lunes, 13 de diciembre de 2010

Acero ardiendo

Voy a matar a Miguel... ¡wiiiii!

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Era una noche cerrada, de lluvia perpetua. Alguien corría por callejones, evitando las calles principales. El eco de sus pasos, pisando charcos, era el único sonido en aquel silencio sepulcral. Vestía una gran gabardina y un sombrero, ambos oscuros, y llevaba una mano oculta entre la ropa.

—No… ¡No! ¡Detente!


Se detuvo, apoyándose en una pared para recuperar el aliento. La lluvia le empapaba. Se dejó caer, resbalando en el muro. En el suelo, se miró las manos. Desprendía un fuerte olor a pólvora, que el agua no lograba llevarse.

—Debe… Debe ser un sueño…—murmuraba—Yo… Yo no quería…

Él lo miraba, siempre con esos aires de superioridad. Siempre un elegante traje y una sonrisa prepotente. Estaban solos, ocultos a ojos ajenos. Y él reía. Se burlaba de aquel hombre que le suplicaba de rodillas, tirado en un gran charco. Lo dio la espalda, pensando que aquel despojo humano no suponía ningún peligro. No sabía hasta qué punto se equivocaba.

—Seré magnánimo contigo—dijo él—, te ayudaré.

No se dio cuenta de que aquel despojo humano no le hacía caso. El hombre del sombrero se levantó, lentamente, sacando un arma de la gabardina. Al del traje le bastó un segundo para abandonar el despotismo.

—Tranquilo, tranquilo. Podemos hablarlo.

El otro no entendía palabras. Lo veía abrir y cerrar la boca, pero no escuchaba sonido alguno. Alzó la pistola, apuntando a la frente…
—No… ¡No! ¡Detente!

… y guiado por la rabia, apretó el gatillo.


—¿Qué he hecho?— se preguntó.

Sacó la pistola del bolsillo. El cañón, aún caliente, humeaba. La tiró. Saltaron chispas cuando el metal impactó con la pared. Durante apenas un segundo, hombre y arma se miraron. Después, él se arrastró a recogerla. El brazo derecho, el que había disparado, aún temblaba por el retroceso. ¿O era el miedo? Daba igual, no importaba. Empezaba a sentir algo dentro de él, que lentamente desaparecía. Y que hasta ahora no había reparado en su existencia. La sensación de poder que lo inundó al ver cómo el cuerpo inerte de aquel trajeado idiota iba perdiendo la sangre lo abandonaba. Necesitaba más.

Recargó la pistola y se levantó. Caminó lentamente, arrastrando los pies. Y el pobre desdichado que se encontró con él lamentó rápidamente aquel encuentro.
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martes, 30 de noviembre de 2010

Hoguera

Retazos de una pesadilla.

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Los rayos del sol del mediodía me cegaban. Frente a mí se congregaba la gente, esperando el inicio del espectáculo. A mi lado un hombre, vestido con una sotana negra, contemplaba desde lo alto de la plataforma la multitud. Un segundo antes me había mirado, sus ojos negros clavados en los míos, una sonrisa maliciosa en el rostro.

—Debes alegrarte— me dijo—. Eres de los pocos afortunados a los cuales se les organiza una función para ellos solos.

Yo intenté liberarme, sin éxito. Aquellas cuerdas eran muy resistentes. Estaba atado a un tronco que se alzaba sobre una montaña de madera. Una pira. Y aquel bastardo de Dios se burlaba de mí en mis últimos momentos. Él mismo se había encargado de mis interrogatorios en las cárceles secretas de la Inquisición. Su oscura mirada delataba el odio que me profesaba.

Mi calvario había empezado—según mis cálculos— hacía una semana. Me había despertado tirado en una fría y oscura celda. Golpeé la puerta, grité que era un error, que no había hecho nada malo, hasta que me quedé sin fuerzas. Nadie vino. Una eternidad después la puerta se abrió. Dos hombres me cogieron por los brazos y me arrastraron sin ningún cuidado. Me lanzaron al interior de otra habitación, iluminada por la luz de una vela. Se apoyaba sobre una mesa, junto a la cual encontré una silla. Sentado allí esperé de nuevo, evitando mirar el tercer mueble de la estancia.

Aquella fue la primera vez que lo vi. Monseñor Lucio vestía, como siempre, una túnica negra. Tenía el rostro marcado por las arrugas, y el poco pelo que le quedaba era cano. Y sin embargo en sus ojos brillaba un fuego perenne. Entró, haciendo caso omiso de mi presencia hasta que se fijó en que ocupaba la única silla de la sala. Me derribó de una patada, la colocó y se sentó. A su lado se situó alguien a quien mis ojos no alcanzaban a ver del todo, tan sólo el sombrero de ala ancha que llevaba.

— ¿Es usted Marco de la Rosa?—preguntó.

Traté de levantarme apoyándome en la pared. Algo en mi interior no quería estar por debajo de alguien como él. Abrí la boca para responder, cuando me di cuenta de algo.

—No lo sé—respondí.

Su ilustrísima simplemente se rió ante mi respuesta. Le hizo un gesto con la mano a su acompañante, que se inclinó. Pese a estar junto al foco de luz no fui capaz de ver su rostro. Susurró algo, y abandonó la estancia. El otro se incorporó, sonriendo. Sus dientes brillaban en la oscuridad. Me propinó una patada en el estómago. Me doblé por el dolor. Entonces volvió a arremeter, descargando un golpe en mi cabeza que me lanzó al suelo. Después me levantó, dejándome caer sin cuidado sobre una tabla. En mis muñecas y tobillos se cerraron unos grilletes. Luego escuché cómo giraba una rueda, y comenzó mi tormento. Cuando Monseñor Lucio regresó, mi brazo derecho estaba totalmente desencajado, y no sentía las piernas.

— ¿Eres ahora Marco de la Rosa? —inquirió de nuevo, riendo.

Respondí lo mismo que la vez anterior y las veces siguientes. Tras cada sesión de tortura me repetía la pregunta, obteniendo siempre la misma réplica. Él simplemente reía, iniciando después un nuevo martirio. Hasta que, al interrogarme, le escupí en la cara. Se limpió con la capa de su lacayo y dijo:

—Es culpable.

De nuevo sonrió el del sombrero. Cargó conmigo con facilidad y me lanzó al interior de un carro. No tenía forma alguna de ver a dónde me llevaban. Mis temores eran ciertos. Al bajar me encontré el tronco que llevaba mi nombre. Y poco después, a la multitud inquieta, esperando un buen espectáculo.

— ¿Tus últimas palabras?—rió Monseñor.

Alcé la vista, mirando al pueblo con todo mi odio. Ansié que se incendiase el pueblo, que murieran todos. Deseé con todas mis fuerzas ver arder a aquel por cuya mano me habían condenado a la hoguera.

— ¡Escóndete! —grité— ¡No te atrevas a dar la cara! ¡Te aseguro que descubriré quién eres, y volveré de la tumba para llevarte conmigo!

El pueblo se mofó de mí. Pronto se hizo el fuego. Las llamas quemaban mi cuerpo sin hacerme daño. Mi fin estaba próximo. Nada iba a salvarme ya. El viento se llevaba las cenizas de lo que antes habían sido mis piernas. Lentamente perdía el cuerpo. Y, justo antes de exhalar mi último aliento, la vi. Del cielo caía una rosa roja de tallo plateado.
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viernes, 26 de noviembre de 2010

Rosa plateada

Al fin he logrado darle un uso apropiado a ciertas lineas que escribí hace poco.
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Ella, enfundada en un vestido que terminaba antes de llegar a las rodillas, con las piernas cruzadas y una mano sobre el regazo, me miraba divertida, sentada en un trono que presidía aquella cavernosa estancia. Sostenía una flor única, una rosa roja de tallo plateado, con la que ocultaba la sonrisa que blandía sin apartar sus ojos azules de los míos. Su pelo rubio caía sobre sus hombros y espalda, los cuales aquella fina tela dejaba al descubierto.

Estaba solo con aquella mujer en una sala amplia, circular, con un gran número de columnas formando una rueda. Se iluminaba por el perenne fuego de una enorme lámpara de araña, colgada de un techo tan alto que ni las llamas alcanzaban a alumbrarlo. Intenté recordar cómo había llegado allí. No pude. Tampoco pude rememorar nada anterior a encontrarme frente a esa figura escapada de un cuadro renacentista. Parecía que había nacido en ese mismo instante, por obra de aquella mujer. Di un paso hacia ella.

— ¿Dónde estoy? —Pregunté.

Me respondió con un gesto de su mano. Me detuve al instante. La mujer se puso de pie. Lanzó la rosa, que quedó clavada a apenas unos metros de mí. Su sonrisa era ahora completamente visible, me asustaba y hechizaba al mismo tiempo. Alzó el brazo, dando comienzo a lo que ella llamó “la prueba”.

Ante mí apareció una criatura monstruosa. Su cabeza recordaba a la de un toro, sin ser tal. El cuerpo era el de un león, y se alzaba sobre las patas de un caballo. Los brazos parecían humanos, aunque cubiertos de pelo; cada uno de ellos era más grande que mi cuerpo entero. En la cola silbaba una serpiente, y de su espalda nacían dos grandes alas de plumas negras. Esta imagen me paralizó por completo. Al reparar en mi presencia rugió, exhalando fuego a su vez. Extendió hacia mí una enorme mano, intentando atraparme. Lo esquivé en el último segundo, tras recuperar la movilidad. Sin darme tiempo a reaccionar atacó otra vez, lanzándome contra la pared y rompiendo una columna de paso. Sus ojos inyectados en sangre no dejaban de mirarme. Los míos recorrían la estancia, buscando un lugar donde huir, algo con lo que defenderme. Vi que algo brillaba en el suelo.

Me fijé en la flor clavada en el centro de la habitación, la cual no era ya una rosa. El tallo plateado se había transformado en una espada, en cuyo filo se reflejaba la luz del fuego. En la empuñadura, una piedra con forma de capullo resplandecía con un leve fulgor. Un rubí. Me lancé a la desesperada, evitando como pude los golpes que lanzaba y que pasaban a escasos centímetros de mi cabeza. Pude cogerla. La hoja era ligera. La interpuse entre la bestia y yo. El monstruo miraba mi acero como si se tratase de un palillo de dientes.

La criatura exhaló fuego de nuevo. No tenía dónde esconderme. Estaba de nuevo paralizado, viendo a cámara lenta como las llamas se acercaban a mí. Cerré los ojos, esperando una muerte certera. Ésta no llegaba. Reuniendo el poco valor que me quedaba, los abrí de nuevo. No había ni humo no fuego, sólo un intenso fulgor proveniente del rubí. La empuñadura ardía, sin causar dolor. La agité, liberando el incendio que había devorado. La bestia rugió de dolor. Cayó al suelo. Sin darle tiempo a levantarse trepé por su pecho, hundiendo el acero en él. Un nuevo bramido cruzó el aire. El monstruo expiró.

Me giré. La dama aplaudía, radiante. Me acerqué a ella, arrodillándome al llegar. Requirió mi espada, la cual apoyó sobre mis hombros.

—A partir de hoy—dijo—, serás mi paladín.
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martes, 2 de noviembre de 2010

Portador de calamidades

Espada maldecida, temida por miles.

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Resuena el eco de gritos agonizantes en mi cabeza.
Cientos de cuerpos caen a mi alrededor.
Su sangre da color a mi espada,
segadora de vidas sin compasión
Ángel caído, me llaman.
Niego la comparación.
De espíritu tengo poco,
tan sólo blando la destrucción.

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viernes, 22 de octubre de 2010

Quemar tu piel

Versos, de nuevo escritos en un mal momento.
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Quiero sentir de nuevo el roce de tus labios,
al broche de tu sujetador vencer,
hacerte estremecer
al deslizar por tu cuerpo mis manos.
Te quiero poseer,
hacerte mía por unas horas,
y que, al amanecer,
eches de menos mi aliento sobre tu piel.

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lunes, 11 de octubre de 2010

Conciencia tranquila

Idea surgida de mezclar neuronas y alcohol barato.
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Noche cerrada. Un local de mala muerte y peor música. Un hombre apoyado en la barra, la cara oculta tras los brazos y apretando una botella vacía con la mano, blandiéndola cual espada contra la conciencia.

Él se lleva el cristal a la boca. Cuando el cuello de la botella llega a sus labios se da cuenta de que no queda nada. Ruge, llamando al camarero. Éste se niega. "Sin dinero no hay alcochol" rie. "Y tú ya has bebido bastante", añade. El hombre lo maldice, arrastrando en su camino a la salida la botella vacía y la conciencia muerta.

Antes de salir se cruza con la causa de todos tus problemas, encerrados en el cuerpo de una mujer. Ella le grita, asegurando estar preocupada. Rie, pues ya sabe la verdad. ¿Preocupada? Y una mierda. Su amante ya se preocupó de ello.

Trata de irse, pero ella no le deja. La grita, se lo echa todo a la cara. Y lo niega. Vuelve a decírselo. Que les ha visto juntos. Y sigue negándolo. "Seguirás mintiendo siempre", dice. Y antes de que responda, termina con esta falacia. Los restos de la botella se mezclan con la sangre. Y él se va con la conciencia tranquila.
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viernes, 24 de septiembre de 2010

Versos

Apenas unas lineas. Palabras escritas con sangre, empleando como pluma una espada.

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Ven.
Déjame comprobar cuán afilada está tu espada,
muéstrame las heridas de tus batallas,
y después, enfréntate a mí.
Y que las palabras se las lleve el viento.


Aquí, con esta hoja,
forjada con acero y justicia,
arrepiéntete de tus pecados.
Y que encuentres felicidad en la muerte.


Cuando acabe con tu vida,
con este mortal filo
maldíceme eternamente.
Por que quien te arrebató tus esperanzas perdió las suyas.


Que tus falsas palabras se olviden,
que tus sueños mueran contigo.
Que tu alma impura sea libre.
Porque a partir de hoy nadie te recordará.

Cae en la oscuridad del olvido.

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Requiem

Algo que iba a publicar el mes que viene, una vez estuviera terminado, pero ya no hay ganas.

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A veces demasiado rápido, a veces demasiado lento, pero siempre en tu contra.
Intentas atraparme, en vano. Fluyo, escapandome entre tus dedos. Y tú, impotente, te detienes a mirar como me marcho, sin volver la mirada atrás y destrozándote a cada segundo. Llevándome lo mejor de tí y dejándote todo lo malo.

Por que yo soy el tiempo, y estoy hecho de la misma materia que tus pesadillas.
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jueves, 9 de septiembre de 2010

Sabueso. Las desapariciones de vagabundos

Es lo que tiene ver series de misterio londinense xD
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El sol del crepúsculo iluminaba las frías calles de Londres, aquella tarde de invierno. Una helada brisa agitaba las ropas de los transeúntes, que terminaban sus quehaceres diarios. Las sirvientas terminaban las compras, los niños jugaban en la nieve y algún noble disfrutaba de un paseo con su esposa. Todos y cada uno de ellos hacían caso omiso de los gritos que escapaban de un callejón cercano. En él, un grupo de hombres, borrachos tras una tarde de alcohol, apaleaban a un mendigo que se encogía en el suelo, pidiendo clemencia.

Solo hasta que el vagabundo escupió sangre, aquellos hombres se dieron satisfechos. Lo abandonaron allí, a su suerte, mientras buscaban una taberna donde celebrar su victoria. El mendigo se arrastró con las pocas fuerzas que conservaba hasta la calle principal. Allí, como de costumbre, nadie reparó en él. Sus palabras no tenían valor.

El errante se cayó. Sus escasas fuerzas, fruto de días sin comer, lo abandonaron. Los caminantes ni siquiera cambiaron su rumbo por él, pasaban sin cuidado sobre su espalda. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se aferró a la capa de uno de ellos.

—Por favor…— rogó—. Ayúdeme…

— ¡Cómo te atreves! —Rugió el otro— ¡Suéltame!

Al ver que sus gritos no surtían efecto, descargó una serie de golpes contra el cuerpo del mendigo, quien pronto lo soltó. Con un gesto, el noble que lo había pegado llamó a dos de sus mayordomos, los cuales lo apartaron de la calle. Lo dejaron en un portal cercano y, sin mediar palabra, siguieron a su señor. El mendigo, entre suspiros de dolor, cogió algo de nieve y se la llevó a su cuerpo herido. Después, tomó otro poco y se lo llevó a la boca.

—Al menos tengo algo que beber…—susurró.

Se apoyó en la pared y cerró sus oscuros ojos. Se pasó una mano por el sucio pelo negro y se cubrió con la raída capa, buscando algo de calor. Mientras murmuraba una oración, una mano cálida se apoyó en su mejilla. Al mirar, se encontró con un niño de apenas diez años. Le sonrió.

— ¡Alen, aléjate de él! —gritó una mujer, quien rápidamente levantó al niño y se alejó.

El mendigo se preparó para pasar la noche allí mismo. Se acurrucó, tratando de conciliar el sueño. De fondo oía el sonido de un carro, acercándose. Se detuvo, a apenas unos pies de él. Ni siquiera abrió los ojos cuando dos hombres lo levantaron, ni opuso resistencia cuando lo introdujeron en el maletero.

Cuando los hombres pararon se encontraron al mendigo durmiendo. Sin ningún cuidado, cargaron con él. Lo llevaron al interior de un gran caserío, por la puerta de atrás y aprovechando la noche para esconderse. El vagabundo abrió los ojos cuando retiraban su ropa. Cuando le quedaban la sucia camisa y los rotos pantalones, una voz habló:

—Dejadlo así, el resto lo haré yo.

Los dos hombres lo colgaron con las cuerdas que salían de la pared, y rieron antes de salir. El tercero, quien había hablado, caminó hasta que la luz de una vela le iluminó. Era alto, con poco pelo y un espeso bigote. Sus pequeños ojos se clavaban en el vagabundo, y su rostro ofrecía una mueca macabra. En sus manos sostenía un látigo

—No esperaba que un Vizconde estuviera detrás de los asesinatos de mendigos, Philip—dijo el vagabundo

— ¿Que falta de respeto es esa? ¡Llámame “Vizconde Hamleigh”, basura! —El hombre descargó un latigazo sobre el pecho del mendigo—. Que alguien mate a un vagabundo no se le llama “asesinato”. Es más bien… un favor a la población.

— ¿Favor? No me hagas reír —el vagabundo mostraba ahora una sonrisa confiada que enfurecía al vizconde—. Di lo que quieras, esto es un crimen. Y tu título no te salvará del castigo.

— ¿Quién va a castigarme? Nadie se enterará de lo que estoy haciendo. ¿Acaso crees que saldrás con vida? ¿Realmente piensas que vivirás?

Sin dejarle mediar palabra, Hamleigh lanzó un golpe detrás de otro. La sucia camisa pronto se hizo jirones, y adquirió un característico color rojizo. El mendigo al que se la había quitado no sabría nunca la suerte que tuvo el día que un misterioso hombre, que ocultaba su rostro bajo un sombrero de ala ancha y una gabardina negra, se ofreció a darle ropas limpias y nuevas a cambio de las suyas.

—Realmente, Philip—dijo el mendigo—, no veo motivo alguno por el que no pueda salir con vida de aquí.

Hamleigh se puso furioso al oírle hablar. Se preparó para azotarle en la cara, para partirle la boca y que dejase de hablar. Decidió que después disfrutaría cortándole las cuerdas vocales mientras su víctima intentaba gritar de dolor. Con esto en mente, dio un paso al frente, dispuesto a descargar un golpe letal, imaginando cada corte que le haría. Quizá debido a esa distracción no vio venir la patada que el mendigo le propinó en el rostro, ni la pequeña navaja que sacó de la manga y que en ese momento trabajaba para liberarlo. Cuando pudo reaccionar, el vagabundo apretaba el filo contra su cuello.

—Aquí tenéis vuestro castigo, vizconde—escupió, mientras deslizaba la navaja por el cuello, seccionando la yugular. Hamleigh trataba de gritar, pero no era capaz de emitir sonido alguno. El mendigo cogió su capa raída, de la que extrajo una pipa, tabaco y cerillas. Abandonó la mansión mientras disfrutaba del humo.


A la mañana siguiente los periódicos anunciaban la muerte del Vizconde Hamleigh, que fue hallado en un sótano lleno de instrumentos de tortura. Se le relacionaba con el caso de los vagabundos desaparecidos. Erik Regan, quien había salido a por café, le pagó a un niño por un diario, en el cual leería los detalles mientras disfrutaba el aroma del triunfo.

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martes, 7 de septiembre de 2010

Cansancio

Esto es lo que da el mal humor.
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Ya me cansé… Me cansé de ser ese perro fiel y adorable que te acompañaba a todas partes, meneando el rabo de una forma patética. Deje de ser ese indefenso animal que te hizo compañía durante toda su vida. Ese ser terminó ya, abandonó esa vacía existencia.

Su orgullo le impidió seguir mendigando las caricias cuando lo abandonaste, cuando se arrastraba con las patas heridas buscando algo que comer. Una vez se dio cuenta de que lo único que le quedaba eran recuerdos. Su vanidad recién descubierta rió. Maldecía el haberme vendido por tan poco. Me maldecía a mí.

Aullaba. Caminaba, arrastrando los pies, buscando un lugar donde descansar, donde refugiarme en aquella fría noche. Allí, en mitad de la nada, tan sólo me rodeaba oscuridad. Me deje caer, agotado de andar en ninguna dirección.

— Un día—dije—, morderé tu cuello y me llevaré tu sangre. Y entonces, mientras la última gota del líquido mortecino se resbala por mis labios, dejarás este mundo con un suave gemido de placer.
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jueves, 5 de agosto de 2010

In the air tonight

Para celebrar la nueva imagen del blog, una historia basada en una imagen de Retos Ilustrados. El título pertenece a una canción de Phill Collins.


Para ella
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Me muero. Siento la agonía, el terror, correr por mi cuerpo. Su voz me susurra al oído. Palabras vacías, carentes de sentido, desfilan una detrás de otra, escapándose, llevándose mis sentidos.

Mi rostro se hunde en mis manos. Tirado contra una pared, escondido del mundo, espero la hora final. De lejos, como surgiendo de una antigua radio, se oye un griterío, apenas más fuerte que un susurro. Mi muerte será un espectáculo.

Siento un golpe en el suelo, seguido de otro. Pasos, fuertes y lentos, acercándose a mí. Una mano en mi hombro, una voz en mi oído.

Es la hora.


Me levanto. La misma mano me tiende algo. No logro distinguirlo, tan sólo lo aferro. Quiero que ese objeto me salve, lo necesito. Lo llevo conmigo, siguiendo los pasos hacia el olvido.

Y salgo de las sombras a la luz cegadora. El griterío pasó de murmullo a estruendo ensordecedor. A ambos lados, a mi lado, encuentro caras conocidas. Sonriendo. Allí comienza el espectáculo.

Allí muero de nuevo.

Y resucito al compás de la música. Mis manos ya no son las de un moribundo, si no unas expertas en arrancarle hermosas melodías a mi guitarra, ese instrumento que me permite resucitar.

Porque la vida, mi vida, no es más que una muerte que termina al pisar el escenario.

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jueves, 22 de julio de 2010

Reflejo

Reto del foro Retos Ilustrados

Para ella

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— ¿Quién eres?

Bestia maldita con mis ojos, mirándome desde su reino al otro lado del espejo. Reflejo maldito, mostrando su sonrisa ensangrentada. Dios de su mundo de muerte.

—Tu otro yo.

Contestas con arrogancia, usando mi misma voz.

Tu mundo se opone al mío. Me encierran las cuatro paredes entre las que estoy condenado a permanecer. Tan solo este espejo me acompaña. Este trozo de cristal, que muestra al ser que me aterra y fascina a la vez. A mí mismo.

Agitas la copa, sentado en tu trono. Salpicas el espejo del líquido rojo que contiene. Tu lado queda manchado por la sangre que mis manos derramaron.

—Nuestras manos.


—Si… ¡No!

Pateo el espejo, roto en mil pedazos. Los aplasto, una y otra vez, hasta que ese ojo igual al mío deja de observarme. Respiro, seguro de librarme de esa voz.

—Nunca me iré… al menos no sin ti.


La voz retumba en la habitación. Hace estragos en mi mente. Me ataca las entrañas.

Mis manos dejan de obedecerme. Le obedecen a él, a mi otro yo, quien las guía hacia nuestro cuello. Pronto perderían su fuerza, cuando su amo exhalara su último aliento.

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martes, 20 de julio de 2010

Bruma

Para ella
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Le habría bastado con susurrar una leve palabra para anular todos mis sentidos; no le hizo falta. Aquella dama, figura salida de mis sueños, surgía de entre la bruma. Las agujas del reloj se ralentizaron. El tiempo obedecía las órdenes que dictaban sus pestañas.

Se detuvo, mirándome con esos fragmentos de cielo que formaban sus ojos. Esperaba. ¿A quién? Miré a mí alrededor. Nadie. Estaba sólo sobre la faz de la tierra. Con ella.

Se acercó a mí. No, yo me acerqué a ella. No sé con certeza quién paró primero. Apenas unos centímetros nos separaban. Sentí algo recorrer mi cuerpo, paralizarlo. Tenía que decir algo. Abrí la boca, aunque solo fuera por saber su nombre. Me acalló, posando sus labios sobre los míos.

Se apartó. Di un paso hacia ella. Necesitaba más, ansiaba más. Ella negó. Por primera vez escuché su voz.

—Cierra los ojos.


Obedecí, guiado, tal vez, por algún conjuro. Su dulce voz no dejaba otra opción. Al poco los abrí. La bruma había desaparecido.

Al igual que la extraña dama.
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viernes, 16 de julio de 2010

Olor a muerte

Para variar, un poema a medio escribir que hoy Nei me "ayudó" a terminar.

Para ella
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Destello. Grito. Anhelo.
Deseo fugaz de sueño,
de vivir una pesadilla,
de despertar sintiendo.

-Llora, llora, pequeña,
que tus lágrimas bañen tu rostro
mientras sientes el gélido acero
atravesar tu torso.

Cuerpo inerte, tirado en el suelo,
vida escapando, bajo su libre deseo.
Muerta exhalando su último aliento.

Sangre derramada,
el pecho abierto por una daga.
Ojos vidriosos mirando a la nada.

Olor a muerte.
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sábado, 26 de junio de 2010

Tiempo

Para ella
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¿Que qué recuerdo, dices? Eso mismo me pregunto yo muchas veces. El tiempo se lo llevó todo. Nunca soy capaz de evocar las dichosas imágenes que busco, ni haciendo el mayor de los sacrificios a cambio. Mi memoria me traicionó, de la misma forma que la vendí con cada trago de alcohol.

¿Quién me iba a decir que acabaría contándote mi vida? Hace muchos años ya que te vi por última vez. Apenas recuerdo nada de aquel encuentro. Incluso tuviste que decirme tu nombre. No te diré que me sentí incómodo en aquel momento. Para mi desgracia, olvidar me es tan común como respirar.

Te parecerá absurdo lo que hice con mi vida. Mi novela sigue inconclusa, atascada en el mismo fragmento que reescribí una y otra vez. Creo que es de las pocas cosas que mi traidora memoria retiene. Quizá por el mero hecho de hacerme tanto daño. Cada noche he relatado de nuevo aquel primer beso entre el protagonista y su amor platónico, sin ser capaz de darle la forma adecuada. Creo que perdí la capacidad de imaginar hace ya mucho tiempo. En mi cabeza solo hay sitio para aquella tarde de otoño…

Que cruel fue el tiempo conmigo. Me da unas horas de placer y una vida de sufrimiento.

¿Y a ti, qué te dio el tiempo?
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lunes, 31 de mayo de 2010

Malos recuerdos

Para ella
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—Vámonos a casa.

— ¡Yo me quedo!

Mi voz me sonaba confiada y segura, claramente audible entre aquel griterío normalizado en las noches del fin de semana. Arrastraba de mí mi mejor amigo, quien hacía dos horas que decidió quitarme la cartera. Aun así, mis manos conseguían hacerse con otra copa que llevar a mi boca. Escupí el primer trago que di al último trofeo que había conseguido; mi boca detectó una mezcla de whisky y tabasco a partes iguales que arrasaba en mi lengua.

— ¿Tú has visto como estas? —Preguntó mi amigo. Yo no lograba entender por qué se preocupaba tanto.

—Estoy bien. Tú no te preocupes. Y vete con ella. Vete—añadí, mientras él me lanzaba una de esas miradas que me hacían sentir mal. A regañadientes, se fue con su cita, dejándome solo con aquel vaso asesino.

Me adentré en el local, del que salía la música más ruidosa, y al que acudía toda la masa, en cuya puerta un hombre, muy amablemente, me arrancó la bebida de las manos negando con la cabeza.

—Tú ya has bebido demasiado esta noche— me dijo.

— ¡Esto no es nada! —respondí, a gritos, mientras entraba en el abarrotado local. — ¡Papi ha vuelto! —grité de nuevo en el interior.

La gente me contestó de la misma forma sin dejar de moverse. Me abrí paso hasta llegar a la barra, donde recordé que no tenía dinero. Me senté a pasar el tiempo allí, hasta que sentí un brazo rodeando mis hombros.

— ¡Hombre, tío! ¿¡Que tal!?

No recordaba a aquel hombre, que aseguraba haber asistido conmigo a la misma clase desde el inicio de mi vida escolar. Sin embargo, me ofrecía una copa que portaba en su mano, y que acepté gustoso. Aquellos fueron los últimos minutos que recuerdo de aquella noche.

A la mañana siguiente desperté en mi cama. Durante unos segundos no sentí ni recordé nada. Estaba medio ausente, hasta que el fuerte dolor de cabeza me trajo a la realidad. Con cada pinchazo me llegaba un nuevo recuerdo: un baile, una mala copa que escupí al suelo, una chica… Como pude, tomé un analgésico y miré el reloj. Marcaba las dos del mediodía.

Encendí el ordenador mientras comía algo, y esperé mientras se cargaban las fotos de la última noche. Lo que imaginaba como unas imágenes triunfales se mostraron ante mí como una patada del mundo real. Allí se encontraba mi misterioso baile, un frustrado intento de mantenerme en pie. O la copa que escupí porque me sentó mal, llevándose en su salida el contenido de mi estómago. O la chica, que marcó su mano en mi cara al ver el regalo que mis entrañas le hicieron a sus zapatos. La última foto me mostraba sentado en un rincón, al borde del desmayo. Mi voz nunca había sonado confiada aquella noche, si no que surgía guiada por el alcohol que circulaba por mis venas.

Allí, sentado frente los recuerdos que no lograba acercar, decidí dejar la bebida. Por muy mal que me encontrase.


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viernes, 23 de abril de 2010

Viuda negra

Segundo premio del oncurso literario de mi instituto. Por lo visto, los jueces ya me conocían xD
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—No... No... ¡Ahora no!

El coche se detuvo. John trató de arrancar el motor varias veces, sin éxito. Furioso, descargó su ira contra el volante, acompañando cada golpe con una maldición. Las luces iluminaban un cartel cercano en aquella noche, prácticamente una oscuridad total. La estación de servicio más cercana estaba a unos cinco kilómetros.

Un relámpago cruzó el cielo. John cogió el móvil, que estaba sin cobertura. Se bajó del coche y lo lanzó con todas sus fuerzas. El aparato se perdió en aquella noche lluviosa. Abrió el capó del automóvil. El motor le obsequió con una nube de humo, que le hizo retroceder tosiendo. Arremetió contra el vehículo, golpeándolo hasta sentir el dolor.

John retrocedió, mirando a su alrededor. Sus ojos buscaban cualquier fuente de civilización o un lugar que le permitiera resguardarse de la lluvia. Encontró un punto de luz anaranjada, proveniente de un gran edificio muy cerca de él. Se cubrió con su chaqueta de cuero, recordando en ese momento el dineral que le había costado la prenda, y echó a correr.

El llamador, una cabeza de gárgola hecha de metal oxidado, chirrió cuando golpeó la puerta con él, después de descubrir que la casa carecía de timbre. Mientras esperaba, su mirada recorrió la fachada de la casa, construida con madera y piedra, que parecía a punto de caerse. Bajo la escasa iluminación que había esa noche, la mansión tenía un aspecto tétrico.

La puerta de madera emitió un estridente ruido al abrirse. John se encontró ante un hombre alto, calvo, con cara de póker y que vestía un esmoquin impecable. Sin duda, un mayordomo. Haciendo un gesto, lo invitó a entrar.

El recibidor era una gran estancia circular. Estaba iluminado por la misma luz anaranjada que atrajo a John a la casa. Tenía tres puertas, a través de una de las cuales había entrado, las otras dos cerradas; colgaba una gran lámpara del techo, de donde surgía la luz, eliminando toda sombra en la habitación. En la pared que quedaba frente a la entrada, una escalera al piso superior por la cual descendía ella.

Aquella mujer llevaba un vestido negro que contrastaba con su pálida piel. Su pelo rubio ondeaba en cada uno de sus movimientos, y su mirada azul leía el rostro de su invitado con diversión. Desprendía una suave fragancia que John no supo identificar. Él observó en silencio cada uno de los pasos de su anfitriona, hasta que apenas unos metros les separaban.

—La señorita Isabella —dijo el mayordomo.

—John Ámsterdam —se presentó el invitado, besando su mano.

—Está usted empapado —observó Isabella. Tenía una voz dulce—. Bernard, prepárele un baño y ropa limpia a nuestro visitante.

—Enseguida, señorita.

John siguió al mayordomo escaleras arriba, mientras su mirada continuaba clavada en aquella mujer. Ella se dirigía hacia una de las puertas. Antes de cruzar el umbral, Isabella le lanzó una mirada que habría derretido un iceberg.

El mayordomo le precedió hasta una habitación con las paredes forradas de espejos y una gran bañera en el centro. Dejó a John solo, quien se desvistió y se metió en el agua. Frente a él, un hombre con su mismo pelo negro y su mismo rostro le miraba. Sin embargo, los ojos marrones de su reflejo tenían un extraño brillo. Jurándose que era un producto de su imaginación, John se dedicó a ensayar esa sonrisa de galán conquistador con la que tantas chicas habían caído en sus tiempos de instituto. Esta noche, Isabella sería suya.

El mayordomo se llevó la ropa empapada, dejándole un traje como sustituto. Se vistió y salió en busca de su anfitriona. Siguiendo su instinto, regresó al recibidor y abrió la puerta por la cual la pálida dama había desaparecido. Se encontró en un lujoso comedor iluminado por la luz de una gran lámpara de araña. En su centro exacto, y bajo la fuente de la iluminación se encontraba una mesa preparada con la cena de dos personas. Isabella ya estaba sentada.

—Le esperaba —saludó, indicando con la mano que tomas asiento. John obedeció, quedando frente a ella.

Tomó la cuchara y probó la sopa, aún humeante. Tras saborearla, vació el plato bajo la atenta mirada de la dama, que se limitaba a sonreír.

— ¿No coméis? —preguntó John.

—Oh, no tengo hambre —respondió ella, jugando con un cuchillo.

El mismo mayordomo trajo el segundo plato cuando John dejó caer la cuchara. El chuletón le resultó delicioso. Isabella tan sólo probó el vino, cuyo color recordaba al de la sangre, mientras esperaba a que su invitado acabase. John dejó los cubiertos sobre el plato y blandió su mejor sonrisa de galán conquistador.

—He terminado—dijo—. Una cena deliciosa.

Ella se puso de pié, indicando con un gesto que la siguiera. Su anfitriona lo guió hasta las habitaciones del piso superior.

—Esta es su habitación—. Abrió una puerta, precediendo a John a través de ella. El dormitorio disponía de una cama de matrimonio con dosel y una mesilla a cada lado, además de una cómoda y una puerta que franqueaba el acceso al aseo—. Espero que su estancia sea agradable.

Y John decidió que aquél era el momento. Avanzó, situándose a apenas unos centímetros de su rostro. Se cargó con todo su valor y se aprovechó de esa pequeña chispa de deseo que encontró en los ojos de su anfitriona.

—Mi estancia resultaría más agradable si esta noche contase con vuestra compañía—dijo, antes de besarla.

Se dejaron caer en la cama, arañando sus cuerpos. Les guiaba una profunda lujuria en aquella habitación, apenas iluminada por una tintineante luz anaranjada, que pronto se apagó. Los destellos de la tormenta fueron la única iluminación de la que dispusieron mientras se aprendían el cuerpo del otro.

***

John despertó desnudo y solo. Se sentó en la cama, tomándose un momento para situarse. Tras recordar lo sucedido se dejó caer, riendo. En el exterior aún era de noche.

Trataba de volver a dormirse cuando oyó un chirrido. La puerta estaba abierta. Isabella debía haberla dejado así al irse. Se levantó, sintiendo los restos del dosel que ella había arrancado, y la cerró, para volver a meterse entre las sábanas. Cerró los ojos.

Y de nuevo el silencio de su habitación se rompió por culpa del mismo sonido. La puerta se abría lentamente, dejando ver unos brillantes ojos al otro lado. John parpadeó, tras lo cual buscó de nuevo aquellos puntos de luz. Habían desaparecido. Él se puso los pantalones y salió al pasillo.

— ¿Isabella? ¿Bernard?—llamó, sin obtener respuesta.

Regresó a la habitación. Con la mano aún en el pomo, escuchó un eco repetitivo. Pasos. Alguien se acercaba. John se quedó mirando al final del pasillo, donde, en unos instantes, ese alguien aparecería.

Nadie dobló la esquina. Y, sin embargo, los pasos no se detuvieron. Algo invisible al ojo pasó por su lado, acompañado de una suave brisa, y se alejó, rumbo al piso inferior. Sólo entonces se fijó John en el auténtico aspecto del pasillo, que daba la imagen de ser más un campo de batalla. Las puertas estaban destrozadas, las paredes se caían a trozos… Descubrió que el pomo de su puerta no tenía nada alrededor; la madera estaba esparcida por el suelo. Recogió uno de los trozos, el más resistente, y siguió los pasos escaleras abajo.

El viento azotaba el edificio, al borde del derrumbe. John se dirigió a la entrada principal, bloqueada por los escombros. En el cavernoso recibidor, seguir al eco de los pasos era imposible. Se sentó en la escalera, meditando que hacer. Escuchaba miles de extraños sonidos, que no lograba identificar. Incluso el silbido de una serpiente.

Un escalofrío recorrió su espalda. Decidió abandonar la mansión. John se lanzó a la puerta, tratando de apartar los escombros de la ahí. Tras darse cuenta de que la tarea llevaría demasiado tiempo, partió en busca de otra salida.

Sus pasos le llevaron al comedor, perpetuamente iluminado por la araña. Se sentía observado; una mirada gélida perpetuamente clavada en su espalda. Se adentró lentamente, examinando la estancia. Ni rastro de vida. Aun así, los restos de la cena seguían sobre la mesa. La única forma de acceder a la estancia, la puerta por la que él entró, se cerró de golpe. No se planteó la posibilidad de que no fuese causa de una ráfaga de aire hasta que unos poderosos brazos rodearon su cuello.

Trató de zafarse, sin éxito. Aquel ser resistía sus golpes con facilidad. John lo mordió, como último recurso. La bestia aulló antes de soltarlo. Entonces lo vio por primera vez. Se alzaba sobre unas patas famélicas, y lo compensaba apoyándose sobre sus manos. Su cuerpo cubierto de pelo. Su hocico sobresalía, mostrando sus colmillos. Miraba con unos ojos inyectados en sangre.

John retrocedió hasta dar con la pared. Su cuerpo entero temblaba a cada paso que daba la criatura hacia él. El ser rugió antes de lanzarse hacia John, que intentó golpearlo con el trozo de puerta que portaba. La madera, debilitada por la humedad, se rompió sin causarle daño alguno. La bestia lo alzó sin dificultad, agarrándolo por el cuello. John no podía respirar…

Todo acabó de repente. En un último intento, John clavó su trozo de madera, que ahora recordaba a una pequeña estaca, en el cuerpo de aquel ser. La bestia se alzó, lanzando un estremecedor rugido antes de caer de espaldas sobre la mesa. El invitado se tomó un segundo para recuperar el aliento antes de acercarse al cuerpo. Se estremeció al ver su rostro, ahora cambiado.

Miraba a los ojos de Bernard.

John echó a correr, recorriendo su cuerpo el miedo. Cruzó el vestíbulo, lanzándose contra la puerta opuesta al comedor, que cayó al suelo sin oponer resistencia. La madera ocultaba una escalera que descendía en espiral. Consciente de que si bajaba por ahí moriría, decidió buscar otra salida. Al girarse, su cara se topó con un puño con suficiente fuerza para dejarlo inconsciente.

Despertó. Se encontraba en una habitación húmeda, iluminada por el fuego de unas antorchas. Una mazmorra. John trató de levantarse. Descubrió que estaba atado de pies y manos, incapaz de moverse. De su brazo salía un tubo que se llevaba su sangre lentamente a un lugar fuera de su campo de visión.

— ¿Ya has despertado? —dijo una voz a su espalda.

Isabella lo miraba. Cubría su cuerpo con una fina tela negra, que daba la impresión de desnudo. A la luz del fuego resaltaba aún más su palidez. Su eterna sonrisa mostraba ahora sendos colmillos.

— ¿Qué es esto? —preguntó él, mirando el tubo.

—Pronto—respondió ella, deslizando una mano por el pecho de su invitado— eso acabará por llevarse tu sangre para mi reserva personal. Morirás para alimentarme, John.

El sintió miedo al ver a la dama acercar los colmillos a su cuello. Quiso resistirse, romper las cuerdas y huir lejos de allí. Le faltaban las fuerzas para ello. Le faltaban las fuerzas hasta para sentir dolor. No llegó a oír las últimas palabras que Isabella le dijo, riéndose de su ingenuo invitado.
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sábado, 17 de abril de 2010

Ángel

Para mi pequeña
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La vi descender, simple, hermosa y pura. La vi descender, con su túnica blanca resplandeciente y sus alas desplegadas. La vi acercarse a mí, con sus brazos extendidos, cogiendo mi rostro con sus manos.

La vi, lentamente, acercar sus labios a los míos. La vi separarse, desaparecer entre la misma bruma de la que había surgido. Me vi siguiéndola, acelerando el paso a cada segundo al no verla. Gritando que se quedara.

Me vi quieto, incapaz de moverme. Me vi cubierto de sangre. Me vi a mí mismo sobre una camilla, mirando a ninguna parte. La vi acercarse de nuevo, pasar su mano por mi mejilla. Me vi siguiéndola, sin poder evitarlo, al fin del mundo.

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viernes, 2 de abril de 2010

Melodía

Por que a veces quisiera irme, perderme, siguiendo una música que no lleva a ningún lugar.
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— ¿Quién eres? —pregunté.

Ella me miraba fijamente, mostrando en sus ojos algo que no lograba captar. Sus manos arrancaban una melodía azul de su guitarra. La gente le lanzaba unas monedas a cambio de llevarse el silencio.

Nadie, aparte de mí, parecía darse cuenta de su presencia. Para ellos, la música no era más que una mendiga que tocaba para poder comer. Yo veía libertad bajo su sucia ropa. No agradecía las monedas; no parecían tener importancia. Pasase quien pasase, sus ojos no se apartaban de mí.

— ¿Qué quieres? —inquirí.

Ella no respondió. Siguió tocando. Dejó que su melodía me respondiese. Sus notas me mostraban mundos más allá de mi vida, lugares que sólo existían en mi imaginación. Sonreía cuando volví en mí. Su mirada me prometía un mundo nuevo.

—Llévame contigo— dije.

Ella se levantó. Sacudió las monedas que había en la funda de su guitarra y se la echó al hombro. Caminó hacia la puesta de sol, siguiéndola mis pasos.
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viernes, 26 de marzo de 2010

Alcohol

Por que todas las decisiones, buenas o malas, nos marcan.

Para tí, pequeña
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Tirado en un charco, su ropa raída empapada. Los coches lo mojaban aún más al pasar sin ningún cuidado. A él ya no le importa.

Alza su mano, la que aferra la botella. Se la lleva a la boca, al ojo. Vacía. Ve su pupila reflejada. Lo que tras ella se esconde. La botella se rompe al impactar contra la pared.

Busca en sus bolsillos alguna de esas monedas que la pena le da. Su escaso presupuesto apenas llega para unos minutos de silencio. La conciencia incalmable se esconde bajo el alcohol. Se dirige, arrastrando los pies, hasta una de esas pequeñas tiendas que aún le permiten el acceso. Poco después vuelve a caer en un charco, dando grandes tragos de vino.

Se ríe, borracho. Llueve, el agua moja su cara. Se mezcla son sus lágrimas. Llora como un niño, lamentando sus errores, sus malas decisiones. Maldice su orgullo, el que le arrastró a la miseria.

Tirado en un charco, la ropa raída. Esperando el fin de su vida vacía.

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miércoles, 3 de febrero de 2010

Noche

Otra historia de menos de una cara... que raro xD.

Para Requiem, por soportarme, y para Lu, como pago de su búsqueda. Por supuesto, también para mi Princesa.

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Desesperación. Vacío. Oscuridad. Las tres palabras que mejor describían mi habitación, un reflejo de lo que albergaba mi cabeza. Un mundo tenebroso que sólo yo habitaba y al que nadie más podía llegar.

El miedo recorría mi columna vertebral cada vez que veía un resquicio de luz. Su resplandor me cegaba. Su calor me abrasaba. La odiaba, la temía. Huía de ella. Siempre me alcanzaba. Me lancé a por la puerta, a bloquear la entrada de la luz.

Con el portazo llegaron las voces. Rugidos incomprensibles al otro lado de la puerta, susurros en mi cabeza. Todo ello acompañado del eterno tic tac de un reloj de mesa. Regalo del demonio, recuerdo de que mi tiempo se acaba. Mi vida se escapa acompañada de una triste balada compuesta con gritos, golpes y sangre.

El estridente timbre del reloj llenó la habitación. Las siete de la mañana. Hora del amanecer para muchos, horas de miedo para otros. Hasta que la luz se acabe y sea la noche eterna. Hasta la hora de mi muerte.

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domingo, 3 de enero de 2010

Sed de sangre

Feliz año 2010 xDD. Ya llevais un año aguantándome -Si es que seguis haciéndolo-, y eso es mucho xD. Sobre todo, teniendo en cuenta lo vago que soy. Pensé que este blog acabaría muerto, como todos los que tuve que crear para clase.

Os dejo con la historia. Por lo visto, los vampiros de ahora ya no buscan doncellas a las que morder su cuello y beber su sangre... Así que toman el testigo los humanos xD
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Llora, llora, mi dulce dama. Que las lágrimas bañen tu rostro.

Manaba sangre de aquel corte, hecho con precisión, en su brazo. Su pálida piel se abrió con facilidad al entrar en contacto con el filo de plata que mi mano sostenía. Disfruté unos instantes del momento antes de probar aquel líquido mortecino, tan delicioso. Bebí aquella exquisita bebida bajo la atenta mirada de ella. Sabía que, pese a las drogas, ella estaba consciente.

Pobre ilusa. Haciendo más caso a sus delirios de fama y grandeza que a la razón, cayó en cada una de mis mentiras. Ahora que sus ojos veían la verdad, lloraban. Reflejaban el miedo, la desesperación. Su mirada azul sería el único recuerdo de aquel cielo azul que nunca volvería a ver.

Grita, grita, mi dulce doncella. Que nunca deje de escuchar tu voz en mi cabeza.

El dolor era insufrible ya, pese a las drogas. El dolor que le causó mi segunda puñalada, guiada por mi ansia y mi sed de sangre, debió de parecerle insoportable. Mi daga abrió su pecho, atravesando su corazón. Cansado de esperar que su flujo continuo me diese mí alimento, decidí ir a su fuente.

Su voz se acalló. Sus ojos dejaron de brillar. Sus labios dejaron escapar su último suspiro. Ella estaba muerta. Besé su fría mano, su gélida boca. Cerré sus párpados. Admiré su hermosa figura. Sin duda, era un delicioso manjar.

Muere, muere, mi dulce diosa. Que tu cuerpo y tu sangre me alimenten.

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