus hombros y espalda, los cuales aquella fina tela dejaba al descubierto.

Estaba solo con aquella mujer en una sala amplia, circular, con un gran número de columnas formando una rueda. Se iluminaba por el perenne fuego de una enorme lámpara de araña, colgada de un techo tan alto que ni las llamas alcanzaban a alumbrarlo. Intenté recordar cómo había llegado allí. No pude. Tampoco pude rememorar nada anterior a encontrarme frente a esa figura escapada de un cuadro renacentista. Parecía que había nacido en ese mismo instante, por obra de aquella mujer. Di un paso hacia ella.

— ¿Dónde estoy? —Pregunté.

Me respondió con un gesto de su mano. Me detuve al instante. La mujer se puso de pie. Lanzó la rosa, que quedó clavada a apenas unos metros de mí. Su sonrisa era ahora completamente visible, me asustaba y hechizaba al mismo tiempo. Alzó el brazo, dando comienzo a lo que ella llamó “la prueba”.

Ante mí apareció una criatura monstruosa. Su cabeza recordaba a la de un toro, sin ser tal. El cuerpo era el de un león, y se alzaba sobre las patas de un caballo. Los brazos parecían humanos, aunque cubiertos de pelo; cada uno de ellos era más grande que mi cuerpo entero. En la cola silbaba una serpiente, y de su espalda nacían dos grandes alas de plumas negras. Esta imagen me paralizó por completo. Al reparar en mi presencia rugió, exhalando fuego a su vez. Extendió hacia mí una enorme mano, intentando atraparme. Lo esquivé en el último segundo, tras recuperar la movilidad. Sin darme tiempo a reaccionar atacó otra vez, lanzándome contra la pared y rompiendo una columna de paso. Sus ojos inyectados en sangre no dejaban de mirarme. Los míos recorrían la estancia, buscando un lugar donde huir, algo con lo que defenderme. Vi que algo brillaba en el suelo.

Me fijé en la flor clavada en el centro de la habitación, la cual no era ya una rosa. El tallo plateado se había transformado en una espada, en cuyo filo se reflejaba la luz del fuego. En la empuñadura, una piedra con forma de capullo resplandecía con un leve fulgor. Un rubí. Me lancé a la desesperada, evitando como pude los golpes que lanzaba y que pasaban a escasos centímetros de mi cabeza. Pude cogerla. La hoja era ligera. La interpuse entre la bestia y yo. El monstruo miraba mi acero como si se tratase de un palillo de dientes.

La criatura exhaló fuego de nuevo. No tenía dónde esconderme. Estaba de nuevo paralizado, viendo a cámara lenta como las llamas se acercaban a mí. Cerré los ojos, esperando una muerte certera. Ésta no llegaba. Reuniendo el poco valor que me quedaba, los abrí de nuevo. No había ni humo no fuego, sólo un intenso fulgor proveniente del rubí. La empuñadura ardía, sin causar dolor. La agité, liberando el incendio que había devorado. La bestia rugió de dolor. Cayó al suelo. Sin darle tiempo a levantarse trepé por su pecho, hundiendo el acero en él. Un nuevo bramido cruzó el aire. El monstruo expiró.

Me giré. La dama aplaudía, radiante. Me acerqué a ella, arrodillándome al llegar. Requirió mi espada, la cual apoyó sobre mis hombros.

—A partir de hoy—dijo—, serás mi paladín.
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martes, 2 de noviembre de 2010

Portador de calamidades

Espada maldecida, temida por miles.

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Resuena el eco de gritos agonizantes en mi cabeza.
Cientos de cuerpos caen a mi alrededor.
Su sangre da color a mi espada,
segadora de vidas sin compasión
Ángel caído, me llaman.
Niego la comparación.
De espíritu tengo poco,
tan sólo blando la destrucción.

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