viernes, 6 de mayo de 2011

Alma en llamas. capítulo III

Durante el resto de la semana el sueño se repitió. Desperté cada día envuelto en sudor. La cama quedaba completamente deshecha, e incluso las sábanas presentaban roturas. Le expliqué a mi madre que había tenido una pesadilla muy vívida; eso bastó.

Hasta el fin de semana siguiente no tuve tiempo de ir a visitar de nuevo a aquel anciano, cuyos conocimientos del tema me resultaban intrigantes. Conocía a Eduardo Martín—y, por algún motivo, me confundía con él—, autor de uno de los capítulos del libro que ocultaba bajo mi colchón y presunto pirómano. Si realmente quería investigar aquel tema, aquella era una oportunidad única.

Realmente ni yo entiendo por qué ese libro me interesaba tanto. Supongo qe me fascinaba la posibilidad de que, y por muy improbable que fuese, aquellas historias fueran ciertas. Y el hecho de que la acción, por llamarlo de alguna forma, saltase desde Barcelona a Chicago, y regresase a España, me llamaba la atención.

Aquel sábado me levanté al alba. Recuerdo haber visto cómo salía el sol, sus rayos de luz reflejados sobre la superficie de un mar en calma, sentado al borde del agua. Un impulso más. Esperé durante unos minutos, mientras un barco se alejaba del puerto. Regresé con el tiempo suficiente para colarme entre las sábanas y así fingir que seguía dormido a ojos de mi madre. Ni qué decir que me descubrió.

— ¿Dónde has estado? —preguntó apenas hube puesto un pié en la cocina, apenas una hora después de mi regreso.

—En mi cama—respondí, fingiendo que la pregunta me pillaba por sorpresa.

—Entonces el rastro de arena que hay desde la puerta de casa hasta tu habitación me lo he imaginado.

Me maldije por ponérselo tan fácil.

—Supongo—dije, tomando el bol del desayuno.

—Y…—mi madre se acercó a mí, moviendo las cejas— ¿cómo se llama ella?

Escupí la leche, atragantado. Ella me dio unos golpes en la espalda, intentando que se me pasase. Un instante después recuperé el aliento.

— ¿Qué?—inquirí con voz entrecortada.

—Habéis ido juntos a ver el amanecer, lo sé. Que romántico… Recuerdo que, hace años, tu padre y yo también lo hacíamos. Él se plantaba bajo mi ventana, lanzaba unas piedras contra el cristal para llamarme y me gritaba que…

Engullí lo que quedaba de desayuno y salí corriendo, evitando así una vez más la historia que protagonizaron mis progenitores. No era la primera vez que intentaba contármela, aunque yo siempre mostraba el mismo interés que aquella fría mañana de febrero.

—¡Luego me pedirás ayuda, seguro!—Gritó cuando se dio cuenta de que me había ido, mientras yo cerraba la puerta de casa.

Cuando salí eran las nueve de la mañana, según mis cálculos. Si estaba en lo cierto, quedaba como mínimo una hora para que David pensase siquiera en levantarse. Bajé por Miguel de Artigas hasta la plaza del ayuntamiento, sentándome en un banco a dejar pasar el tiempo.

La gente pasaba a mí alrededor sin detenerse a mirar nada. Hombres que iban a abrir sus negocios, mujeres de compras. Algún saludo a medias si miradas conocidas se cruzaban, pero no pasaba de ahí. La suave brisa traía una hoja, robada a un árbol cercano. Su frio aliento se colaba entre mi ropa, congelándome hasta los huesos. Nada más pasó hasta el momento en el que decidí que, fuese la hora que fuese, David tendría que levantarse.

— ¿Tú sabes qué hora es? —me dijo unos minutos después. Estaba notablemente enfadado, quizá por el golpe que le propiné con un cojín en un intento de despertarlo.

—No—respondí, con total sinceridad.

Se apoyó en la cama, tratando de levantarse del suelo. Mientras se volvía a meter entre las sábanas, abrí la ventana de par en par. En viento helado terminó de despertarlo. Se vistió lentamente, pidiendo piedad a gritos.

— ¿Y qué haces aquí?

—Vengo para que me acompañes a ver al abuelo.

—¿Otra vez con esto?—Me apuntó con un dedo, llevándose la otra mano al pelo—. Creo haberte dicho que no cuentes conmigo.

—Necesito que me acompañes—dije, apartando su mano de un golpe—. Hay algo que tienes que oír. Además, esa pose te hace parecer imbécil.

—Vaya, tendré que trabajarme otra.

—Anda, vamos. A ver si hay suerte y te cae encima la granizada que te hace falta.

Llevé a David casi a rastras hasta el edificio del viejo. Me paré al llegar, mirando el portal.

—Ahora que me has traído hasta aquí, no me hagas esperar—dijo.

Conté setenta y dos escalones. Dieciocho por piso, nueve por cada giro. Los subí uno a uno, pensando mientras qué iba a decir. Si llevaba a David era tan sólo para no echarme atrás. Llevaba toda la semana convenciéndome a mí mismo para hacer esto, y aquella mañana aún no lo había logrado del todo. Cuando quise darme cuenta, y mientras buscaba razones para ir corriendo a casa, mi amigo llamaba a la puerta, que se hizo a un lado al instante.

Entramos. Arrastré los pies hasta el salón, el mismo lugar donde había encontrado al anciano. Él se encontraba sentado en el mismo sillón de la última vez. No supe qué decir.

—¿Quién es?—preguntó el anciano.

—Soy Martín—respondí—. Venía a hablar con usted, si es que no está muy ocupado.

—No, Martín, no es problema—dijo, notablemente cansado—. ¿Qué quieres contarme?

—Pues…—una idea cruzó de pronto por mi mente—. Quería ponerle al día sobre aquella “sombra”, pero no recuerdo exactamente hasta que punto conversamos sobre el tema.

—Oye, Javier—me susurró David—, ¿por qué tienes que mentirle?

Lo pensé por un segundo. Él estaba en lo cierto, ¿por qué tenía que engañar al anciano? Bastaba con preguntar. Pero, a estas alturas de la historia, rectificar era algo impensable. Me debatía entre estas dos opciones cuando mi anfitrión me interrumpió.

—Huya.

— ¿Cómo dice?

—Es lo que usted me recomendó. “Huya, y no vuelva a esta ciudad”, me dijo. Que me mantuviera alejado de aquel libro maldito…

Lentamente, la voz del anciano se fue apagando. Se quedó dormido ante mis ojos, de nuevo. Estaba notablemente fatigado. Su respiración era muy suave, muy tranquila.

—Me parece que debemos irnos, David—dije, encaminándome a la salida.

Cuando mi mano tocó el pomo de la puerta principal me giré. Mi amigo no me había seguido. Deshice mis pasos, encontrándolo de pie en el mismo sitio en el que había permanecido durante toda la conversación. Su mirada revelaba un nerviosismo inesperado en él.

— ¿Ocurre algo?—pregunté.

David se abalanzó sobre el anciano, apoyando dos dedos en su cuello.

—Javier, no tiene pulso.

— ¿Cómo?

—¡Que no tiene pulso! ¡Y no respira!

Me acerqué yo también, dispuesto a demostrarle que se equivocaba. Cogí aquel brazo, frágil y arrugado, por la muñeca, sujetándolo con dos dedos. No notaba nada. Me acerqué a su rostro, posé la mano en su pecho. Nada. Sentí como el color se iba de mi cara.

—David, busca un teléfono—dije, con una calma que no era mía.

Me quedé junto al anciano mientras mi amigo corría, desesperado. De pie, sin abrir la boca, sin parpadear siquiera. No podía moverme. Veía como aquel hombre, tan marcado por el paso del tiempo, se iba poco a poco hacia un lugar desconocido, y no me sentía capaz de hacer nada. Ni siquiera pensar en otra cosa, más que en el hecho de que si él moría, yo perdería aquella historia que tanto necesitaba oír.

Perdí la noción del tiempo. No recuerdo en qué momento David volvió a mi lado, ni cuando apareció aquel hombre que, con un empujón en el pecho, me alejó del anciano. Vi como le buscaba el pulso, cómo aplicaba las técnicas que creía necesarias, hasta que se volvió hacia mí.

—Lo siento, chaval—dijo—. Tu abuelo ha fallecido.

El hombre se quedó con nosotros un par de minutos, antes de irse. Reaccioné cuando, tras zarandearme y gritarme, David me abofeteó. Me dijo que debíamos contárselo a alguien. Le pregunté donde estaba el teléfono. Arrastré los pies hasta el aparato. Había una agenda junto a él. El primer número aparecía indicado únicamente como “hijo”. Lo marqué. Me respondió una voz dulce, un timbre femenino cuya musicalidad me sonaba. Sin embargo, mi cabeza no era capaz de reconocer sonidos. Le indiqué la dirección desde la que llamaba, preguntando si conocía al anciano. Me lo confirmó, afirmando que era su nieta.

No pude encontrar una forma fácil de decirlo, así que lo hice sin rodeos. Poca idea tenía yo de que estaba informando a Marina de que su abuelo acababa de morir ante mis ojos.

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