domingo, 30 de enero de 2011

John

Has elegido una mala noche...


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John caminaba por la calle, con un vaso de cerveza en la mano. Se alejaba de la zona de fiesta en aquella noche cerrada, ideal para el robo. Aquella panda de críos que necesitaban sentirse mayores más que el aire no se esperaban que nadie metiese la mano en sus bolsillos y se llevase todo aquello de valor. Y ni siquiera tenía que esforzarse, los mocosos se emborrachaban tanto que era un trabajo fácil. Cuando estuvo a una distancia prudencial, se detuvo en un portal a contar el dinero.

Había sido una buena noche. Tenía una gran cantidad de dinero en las manos. Reunió todas las carteras que se había llevado y las tiró a un contenedor cercano. Después, se terminó la cerveza de un trago y se encaminó a casa. El amanecer estaba cerca. Dormiría unas cuantas horas al llegar, y al día siguiente se gastaría las ganancias. John se rió. ¡Era prácticamente imposible ganar tanto en una sola noche!

O quizá no…

John se detuvo. Oía voces, provenientes de un callejón oscuro. Se acercó. En él había tres personas, dos hombres y una mujer. Ella estaba sentada en el suelo, espalda contra la pared. Parecía dormir plácidamente. Los otros dos estaban de pie, mirando hacia el fondo del callejón. Uno de ellos lloraba, el otro le daba palmaditas en la espalda intentando consolarlo. Los tres iban vestidos de fiesta, la mujer con un elegante vestido negro y ellos con sendos trajes. John pensó que podría sacar más. Sacó la navaja y se adentró en aquel callejón.

—Miguel, tranquilo…—decía uno.

—Sí, tranquilamente daos la vuelta—soltó John—. Y no hagáis ninguna locura u os rajo.

Ambos se giraron, el que lloraba con mayor velocidad. Tenía los ojos vidriosos, y parecía que acababa de vomitar. No podía dejar de temblar. El otro parecía más calmado. Sus ojos negros mostraban furia contenida. Su oscuro pelo se confundía con las tinieblas de aquella noche. Una cicatriz nacía sobre una de sus cejas, descendiendo verticalmente por su rostro hasta morir a la altura de la nariz. Era el tipo de persona que impone miedo, a menos que vayas armado. Y la navaja de John le inspiraba confianza.

—Vamos—dijo—dadme todo lo que tengáis.

—Con mucho gusto—contestó el de la cicatriz, tendiéndole una cartera rebosante.

John alargó la mano. Parecía un buen botín. Sus ojos se clavaron en los billetes verdes que se escapaban del billetero. Quizá por eso no vio venir la mano que sujetó su muñeca con fuerza. En apenas un instante, el hombre golpeó su codo, haciendo que el brazo de John perdiera toda su fuerza. La navaja cayó al suelo. Él fue después, cuando el otro lo golpeó en el estómago. Antes de darse cuenta, un cañón dorado se posaba en su frente.

—Has elegido la peor noche para atracarnos—dijo el de la cicatriz—. Esta belleza abre agujeros de cuarenta y cinco milímetros en láminas de acero de dos centímetros de grosor. Imagínate lo que podrá hacer con un material tan frágil como el hueso humano. La bala atravesará tu cabeza de lado a lado, llevándose todo aquello que encuentre a su paso. La sangre manará del orificio, aportando algo de tranquilidad a la grotesca imagen que quedará de ti. Pero tranquilo, será indoloro. O, por lo menos, rápido.

Sin dejarlo pronunciar una palabra más, el hombre apretó el gatillo. La bala salió propulsada, dejando tras de sí un olor a pólvora quemada. El cuerpo de John ahora descansaba, inerte, en aquel callejón. El de la cicatriz registró el cadáver.

—Anda, mira. Pero si tenía la pasta justa, con esto reunimos la cantidad. ¿Ves, Miguel? Te dije que esto se solucionaría.
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viernes, 28 de enero de 2011

Yo no he sido

Y el canto de la muerte se dejó oir en la sienciosa noche...

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La aguja del reloj se movía con lentitud. Marco esperaba impaciente los últimos cinco minutos antes de poder fichar e ir a casa. Había sido un agotador día de trabajo, y ansiaba regresar a casa, darse una ducha y tirarse en el sofá a ver el partido, con la compañía de su fiel jarra de cerveza fría. Terminó de archivar unos documentos en el preciso instante en el que su reloj de pulsera emitía el pitido que señalaba las ocho en punto. Recogió todo con rapidez y salió corriendo a los aparcamientos del sótano del edificio.

Arrancó el coche. Salió a la calle, deshaciendo el camino que le llevaba cada mañana al trabajo. Maldijo al detenerse por culpa de un atasco. Era hora punta, ¿cómo se le pudo ocurrir atravesar el centro de la ciudad?

—¡Maldita sea, moveos!—gritó, golpeando con fuerza la bocina.

El tiempo pasaba ahora con rapidez, aunque Marco no se desplazó mucho. Antes de que se diese cuenta, en la radio comenzó la retransmisión del partido. Decidió salir en cuanto pudiese, y dar un largo rodeo para intentar llegar antes. Cuarenta y cinco minutos después de salir del trabajo, Marco llegaba a casa. Su equipo perdía por dos goles a cero. Suspiró, metiendo la llave en la cerradura.

—¡Ya estoy aquí!—gritó al entrar.

—¡Papá!

Marco sonrió. Tenía delante a una criatura, de seis años de edad—seis y medio, como solía recordar ella— mostrándole esa sonrisa angelical. La niña lo miraba con aquellos ojos azules, escondiendo las manos detrás de la espalda.

—¿Qué tienes ahí, hija?—preguntó él, revolviéndole el pelo. Su madre se lo había dejado tan corto que se la podía confundir con un niño.

—Nada, papá.

—Mentirosa… En fin, ¿y tu madre?

Ella bajó la mirada.

—Yo no he sido…—dijo, casi en un susurro.

—¿Qué ha pasado?

La niña dejó caer algo. Se escuchó el sonido del metal golpeando el suelo. El leve brillo que el objeto emitía atrajo la atención de Marco. Era un cuchillo, con la mayor parte de la hoja bañada en sangre. Al igual que las manos de su hija.

—Yo no he sido—repitió, al borde del llanto.

Marco corrió, buscando en todas las habitaciones. Encontró a su mujer en su dormitorio, tirada sobre la cama. No pudo evitar caer de rodillas al suelo. La expresión de terror en el rostro de la mujer hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda. En su pecho se apreciaban los numerosos cortes que aquel cuchillo había hecho. Su mano aferraba el peluche favorito de la niña.

—Yo no he sido—afirmó por tercera vez su hija, desde el umbral de la puerta.

—¿Viste al que hizo esto?—preguntó Marco, sin apartar la mirada del cuerpo inerte.

La niña entró en la habitación arrastrando los pies. Alzó la mano derecha, cubierta de la sangre de su madre, señalando a un armario. Él se levantó, caminando hacia donde ella le indicaba. Abrió la puerta de golpe, listo para golpear al asesino hasta la muerte. Se encontró con unos ojos, que brillaban en la oscuridad. Sus ojos. Su propio reflejo lo miraba desde el espejo. Marco suspiró, notablemente aliviado al ver que estaban solos. Poco después sintió un fuerte dolor. Las piernas cedieron, y cayó de nuevo. Se llevó la mano al costado, ahora sangrante. Giró la cabeza.

Su hija mostraba una sonrisa macabra. Una gota de la sangre paterna resbalaba por su mejilla. De nuevo blandía el cuchillo, bañado por aquel líquido escarlata.

—Cariño, ¿pero qué…?

—Yo no he sido—rió la niña, hundiendo de nuevo el metal en el cuerpo de su padre. Él aulló de dolor al sentir como el gélido acero atravesaba su estómago. Ella extrajo lentamente el cuchillo, para volver a clavarlo con una fuerza increíble para un niño de su edad. Esta vez atravesó las costillas, rozando el corazón. La cuarta estocada fue más certera. Cinco tajos más lanzó la niña sobre su padre, hasta su muerte.

La niña dejó caer el cuchillo. Su padre la miraba con ojos vacíos. Ella arrebató el peluche a su madre.

—Vámonos, osito—dijo.

Saltando salió de la casa. Se alejó calle abajo, su vestido empapado dejaba un rastro de sangre por donde pasaba. Era una noche fría y silenciosa. Lo único que rompía aquella paz era la alegre canción que la niña cantaba, bailando con su peluche.
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miércoles, 26 de enero de 2011

A la luz de la luna llena

"¿Quieres saber lo que estas manos, que han cometido todo tipo de atrocidades, pueden hacerte a ti?"

¡¡50 entradas!! Yujuuuuu xD

Hermanita, esta va por ti xP.

Todo parecido con la realidad es mera coincidencia.
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Él, con la espalda apoyada en la barra, bebía solo aquella noche. Su pelo y ojos eran del mismo y oscuro color que su traje. Parecía estar esperando, mirando a la gente a su alrededor. El dueño de aquel local, un tanto excéntrico, había hecho abrir el techo. Para poder observar la luna, decía. Lo cierto es que, gracias al invento, se ahorraba un buen pico al no encender la luz en noches como aquella, de luna llena.

La espera se terminó. Él sonrió, tomando otro trago. A su lado, un hombre se dejó caer sobre la barra. Bajito, calvo y gordo, con traje y maletín. Llamó al camarero con un gesto, pidiéndole un Manhattan.

—La luna está preciosa esta noche—dijo.

—Si fuera un diamante, lo sería aún más—contestó el recién llegado—. ¿Eres Seth?

—Eso dicen. He oído que tienes un trabajito para mí.

Como respuesta, el hombre abrió el maletín, sacando un sobre que le tendió a Seth sin dejar ver el interior. Él sacó la foto que había en su interior. La miró un segundo, antes de volver a meterla y cerrarlo.

— ¿Está seguro del objetivo?—preguntó, extrañado.

—Sí. Muy seguro. ¿Ahora el famoso asesino resulta ser un cobarde?

—Es el trabajo más raro que he hecho en mi vida—rió—. ¿Alguna indicación más?

El hombre negó con la cabeza.

—Está todo ahí. Se hará a plena luz del día, mañana durante el desfile. Te situarás en una habitación de un hotel cercano, desde donde hay unas buenas vistas de la calle principal. El arma a emplear te espera allí. Ahora, hablemos de negocios.

—Serán doscientos mil—dijo Seth—. Cien ahora y cien tras el trabajo. Y no acepto regatear.

De nuevo el hombre abrió el maletín, mostrando su contenido.

— Creo que así está bien—dijo, entregándole una llave. Después se marchó, arrastrando los pies.

Seth se quedó un poco más. Había visto cómo una mujer hacía acto de presencia. Tenía el pelo rubio, formando tirabuzones que caían elegantemente sobre su espalda, y poseía un brillo en sus ojos azules capaz de hechizar a cualquiera que los mirase. Venía enfundada en un vestido de un oscuro negro, que resaltaba aquella palidez de diosa. Caminó hasta la barra, situándose junto a Seth, y llamó al camarero, que ardía en deseos de satisfacer sus peticiones.

—La luna está preciosa esta noche—dijo Seth, blandiendo su mejor sonrisa.

—Eso dicen—respondió ella.

Él se inclinó, acercándose a su oído.

—¿Quieres saber lo que estas manos, que han cometido todo tipo de atrocidades, pueden hacerte a ti?



Lentamente Seth desnudó a aquella mujer. Con suavidad besó cada centímetro de su piel. Ella gemía. Sentía que su propia piel la quemaba. Gritó cuando, con fuerza y delicadeza a la vez, él la penetró. Y volvió a gritar cuando sintió el placer en cada célula de su cuerpo. Seth la dejó caer con delicadeza sobre la cama. Porque todo había que hacerlo con calma.



Amanecía. En la calle, los barrenderos limpiaban las aceras mientras los empleados del ayuntamiento colocaban barreras. Una paloma alzaba el vuelo, una pareja de ancianos se sentaban en un banco. Poco más ocurría. En un hotel cercano, en una de las habitaciones de los pisos más altos, un hombre examinaba la ciudad minuciosamente. La mujer que lo acompañaba se marchó, agradeciendo la compañía.

Una vez estuvo satisfecho, Seth se vistió. Con tranquilidad, empleando el tiempo necesario. Como con todo. Lentamente, limpió y montó el rifle francotirador que le habían dado para el trabajo, junto con un maletín con el resto del pago.

—¿Cómo sabréis que ahora simplemente no me iré?—preguntó cuando le dieron el dinero.

—Porque sabemos que tu reputación es lo más importante para ti, y que no quieres que se sepa que has fallado en un trabajo.

Encajó la última pieza del rifle y se sentó a esperar, el frio metal del arma apoyado en el pecho. El desfile no comenzaría hasta una hora después. El tiempo pasaba lentamente… como todo.


Apoyó el rifle en el marco de la ventana. Quedaban poco más de dos minutos para que apareciera el blanco, si todo iba según lo previsto. Ajustó la mira, observando a través de ella a una multitud de soldados marchar. Precedían a un descapotable en el cual iba sentado un hombre. Seth rió; aquel mismo hombre había estado hace dos noches con él. Vio por un segundo el brillo de su cabeza pelada, recordando la conversación que habían tenido.

— ¿Está seguro del objetivo?

—Sí. Muy seguro.


Apuntó entre los ojos. Se tomó su tiempo, observando al blanco saludar. Pasó una mano por el cañón mientras el hombre se inclinaba a susurrarse algo a su chofer. Con la misma suavidad que empleaba en los roces, caricias y besos, apretó el gatillo. Al fin y al cabo, disparar guardaba muchas similitudes con amar a una mujer.

Alrededor del coche se hizo el caos. La atracción principal yacía sobre el asfalto, con un agujero de bala entre los ojos. La sangre manaba lentamente, dando una sensación de tranquilidad. Seth abandonó el hotel media hora después, con mucha calma.

—Después de todo—murmuró—todo el mundo tiene derecho a elegir cómo morir.
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