martes, 28 de julio de 2009

Alma en llamas. Capítulo I



La luz anaranjada del sol recién amanecido bañaba la ciudad de Santander, aún dormida. Esa misma luz se colaba por el único ventanuco del que disponía mi habitación, consiguiendo despertarme. Me revolví en la cama, tratando en vano de poder conciliar el sueño de nuevo. Cuando me rendí a la evidente realidad, abandoné el calor de las sábanas para ir, arrastrando los pies, hasta el baño. El agua de la ducha me ayudaba a despejar mi cabeza.

Me dejé caer sobre la cama, aún empapado, y miré a mi alrededor. La habitación, de por sí deprimente, entristecía aún más a aquellas horas de la mañana. La luz provocaba sombras extrañas, originadas por el escaso mobiliario de mi cubículo. Un armario, en cuyo interior se alojaba el espejo en el cual vivía el chaval escuálido y de pelo eternamente revuelto, tan parecido a mí. La cama sobre la que me encontraba, que cedía siempre bajo mi peso, y un pequeño escritorio completaban la decoración. Lancé una mirada hacia el calendario, aquel día rodeado de rojo. La marca sobraba, me habría sido imposible olvidar aquella fecha.

15 de febrero de 1957. El día de mi decimosexto cumpleaños.

Para mi desgracia, aquel era un día tan normal como los que le habían precedido y los que le seguirían. Era un día laboral, lo que en el idioma de un saco de hormonas andante se traducía como “levanta y a clase”. La eterna disputa entre quedarme en casa y vaguear o dormir la siesta sobre el pupitre se libró una vez más en mi cabeza mientras me vestía, sin pausa pero sin prisa. Caminé, bostezando, hasta la cocina.

Me senté en aquella estancia mientras esperaba a despertar completamente. A medida que mis sentidos se reactivaban, mi olfato captó el aroma del pan recién horneado, cuya masa mi padre trabajaba desde altas horas de la mañana. Él siempre decía que la panadería no le iba a jubilar antes de tiempo, pero que le bastaba con ganar para pagar las facturas. Y con ese objetivo trabajaba con ahínco, día a día.

—Buenos días.

Mi madre apareció en la cocina, con un croissant recién horneado entre las manos. “Esta es una de las ventajas de la panadería” pensé, devorando el bollo. Ella se limitó a mirarme, como hacía siempre hasta que iba a estudiar.
—Por cierto, Javier—me dijo, mostrándome una bolsa—. ¿Puedes llevarle esto a Gonzalo antes de ir a clase?

Asentí, aún con la boca llena. Tomé el vaso de leche que mi madre me ofrecía y lo vacié de un trago. Luego, tras mirar el reloj, cogí mi mochila y la bolsa y salí de casa corriendo.

El recado, naturalmente, consistía en llevarle su barra de pan integral —pues él se tomaba muy en serio la frase “mens sana in corpore sano”, a pesar de estar redondeado como un balón— a Gonzalo Bayón, amigo de mis padres y aquel que me inició en la lectura, hace ya diez años. Regentaba una modesta librería en la calle de Tantín, en el centro de Santander, a unos pocos metros de mi colegio.

—Buenos días— dije al entrar.

— ¡Javier! —me respondió con su euforia natural. Gonzalo, a pesar de su tamaño, se movía con rapidez. Me rodeó con sus brazos y me levantó, como si no fuera más que una pluma— ¡Feliz cumpleaños!

La bolsa con el pan se calló al suelo. Era incapaz de respirar; la falta de aire me mareaba. El librero me soltó, el aire que regresó a mis pulmones me pareció algo milagroso. Tosiendo recogí la bolsa del suelo y se la tendí a Gonzalo.

—Gracias por el reparto— dijo, probando el pan—. Incluso en tu cumpleaños te tienen trabajando. Pobrecito.

—No es nada, me pilla de camino a clase. Eso me recuerda… —miré el reloj, me quedaban diez minutos para entrar— que debo irme.

— ¡Espera! —me gritó cuando tenía una mano en el pomo de la puerta. Me volví. Él sostenía un paquete— Tu regalo.

Lo tomé. El regalo pesaba bastante. Mis manos se deslizaron sobre el papel, esperando abrirlo. Sin embargo, recordé que llegaría tarde si no me daba prisa, y eché a correr tras balbucear un “gracias”.

Legué a clase apenas dos minutos antes de que mi profesor, el padre Montero, hiciese acto de presencia. Tenía el pelo blanco y el rostro lleno de arrugas, muestra de que el paso del tiempo no perdona, ni siquiera a aquellos que dedicaron su vida a Dios.

—Buenos días— saludó con su voz grave y cansada—. Abrid los libros por la página 112. Rivas, empieza a leer.

Pasé la mañana medio dormido. A mi lado, David Monleón se dedicaba a “editar” los dibujos que adornaban el libro de texto a su gusto. El que ostentaba el título de mi mejor amigo era un chico escuálido, con el pelo rubio y ojos de un azul eléctrico, que se las daba de Casanova con dieciséis años.

—Sólo hay que saber cómo tratarlas— decía siempre. A menudo, su rostro daba muestras de que, por mucho que él dijera saber, a las damas no les gustaban mucho sus métodos. A pesar de los resultados, él siempre se empeñaba en darme consejos.

—Viéndote a ti, mejor quédatelos— le respondía cada vez que empezaba sus discursos.

Estos discursos siempre tenían la misma base, el espíritu de un hombre, y se venían dando desde una confesión que nunca debí haber hecho. Dicha confesión concernía a cierta chica rubia con la que me cruzaba cada mañana de camino a clase. Durante el breve periodo de tiempo en el que nos encontrábamos, mis ojos siempre buscaban esos trozos de cielo con los que era capaz, según mi imaginación, de ver a través de mí. De vez en cuando me daba cuenta de que nuestras miradas se cruzaban. Entonces mi vista se clavaba al frente, y ponía todo mi empeño en evitar enrojecer. Ella siempre sonreía educadamente. Tirando de amigos descubrí su nombre. Marina, que así se llamaba la chica que se fugó de mis sueños al mundo real, vivía en un pequeño piso en la calle Tantín, justo enfrente de la librería de Gonzalo. En mi cabeza solía imaginar que, estando yo dentro del establecimiento, ella apareciese con su eterna sonrisa en el rostro y me saludase. Era uno de los miles escenarios que planteaba, a modo de ensayo y error, para intentar encontrar una frase con la que entablar una conversación. La frase, para mi desgracia, no llegaba nunca.

Muchas veces, durante las horas lectivas, mi mente tendía a huir a un mundo en el cual fuese capaz de dirigirle la palabra. Era un mundo en el que todo salía como estaba planeado, que en nada se asemejaba a este. Recuerdo que aquel día me lo pasé en aquel mundo, del que sólo salí cuando las campanas daban las cinco. Esa tarde, David me arrastró hacia su casa siguiendo su rutina habitual de ruegos y amenazas. Su objetivo no era otro que lograr que le hiciera los deberes, algo que él llamaba “apoyo mutuo”.

—Claro. Tú me rascas la espalda hoy, yo lo haré mañana— soltaba siempre. Nunca llegaba ese “mañana”.

A regañadientes, y a sabiendas de que acabaría haciéndolo, decidí seguirle, más guiado por el estómago que por el sentimiento de amistad. Su madre, a cambio de las clases extras, solía invitarme a merendar. Sus postres caseros eran deliciosos.

Nos plantamos frente a su portal y seguimos el ritual de siempre: saludar e ir directos a la habitación de David. Allí, sacamos los libros y comencé a explicarle, sin mucho éxito. Él se limitaba a copiar lo que escribía yo mientas asentía de la misma forma que se le da la razón a un loco. Pasamos así el tiempo, como se nos iban las tardes habitualmente, hasta que llamaron a la puerta principal. David, haciendo algo inusual en él, se levantó y se dirigió a abrir.

—Javier, ¿puedes venir un momento? —Me llamó poco después.

Bajé las escaleras y lo encontré en el vestíbulo. Me hizo un gesto con la cabeza, indicando que entrase al salón. Abrí la puerta.

— ¡Sorpresa!

Me encontré rodeado de amigos y compañeros de clase. Incómodo y sin saber qué hacer, busqué a David, que ya se había perdido entre los invitados. Como salvación, apareció su madre portando una gran tarta.

Tras la merienda, decidí salir al balcón. Las grandes multitudes nunca se me habían dado bien. Me limité a ver pasar a la gente, esperando a que se fueran. Sin embargo, la mayor de mis sorpresas llegó mientras esperaba.

—Hola.

Me giré al escuchar una dulce voz a mi espalda, para encontrarme mirando aquellos trozos de cielo que me robaban el sueño. Marina se encontraba frente a mí, sonriéndome de una forma que yo sólo creía poder ver en ms experiencias oníricas.

—Ho… hola, Marina —acerté a decir.

—Tú debes de ser Javier, ¿cierto? –respondió. No parecía sorprendida ante el hecho de que supiera su nombre—. Tengo entendido que es tu cumpleaños.

Me limité a asentir, lentamente y en silencio, mientras intentaba no volverme rojo. Juré por lo bajo matar a David si salía vivo de esa. Estuvimos un rato parados, mirándonos el uno al otro, hasta que decidí que ya era hora de salir de allí. Sonreí educadamente, me despedí y me fui, evitando al máximo salir corriendo.

Llegué a mi casa poco después y sin aliento. No me detuve ni un momento a pensar, tan sólo intentaba alejarme de allí lo más rápido que pude. ¿Por qué? Ni yo mismo lo sé. Subí las escaleras y me encerré en mi habitación. Me dejé caer sobre la cama, lanzando la mochila. Al oírla caer, mi mente se iluminó. Salté, la recuperé y la abrí. Aún estaba aquel regalo sin abrir, desde que esa mañana lo apretujé entre los libros.

Allí, aislado del mundo, arranqué el papel que lo envolvía. Sus palabras surgieron ante mí por primera vez, envueltas en ese olor a viejo que dan la humedad, el polvo y el paso del tiempo. Aquel 15 de febrero de 1957 fue el primer día en el que aquellas páginas me mostraron el mundo que contenían.

Y aquel maldito día fue cuando lo descubrí. Un escalofrío me recorrió la espalda al girar la primera página. Dudé un segundo. Me lancé contra la ventana. Durante un fugaz segundo pude verlo.

Pude ver al hombre que me había estado siguiendo todo el día. Vestía una gabardina negra y llevaba un sombrero de ala ancha que le ocultaba casi toda la cara. Tan sólo sus ojos quedaban a la vista, unas frías pupilas que te atravesaban con la mirada. Un segundo después, aquel hombre ya no estaba.

Sin embargo, su breve aparición fue suficiente para desvelarme. Aquella noche, en la que el sueño nunca hizo aparición, estudié aquel libro, encuadernado a mano y en cuya portada no había ni título ni autor. Contenía tres historias distintas, tras las cuales se sucedían las páginas en blanco. Además, estas historias parecían haberse escrito por primera vez sobre ese papel, ya que era común encontrar tachones o correcciones, así como manchas de tinta. Pero lo más extraño era que cada historia parecía de un autor diferente, ya que el estilo de la letra difería mucho entre ellos. Comencé con la lectura del primer relato.

Me llamo Francisco Solar, y la locura me invade.

En las siguientes páginas, el protagonista narraba en primera persona como se iba sumiendo aun más en su locura interna, y en cómo la iba aceptando. Las cuartillas pasaron de tener una caligrafía pulcra y estilizada a letras temblorosas, tachones y manchas de tinta. Las últimas páginas de este capítulo estaban fechadas en el diez de abril de 1861.

¿Estoy loco? No. El resto del mundo está loco. ¿Necesito ser purificado? No. El resto del mundo debe ser entregado a las llamas. El fuego purificador es la única salvación de este mundo.

Esta noche, la ciudad de Barcelona y el resto del mundo arderán.


La fecha me sonaba, quizá de uno de los muchos datos con los que nos ametrallaba el señor Montero. Tomé un trozo de papel y la apunté, para después continuar con el siguiente capítulo.

Mi nombre es Eric Nicholas, y tengo miedo de mí mismo.

Eric relataba cómo el libro llegó a sus manos un día; cómo, tras leerlo, comenzó a soñar con escenas de incendios y cómo se iba interesando cada vez más por el fuego. En sus palabras leí el miedo que sintió al darse cuenta de que un hombre observaba sus pasos, pero que nunca llegó a verle el rostro. La última página que Eric
escribió databa de 1871.

Ocho de octubre, 1871.

La ciudad está podrida .La gente que la habita está corrupta. Este lugar debe ser purificado bajo el fuego sagrado.

Esta noche, la ciudad de Chicago y el resto del mundo arderán.


De nuevo, el mismo final. El autor del relato amenazaba con quemar la ciudad donde residía. Y en el siguiente capítulo comenzaba otra historia, con otro autor distinto. Apunté la fecha y proseguí.

Soy Eduardo Martín, y escucho la voz de la locura.


Martín narró en las siguientes páginas cómo, a causa de sus problemas económicos y sus pesadillas, iba perdiendo poco a poco la cordura. Contó cómo un día comenzó a escuchar una voz a la que aprendió a temer y respetar y cómo comenzó a sentirse atraído por las llamas. Y todo culminó el día que fue despedido.

Barón ha cometido su último error. Su demencia nos echará a perder a todos.

Pero eso tiene solución. El fuego arreglará sus errores. El fuego protegerá a mi familia de la locura. Aunque deba entregar mi alma para tal fin.

Hoy, quince de Febrero de 1941, Santander arderá.


Leí y releí la última frase que Martín escribió, probablemente, antes de su muerte. La fecha era exacta, me era imposible olvidarla. Ese día Santander se quemó desde la calle Cádiz hasta la de Sevilla. Si la historia era cierta, me encontraba ante las confesiones de los autores de aquellos incendios.

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