domingo, 12 de enero de 2014

Dos balas por cabeza

Guau, un año sin actualizar. Me he quedado sin ideas, o me he vuelto demasiado vago para escribirlas. Pero bueno, el insomnio es mejor si se aprovecha...

Esta historia surge de un cartel que vi hace 4 años en la universidad -ya podía haberla escrito antes-, una obra de teatro de título homónimo. Unas 5 páginas escritas en 3 horas y sin releer mucho, no me hago responsable de cegeras al leerlo.

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— ¿Por qué te llaman “dos balas”?

Jackson examinó a su interlocutor. Aquel mocoso, que no debía tener más de dieciséis años, era el último fichaje de Maloni para cubrir el puesto vacante de camarero en su local privado. Blandía una sonrisa con la que parecía intentar convencerlo mientras se esforzaba por limpiar un vaso, pero que a cada segundo parecía más sucio.

—No veo por qué debería contártelo—respondió Jackson tras tomar un largo trago de su copa.

—Oh, vamos—soltó a su lado Thomas, atrayendo la atención—. El chaval se muere de curiosidad. Además, esa historia siempre es divertida.

— ¿Quieres que le haga una demostración práctica?

Thomas era un enorme bocazas. Desde el incidente comenzó a llamarle así, él fue el que le puso el apodo. Un grupo de personas se congregaba en torno a Jackson, que comenzaba a notar que sólo tenía una forma de salir de ahí. Resignado, vació su copa de un trago, tomó aire y comenzó:

—Cuando empecé aquí pude conocer al viejo Grisham, apodado “halcón”. De él se decían muchas cosas. Que si jamás había herrado un disparo, que si podía matar a una hormiga de un balazo a medio kilómetro de distancia… Los rumores siempre exageran la verdad. De lo que sí fui testigo fue de cómo se cargó a un soplón que miraba por la ventana de un cuarto piso desde la calle con su nueve milímetros. Le dio entre los ojos.

Jackson había contado aquella historia tantas veces que conocía los puntos exactos en los que una pausa añadía un enorme dramatismo. Hizo un gesto con una mano para que le sirviesen un Bourbon antes de continuar:

—Por algún extraño motivo que desconozco, Grisham decidió tomarme como su aprendiz. Él fue quien me enseñó a disparar, tras largas sesiones de entrenamiento y algún que otro trabajito. Quizá por esto soy el que mejor comprende lo letal que puede llegar a ser y el que más se sorprendió al enterarme de la noticia.

»El trabajo era fácil. Un chaval llamado Henry Lyons, gilipollas por vocación, decidió rayar el Corvette del 77 de Maloni, supongo que por envidia. Las cámaras de seguridad del aparcamiento le grabaron, y Grisham se ofreció para liquidar el asunto; al fin y al cabo fue él quien se lo regaló. Al anochecer aparcó frente al piso del futuro fiambre e irrumpió derribando la puerta. Aquel pobre infeliz se cubrió con una bandeja de té. Grisham se limitó a sacar su revólver y disparar. La bala atravesó la madera y el hueso. Lyons cayó al suelo, con un hilo de sangre manando del agujero que le había abierto en la frente. Sin mirar atrás, Grisham salió del apartamento, dejando las huellas de sus pisadas en la nieve. Pronto se arrepentiría de aquello, porque aquel chaval seguía vivo.

—Venga ya—escupió el camarero sin poder contenerse—. ¿No comprobó que estaba muerto?

—Normalmente, cuando a uno le disparan a la cabeza y aciertan, no hace falta hacer una comprobación—argumentó Thomas—. Continúa, Jackson.

—Una vecina que oyó los disparos llamó a la policía. Cuando llegaron, al ver el desastre en el apartamento pensaron que podría ser un robo con homicidio. Uno de los agentes se agachó y descubrió, con total fascinación, que Lyons seguía vivo. Lo trasladaron al hospital donde, una vez confirmado que milagrosamente iba a salir de esta, procedió a relatar los sucesos que le llevaron a tener permanentemente un trozo de plomo incrustado en la cabeza, retrato robot incluido.

»Uno de los agentes anti-bandas del FBI vio por casualidad el dibujo del sospechoso y lo reconoció. Su superior, agradecido por aquella información, le regaló una botella de whisky con la que esperaban celebrar nuestra captura. George White, que así se llamaba el lumbreras, acudió al hospital con una carpeta de fotos que enseñarle. Convenció a Lyons para que modificase su testimonio añadiendo a Maloni en el escenario. Esperaba que con su nuevo testigo estrella y un dosier de trescientas páginas de pruebas circunstanciales conseguiría encerrar a uno de los mayores traficantes del país.

—Pero… ¡Eso es ilegal!—Le interrumpió el camarero.

Aquello fue más de lo que Jackson pudo aguantar. Se unió a sus compañeros en una estruendosa carcajada que hizo retumbar las paredes. Maloni, que acababa de llegar al local justo a tiempo para oír aquel comentario, se acercó a la barra riendo entre dientes.

—Vamos a ver, chaval. ¿Tú sabes quién te ha contratado? ¿Y andas preguntando si lo que hace los maderos es legal o ilegal?—le reprendió—. Anda, calla y ponme lo mismo que a Jackson. Y rellena su copa.

Jackson le agradeció el gesto con la cabeza y procedió a terminar el relato:

—La policía irrumpió aquí mismo, derribando la puerta al entrar. Nos apuntaron a todos; a los que nos dio tiempo a reaccionar les correspondimos. White entró blandiendo la orden de detención en alto con una enorme sonrisa de satisfacción en la cara. Tenía al jefe de la organización y a su mejor hombre de una sola vez. Parecía estar contando mentalmente las condecoraciones. Nuestros abogados estaban en marcha apenas cinco minutos después de que ambos salieran esposados.

»La fecha del juicio se acercaba y todos nos mordíamos las uñas; era la primera vez que aquello pintaba tan mal. Entonces, una mañana de febrero, el teléfono del local sonó. Lo cogí yo mismo. Uno de nuestros informadores hizo el trabajo de su vida aquel San Valentín. Nos entregó un dosier entero que relataba cuándo y cómo se llevaría a cabo el traslado de Lyons desde el piso franco hasta los juzgados, incluyendo los nombres de los tres miembros de la escolta que amanecerían varios días después en sus casas con un dolor de cabeza que les mantendría inmovilizados. Me encargué rápidamente de sustituirlos a todos por buenos compañeros. Así, la mañana del quince de Febrero, el día en que la organización de Maloni iba a caer, Thomas aparcó una furgoneta blindada de la policía frente al 219 de la calle Baker y esperó pacientemente a que Lyons subiese en ella.

»Una hora más tarde, tras despistar a la escolta policial en un bien preparado accidente de coche que bloqueó la autopista en ambos sentidos. Thomas llevó la furgoneta hasta un descampado prácticamente desértico. No había nadie en kilómetros a la redonda. Tan solo el conductor, los falsos escoltas Kevin y Rick, nuestro amigo Henry Lyons y yo mismo. Apoyé el cañón en su frente y le dejé rezar. Probablemente pedía a Dios un milagro similar al que ya le salvó la vida una vez. Esta vez la bala no se detuvo al atravesar su cráneo de lado a lado. Cayó al suelo, inerte, casi al instante. Y entonces, por si acaso, volví a disparar.

—Y desde entonces, cada vez que se carga a alguien dispara dos veces. Por si acaso—concluyó Thomas riendo.

— ¡Eh, esa es mi frase!—Jackson le golpeó, haciendo que se tambalease sobre el taburete intentando no caerse. El camarero preguntó:

— ¿Qué fue del juicio?

—Sin el testigo principal el caso no se sustentaba—respondió Maloni—.Por supuesto, hubo una investigación sobre la muerte de aquel chaval, pero gracias al buen trabajo de Jackson no encontraron pruebas que sustentasen una nueva acusación. Sólo por eso le permito esa cara manía que tiene—añadió entre risas.

Jackson levantó la copa y brindó por él. La vació de un trago, se despidió de todos y abandonó el local casi arrastrando los pies. El peso del arma en el bolsillo interior de la chaqueta se hacía más real a cada paso que daba. Su coche desentonaba con el resto; rodeado que BMW, Porches y demás, su viejo Ford Mustang destacaba por lo machacado que estaba. Tenía dinero para comprar uno nuevo, sin duda, pero había conducido vehículos más modernos y se veía incapaz de abandonar la característica vibración de su volante. Se sentó, arrancó el motor y puso la radio. Reconoció los últimos compases de “The show must go on”.

—Que apropiado—comentó en voz alta, pisando el acelerador.

La cabaña estaba bastante alejada de la ciudad, refugiada entre los árboles. Sólo podías encontrarla si sabías el camino, o si te perdías en el bosque y vagabas durante horas. El viejo Grisham me la enseñó cuando se la compró, dos días antes de hacer su retiro público. Estaba cansado de aquella vida.

Cuando Jackson aparcó, el viejo le esperaba sentado en el porche. A pesar de reconocer el motor blandía una escopeta con ambas manos. Sólo hasta que se cercioró de que su visitante venía sólo bajó el arma. Nunca lo soltaría del todo. Le invitó a pasar con un gesto de cabeza, sin decir ni una palabra hasta que ambos se sentaron bajo el cielo nocturno.

—Hace tiempo que no venías—le dijo Grisham alcanzándole una cerveza—. ¿Cómo te ha ido?

—No tengo tiempo para aburrirme. Desde que te fuiste Maloni me encarga todos tus trabajos. ¿Cómo podías soportarlo?

—Te encargaba hacer la mitad, para eso te tenía—rió el viejo.

Por un tiempo ambos permanecieron callados. No había luna ni estrellas. La luz era artificial, anaranjada, perenne en aquella ciudad. Grisham tenía ya tres botellines vacíos a sus pies. Jackson ni siquiera dio un sorbo a su cerveza, abandonada en el suelo ya caliente.

—¿Lo echas de menos? —preguntó de repente.

—¿Ir por las calles pegando tiros? Ni por un segundo. Echaba de menos la tranquilidad. No he disparado un arma desde aquel niñato que casi me encierra, y no podría sentirme mejor—a pesar de sus palabras, el viejo aún sujetaba la escopeta sobre su regazo. La levantó, apuntó a la copa de un árbol y apretó el gatillo—. ¿Ves? Ni siquiera está cargada. La gente se asusta de un simple trozo de metal.

Él se limitó a sonreír, apenas una mueca vacía. Por dentro temblaba. Grisham, con sus años de experiencia, ni siquiera tenía que mirar a su aprendiz para saber lo que se le pasaba por la cabeza. En los dos años que lo tuvo a su cargo Jackson lo aprendió todo; incluso algunos de los propios gestos del viejo.

—Te ha enviado para matarme, ¿verdad?—le preguntó, conociendo la respuesta—. Que sea rápido.

Jackson se levantó, sacó el arma del bolsillo y apuntó a su mentor. Ni uno solo de sus gestos delataba el conflicto interno en el que se debatía, quizá sólo fuese aquel amago de lágrima en sus ojos, y sin embargo Grisham lo leía como un libro abierto. Veía sus miedos, sus ganas de salir huyendo de allí y no volver la vista atrás. Veía arrepentimiento, la conciencia cargada de actos que le impedían dormir. Pero sobre todo le veía incapaz de aquello. Sabiendo lo que le ocurriría de fallar, Grisham tomó su decisión. Sacó un par de cartuchos del bolsillo y cargó su arma.

—Escapa como puedas, mocoso—se despidió.

Antes de que Jackson pudiese reaccionar, el viejo se puso el cañón bajo la barbilla y apretó el gatillo. La explosión se llevó por delante toda la cara. Jackson apretó los puños hasta sangrar. Entonces buscó una pala con la que enterrarlo. Tardó un buen rato en cavar una fosa de unos dos metros de profundidad, no quería que algún animal del bosque se alimentase con sus restos. Al acabar cogió su móvil.

—¿Está hecho?—preguntó Maloni nada mas descolgar.

—Sí.

—Estupendo. Ahora vuelve aquí, tengo un trabajo para ti.

—¿Sabes qué, jefe? Váyase usted a la mierda.

Jackson partió el teléfono por la mitad y lanzó los trozos al bosque. Abandonó su viejo Ford allí mismo y cogió la camioneta de su mentor. Condujo hasta que no le quedó gasolina, atravesando dos estados, y cuando el motor no pudo más se subió a un tren. No tuvo tiempo a reunir algo de dinero. Se limitó a poner toda la distancia posible entre él y aquellos que Maloni enviase en su busca. El peso de su pistola reapareció de golpe, como un bálsamo calmante. Si le encontraban, estaría preparado.
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