lunes, 15 de agosto de 2011

Alma en llamas, capítulo VI

Pues eso, el sexto capítulo.

Sé que no es habitual que añada notas a las entradas pertenecientes a la novela, pero... ya que aprovecho el twitter para publicitar las entradas del blog, voy a probar a la inversa.

¿Que qué twitteo? Pues tonterías, como el 80% de las entradas de este blog. Tambien alguna que otra cosa interesante, una idea que se me ha ocurrido o un RT que creo que merece la pena. Y por último, también las últimas actualizaciones de este mismo blog.

La cuenta, @leondurmiente. Eso es todo.
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El salón era una pequeña habitación en la cual se amontonaban los muebles en un ordenado caos. Cortinas verdes sobre las blancas ventanas, papel que imitaba a la madera en la pared, dos armarios exponiendo figuritas de porcelana y dos sofás entorno a una pequeña mesa. Quien lo decoró se olvidó de que las personas debían poder entrar para ser capaces de apreciarlo.

Pateé la mesa, que se rompió cuando impactó contra la pared; sus restos cayeron sobre el mismo sofá en el que lancé al viejo. Su mirada no se apartó de mí. Recuerdo cómo pasó de furia contenida a sorpresa al verme, para tornarse en miedo cuando lo cogí por las solapas de su chaqueta y lo arrastré al interior de su piso. Ahora temblaba encogido, como un bebé.

—¿Sabes por qué estoy aquí?—pregunté, con una versión distorsionada de mi voz. En mis oídos se escuchaba un eterno zumbido, mezclado con las voces de una misa de réquiem.

—Creí que eras… el cerdo que se acostaba con mi mujer—tartamudeó—, pero eres demasiado joven para… eso.

Me moví. O quizá debería decir que mi cuerpo se movió por su cuenta. Para aquel entonces ya me había dado cuenta de que lo que estaba viviendo era un sueño. Allí, simplemente era un testigo. Me acerqué a una de las estanterías. Mi mano rebuscó entre todas las figuras una, aquella de diferente tacto. A simple vista era exactamente igual. Cuando mi anfitrión pudo verla palideció.

—¿Qué es lo que quieres de mí?—inquirió.

—Lo conociste…

En su mirada se mezclaron la duda y el miedo. Apreté con el pulgar la cabeza de la figura, que se desprendió limpiamente del cuerpo. Su interior, casi vacío, desprendía un olor que no pude identificar.

—¿De qué hablas?—siguió.

Le lancé la figura, que derramó el contenido. Él gritó con rabia contenida, mientras yo jugueteaba con la cabeza que hacía las veces de tapón. Aquellos ojos fríos no se apartaban de mí ni un instante.

—¿Por qué has hecho esto?

—Lo conociste—repetí.

—¡¿A quién?!

Le tiré la cabeza, que lo golpeó en la frente. La atrapó mientras caía ante sus ojos. Se quedó pensativo un instante, totalmente en silencio. Podía oírle respirar, casi con desgana. Su voz me llegaba mezclada con un susurro. Le dejé un tiempo de meditación antes de hablar.

—Dímelo todo.

—Apenas sé mucho—contestó—. Tan sólo que era un triste camarero del Auspicio, y que conseguía cosas de dudosa legalidad.

—Cuéntame algo nuevo.

—¡No sé más!

Le golpeé de nuevo, haciéndolo caer del sofá. Fui hasta la cocina, regresando con una de las sillas. Me lo encontré intentando ponerse de pie. Lo ayudé. Le cogí por el cuello, levantándolo todo lo que mi brazo me permitía. Lo mantuve así hasta que le cambió el color de la cara. Entonces lo dejé caer sobre la silla. Escuché mi nombre, gritado a miles de kilómetros de la escena. Mientras tomaba todo el aire que sus pulmones podían guardar, lo até a ella. Me incorporé.

—Espero, por tu bien, que eso no sea lo único que puedas contarme—dije.

Sus ojos no podían apartarse de mis manos, que derramaban sobre su pie media botella de whisky.

—¡Te juro que no sé más!—gritó.

—¿Es eso cierto?—pregunté, encendiendo una cerilla frente a él.

—¡Sí!¡Lo juro!—repitió—. ¡Por favor, detente!

Sonreí, apagando la cerilla. Él suspiró aliviado. Le arranqué una manga de su chaqueta, que empleé para amordazarlo. La calma que había aparecido en su rostro retornó a la ansiedad, al terror. Yo me divertí, lanzando botellas de licor por toda la habitación. El alcohol empapó las cortinas, la alfombra, formando un charco en la habitación. Saqué la caja de los fósforos y encendí otro.

—Adiós—dije, dejando caer la cerilla.

—¡Javier!

Me desperté sobresaltado, llevándome la página que se me había pegado a la cara conmigo. A mi lado, David me miraba, a medio camino entre la carcajada y el grito enfurecido. Optó por lo primero, al ver como la hoja se despegaba lentamente de mi rostro. Reaccioné entonces, tomando aquel pedazo de papel y colocándolo en su sitio, para después enterrar aquel tomo con sus hermanos. Pasarían años antes de que alguien se enterase de lo sucedido. Calculé que, para entonces, quizá estuviese enterrado.

Miré entonces a mi amigo. Con la risa aún en la cara, me tendió un puñado de folios, en los que reconocí mi letra. El maldito trabajo. Miré mi reloj; habían pasado dos horas desde el final de las clases. Hice un cálculo rápido de cuánto tiempo me habría llevado escribir aquellas páginas.

—Vete a casa—dije—. Si Montero te ve por aquí, pensará que el trabajo es el que hice esta semana.

—¿Y tiene razón, no?

Hice ademán de darle una patada. Se rió de nuevo, con ganas. Después fue hasta la puerta.

—¡La próxima vez procura no olvidarte los trabajos!—gritó desde allí.

Le maldije. Recogí mis cosas, devolví los libros a su sitio. Mientras colocaba el último de ellos me detuve. Una imagen volvió a mi cabeza, una cerilla cruzando el poco espacio que separaba la mano de un hombre con el suelo. Dediqué un momento a pensar en lo que podía significar aquel sueño. Un millón de ideas cruzaron mi mente. Entre ellas destacaba una, que me gritaba con la inconfundible voz de David. “¿De verdad puedes creer que ese sueño signifique algo? Lo tuyo no es normal”. Suspiré. Realmente hasta yo pensaba que no era normal.

Salí de la biblioteca. El profesor me había dicho que me esperaba en la sala de profesores, así que hacia allí me dirigí. Llamé a la puerta antes de entrar. Montero me indicó al instante que pasara. Sin mediar palabra le tendí el trabajo. Lo cogió y lo ojeó.

—Un trabajo increíble para haberlo hecho en veinte minutos—soltó con calma.

—¿Cómo dice?

—Pues que he entrado hacia las seis y media, y te he visto durmiendo en la biblioteca. Varela parece ser un buen amigo.

No sabía a dónde mirar. Sentía cómo, lentamente, el color rojo se adueñaba de mi rostro. Me mantuve de pie, respirando entrecortadamente, hasta que Montero volvió a hablar.

—Por esta vez pase. Pero que no vuelva a ocurrir. ¿Estamos?

—Por supuesto, no volverá a pasar.

Salí de allí conteniendo las ganas de gritar. Esperé a dejar el colegio. David estaba apoyado en la pared del centro, con los ojos clavados en el suelo. Al escuchar mis pasos levantó la mirada. Asentí.

—Si no tuvieras la cabeza en las nubes no tendríamos que andar montando estos numeritos. ¿Qué tenías esta mañana en la cabeza?

—El monstruo—dije.

—Anda ya, Javier—me espetó—. Vas a acabar consiguiendo que te crea peor que un niño.
Le dejé reírse de su propio chiste todo lo que quiso y más. Cuando acabó, esperé unos segundos, concretamente siete, antes de plantearle el otro tema capaz de abarcar toda mi capacidad de concentración. Él caminaba dos pasos por delante mío.

—¿Qué crees que estará haciendo Marina?

—¡Y ahí está tu otro tema estrella!—gritó David—. En serio, últimamente o hablas del maldito libro o de tu princesa sin reino. ¡Diversifícate un poco, hombre!

Le lancé una mirada amenazante.

—Vale, vale, cálmate—siguió—. ¿Hace cuanto que no la ves?

—Una semana.

—¿Ni siquiera en vuestros encuentros casuales de por la mañana?—preguntó, dándole cierto énfasis a la palabra “casual”.

—¿Qué insinúas?

—Vamos, que todos sabemos que esa ruta la hacías todos los días desde que la viste—se mantuvo en silencio unos instantes, disfrutando el efecto de sus palabras—. En fin, ¿ni siquiera en esos momentos?

—No.

—Vaya, así que se trata de eso…

—¿De qué hablas?

Maldije al instante la pregunta. David cerró los ojos mientras se llevaba una mano al pecho. La apretó con fuerza.

—¿Pero es que no lo ves?—hizo una pausa dramática, esperando ver mi reacción. Yo, que ya había decidido no seguirle la corriente, me mantuve en silencio. Para mi desgracia él continuó—. La dama, encerrada en lo más alto de su castillo, espera a que, valientemente, trepes por un árbol hasta su ventana, te enfrentes al dragón que la custodia, y le des un beso de amor…

—Deja de copiar de cuentos infantiles, anda. En su calle no hay un solo árbol que pueda escalar, en su casa no habita ningún dragón y mucho menos ella me está esperando.

—Por Dios, Javier, déjate llevar por el romanticismo un segundo—se detuvo. Miré a mi alrededor. Estábamos justo enfrente de la librería de Gonzalo. No necesité ver a dónde me señalaba David para saber qué era—. Sube ahí, a buscarla. Llévatela a dar un paseo. La Magdalena es muy bonita en esta época de año cuando las olas llegan hasta lo alto.

—¿Allí es donde las llevas tú para que te den calabazas?—pregunté con sorna.

—Déjate de tonterías. ¿Vas a subir o no?

Alcé la vista hacia el cielo, mirando de reojo la fachada del edificio. La imaginé sentada frente a la ventana, con la vista puesta en mí en aquel momento.

—No—dije.

David se marchó al poco, yo me quedé plantado en mitad de la calle sin saber qué hacer. Lancé una última mirada al piso; capté el leve movimiento de una cortina. Y entonces comencé un viaje sin rumbo.

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