domingo, 12 de agosto de 2012

Alma en llamas, Capítulo IX


Giré la última página por quinta vez aquella noche. Estaba en mi habitación, leyendo a la luz de una vela. Me dejé caer sobre la cama, que crujió al recibir de repente mi cuerpo. Mi estómago rugió. Había subido directo nada más volver. No había probado bocado. Algo en mí sabía que toda la comida que tragase se abriría paso por donde había venido en su camino a la salida.

Abandoné las páginas a un lado y apagué la luz. Intenté dormir. A pesar de sentir que mi cuerpo estaba lleno a rebosar de miedo, quedé en un estado a medio camino entre el mundo real y el de Morfeo. Un hombre leía un libro, sentado sobre el mismo fuego que devoraba la estancia en la que se encontraba. Mientras sus ojos azules se deslizaban sobre las páginas, las llamas comenzaron a ascender por su cuerpo. Lo consumían todo a excepción de la lectura. Entonces escuché una risa que me heló la sangre.

Seguía siendo de noche, cerca de las tres de la madrugada. La única luz en la habitación era la que se colaba por la ventana, proveniente de la luna. Miré a través del cristal. “Eso”, que ya no sabía cómo llamarlo, estaba allí, aquella figura que no lograba identificar como hombre o bestia, con la vista clavada en mis ojos. Una pequeña cortina de humo se formaba a su alrededor, aunque no pude ver llama alguna. Supe que me esperaba.

Bajé por las escaleras corriendo, sin molestarme en no hacer ruido. Me paré un segundo, frente a la puerta, a pensar si debía salir o no. Mi cuerpo decidió por mí; antes de darme cuenta estaba fuera. La figura se alejaba lentamente. Requería mi compañía. La seguí, siempre unos pasos por detrás. De vez en cuando se volvía a mirarme, sus ojos fríos captaban cada pequeño detalle. Entonces yo meditaba de nuevo si debía seguir con eso o correr hasta la otra punta del mundo.

Se metió en un portal. Allí lo perdí. Subí, buscando con atención. Todas las puertas en mi camino estaban cerradas. La única que me permitió el paso fue la del ático. Donde me esperaba.

La figura me miraba fijamente. Extendió una mano hacia mí. Al ver que yo no me movía dio un paso. Y otro, y uno más. Cerré los ojos cuando puedo tocar mi mejilla. Su aliento, un hedor indescriptible, me golpeó en la cara. La piel me quemaba, pero yo no me atreví a mirar hasta que todo paró. De nuevo estaba sólo, aunque esta vez era todo distinto. Suspiré, aliviado. Y entonces fue la primera vez que escuché aquella voz.

“Duerme.”

Despertaría horas después en un banco de la calle. Los primeros rayos de luz cruzaban el cielo. O eso creía. Parpadeé. La luz era muy intensa, demasiado para ser del sol. Parpadeé una vez más. Y me di la vuelta.

Era el fuego lo que me despertó mientras arrasaba con todo. El edificio ardía por completo. Se caía a pedazos ante mis ojos. Me quedé allí quieto, sin poder mover un músculo, asustado y al mismo tiempo fascinado.

Amanecía cuando entré por la puerta de casa. Mi madre estaba sentada en el recibidor, dejando el espacio justo para abrir la puerta. Dormía. Se despertó mientras yo intentaba pasar el pie por encima de ella. Subí las escaleras sin hacer caso a los gritos que me lanzaba desde el rellano. Me encerré en mi habitación y me dejé caer en el suelo, apoyado contra la pared. No podía levantarme, ni por ganas.

Así, tirado en el suelo, la recibí. La niebla se filtraba por cualquier resquicio: el hueco bajo mi puerta, el diminuto agujero en el cristal de mi ventana… La bruma, lentamente, llenó la habitación. En su ascenso se coló por mis oídos, mi nariz, mi boca… y se adueñó de mis sentidos.

Sentía mi cuerpo flotar. Abrí los ojos. Estaba rodeado de una espesa niebla. Parpadeé. La niebla seguía ahí, pero menos densa. Tras ella, una fuerte luz. Parpadeé una segunda vez. La bruma desapareció, ahora miraba directamente al sol, pero sin hacerme daño. A mi izquierda y derecha había nubes pintadas sobre un fondo azul. Bajo mis pies se extendía Santander; ni sus edificios más altos llegaban siquiera a mi altura.

Parpadeé por tercera vez.

El tiempo comenzó a retroceder. En apenas unos segundos el sol, que en el momento de mi despertar se hallaba en lo alto del cielo, se ponía por el este. Y al instante siguiente, en menos tiempo del que se tarda en respirar, la luna se alzaba sobre mi cabeza. A mis pies, una campana sonaba tres veces.

Una fuerza invisible tiraba de mí. La ciudad crecía a pasos agigantados. El edificio más alto de la ciudad ahora me miraba desde lo alto. Cerré los ojos, listo para recibir el impacto…

Que no llegó.

Había regresado a aquel edificio. Estaba frente al ático. Seguía flotando, repelido por las paredes y el suelo. La puerta se abrió, cediendo el paso a una oscuridad absoluta. Y de ella salí, o eso pensé en un primer instante.

Era cierto que se parecía a mí, pero tenía rasgos distintos. Su pelo no era negro, si no blanco, y los ojos eran de un azul más frío que el propio hielo. Al verme sonrió; su mueca me hizo temblar. Me apartó, empleando la misma fuerza que se necesita para abrirse paso a través de una cortina, y descendió por las escaleras. Al llegar al rellano del tercer piso derribó la primera puerta que encontró. Se internó en la vivienda y, tras el ruido de cristales rotos, regresó. Llevaba en la mano derecha una botella de whisky, con el cuello roto, que iba perdiendo el alcohol de su interior, bañándolo todo con el líquido ámbar. Cuando no quedó ni una gota, rompió la otra botella, de ron, y repitió el proceso.

Tres veces más realizó aquella tarea. Yo le seguía de la misma forma que un globo sigue a un niño, porque les une un hilo. En mi caso yo no podía verlo, pero sentía la fuerza invisible que me atraía hacia él.

Llegamos al portal. Allí se detuvo un instante. Miró hacia las escaleras, por las cuales goteaba un pequeño río de alcohol mezclado. La madera era antigua, y crujía con cada paso. Esperó hasta estar satisfecho.

Sólo entonces llevó a cabo el último acto de su plan. Metió la mano en el bolsillo, y buscó algo. Lo sacó. En su palma brillaba con fuerza. Las llamas ardían sobre la carne, pero él ni se inmutaba, no lo sentía. Las dejó caer sobre el charco que se formaba a sus pies, y abandonó el portal.

Yo dejé de sentir aquella extraña fuerza invisible que me ataba a él. Suspiré, aliviado, e intenté huir del edificio. “Nada puedes hacer para salvarlo”, me dije. Con aquella idea en la cabeza di un paso hacia la salida. Y un segundo, y un tercero. Tras el cuarto supe que no podía andar; me mantenía siempre en el mismo lugar. Intenté moverme nadando, pero obtuve el mismo resultado.

A mi alrededor las llamas crecían, consumiéndolo todo a su paso. Un trozo de madera cayó del techo; el fuego trepó por él. Se acercaba a mí, quería devorarme. Antes de que pudiese gritar para pedir socorro era pasto de las llamas.

Abrí los ojos. Volvía a estar en mi habitación, tirado en el suelo. La niebla seguía inundándolo todo, pero menos densa. Se batía en retirada a través de las rendijas de la ventana. Me abalancé sobre el cristal. La bruma flotaba sobre la calle, bajando hasta reptar sobre la acera para meterse bajo la gabardina de una figura que se apoyaba en la pared de un edificio. Su atuendo, que se completaba con un sombrero de ala ancha, impedía ver nada de su rostro, a parte de sus ojos azules, fríos como el hielo. En el instante en que nuestras miradas se cruzaron, pude ver cómo aquella sombra se dividía en dos siluetas, que caminaban en direcciones opuestas.

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