martes, 29 de marzo de 2011

La lágrima de Artemisa

Allá donde haya un buen tesoro...

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—Hay que reconocer que los tiene bien puestos, ¿verdad, inspector?

El hombre al que iba dirigida la pregunta, un veterano del cuerpo siempre enfundado en una gabardina raída, se detuvo al instante. Ladeó levemente la cabeza, lanzando una mirada asesina al policía que le acompañaba, prudentemente situado dos pasos por detrás de su superior. Éste se detuvo al instante, eliminando la perpetua sonrisa que blandía desde aquella mañana.

—¿Le parece un tema para bromear, sargento?

—No, señor…— tartamudeó.

—Entonces, no las haga, Jackson.

—Es Johnson…— murmuró este.

El sargento se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo. Sin duda, James Graunt era un hombre con demasiado mal humor, y más si tenemos en cuenta la extraña nota que habían recibido hace una semana, remitida del museo. “Cuiden bien de la lágrima de la diosa, pasaré a recogerla el próximo sábado a media noche”, decía la carta. Firmaba simplemente Hermione.

—¡Anda que no se lo tiene creído la niña!— dijo el inspector al leer la nota, escrita con una pulcra caligrafía.

—Mira que anunciar el robo… Parece que confía mucho en su habilidad.

—No es sólo por eso. El nombre “Hermione” deriva de Hermes, el dios griego, el cual dicen que el día de su nacimiento robó el rebaño de su hermano Apolo.

—¿Y? — preguntó Johnson.

—Pero que poca cultura. Va a robar la “Lágrima de Artemisa”, que es la hermana de Apolo.

—No lo entiendo…

El inspector le propinó un fuerte golpe en la nuca que lo hizo tambalearse.

— No me sorprende.

Y allí estaban, en aquella enorme estancia, una semana después. Entraron a través de una de las tres puertas que permitían el acceso a la sala, la que quedaba justo enfrente del enorme cuadro que colgaba de la pared, abarcándola casi por completo. “El lamento de la cierva” representaba a la diosa Artemisa en pleno llanto, tirada junto al cuerpo inerte del animal que daba nombre a la pintura. La distribución era un capricho del director, ya que en la habitación sólo se guardaban el lienzo y una joya.

La Lágrima de Artemisa era un zafiro del tamaño de un puño. Ocupaba el centro de la sala, delante del cuadro de la misma diosa, sobre un pilar y cubierto por un cristal protector que hacía que saltase la alarma con solo estornudar sobre él. Aquel día, la sala estaba cerrada al público, y llena de agentes de policía.

— Me gustará ver cómo intenta robarla delante de mío… —James Graunt se apoyó en una pared, y haciendo caso omiso a los carteles que había por todo el recinto, encendió su pipa.

Quedaban treinta minutos para la media noche. Se hizo el relevo, y el grupo tomó posiciones. Cuatro hombres rodeando la joya, el resto distribuidos por parejas en las esquinas. El inspector seguía en el mismo sitio, mirando con atención cada mínimo movimiento. Examinó a cada uno de los agentes que estaban en la sala. Como había especificado, eran todos hombres. No quería pensar en la posibilidad de que la ladrona fuese miembro del cuerpo, pero no podía dejar nada al azar. Contó los minutos que quedaban para la hora mencionada en aquella nota. Quince.

—Jackson —dijo entones —, quedas al mando.

Abandonó la sala, bajo la incrédula mirada de todos. Caminó arrastrando los pies, cruzándose con los otros agentes que patrullaban el interior del museo. En menos de cinco minutos había abandonado el edificio.

—Vamos, chicos, relajaos —soltó Johnson en cuanto perdió de vista al inspector —. Nuestro personal está por todo el edificio, es imposible que entre aquí.

Se apoyó en la pared, en el punto exacto donde minutos antes había estado Graunt, y comenzó a imitarlo para el entretenimiento de sus compañeros. Entre sus carcajadas fingió tropezar y cayó al suelo. Se quedó tumbado en el suelo unos instantes. Sin duda, iba a ser una noche tranquila. A nadie se le ocurriría ir aquella noche a robar…

Lo vio caer durante unos segundos. Un pequeño cilindro de plata, que escuchó rebotar sobre el suelo fuera de su alcance visual. Sus compañeros miraban el objeto sin comprender del todo lo que era. Se levantó de un salto. Tarde. Era exactamente medianoche cuando la nube de humo llenó por completo la sala.

Johnson tosió. Oyó un ruido a su lado, como si alguien hubiera saltado y caído allí. Alargó una mano, intentando cogerlo. No atrapó más que humo. Escuchó un grito, un cuerpo cayendo al suelo. Y otro más, junto al primero. Después un crujido, un minuto de silencio, y nada.

La nube de humo se mantuvo cinco minutos, tras los cuales desapareció con una brisa de origen desconocido. Dos agentes estaban tirados en el suelo, inconscientes. Para alivio de todos, la joya seguía en su lugar.

—¡Aquí no ha pasado nada! —rió Johnson.

Esperó a que sus compañeros lo celebraran con él. Ninguno lo hizo. Todos miraban fijamente la pared que tenía detrás de él. Lentamente se giró. Y no encontró nada.

—¡Mierda!




Era una noche oscura, sin luna. La poza luz que había era la que se filtraba por el tragaluz del museo, en donde había un agujero lo suficientemente grande para una persona. Un agente de policía estaba tirado en el suelo, inconsciente. Y una mujer ataba con cuidado un paquete a una tirolina que terminaba en un edificio cercano. El bulto llegó hasta allí sin problemas. La mujer se preparó para seguirlo.

—Quieta —dijo una voz.

La mujer se detuvo. Se volvió lentamente. Un hombre, enfundado en una vieja y raída gabardina, la apuntaba con una pistola. James Graunt contó los pasos que podía dar antes de que ella saltase al otro edificio y quedase fuese de su alcance. Demasiados como para pensar siquiera en intentarlo.

—Hermione, ¿me equivoco?

—No, señor inspector—dijo ella. Llevaba un traje negro, que dificultaba verla en la oscuridad, y cubría su rostro con un antifaz del mismo color. Lo único que delataba su posición era aquel pelo rubio, brillante incluso con la poca luz, y los zafiros con los que miraba.

—Aléjate de la cuerda —ordenó.

Ella puso un pie en el borde del tejado, sujetando la cuerda con una mano. Había una caída de más de quince metros. Graunt dio un paso hacia ella. Hermione lo vio, le lanzó un beso de despedida y saltó. Hubo un fogonazo, seguido de un fuerte olor a pólvora. El metal se internó en la oscuridad de la noche, lejos de cualquier persona. Hermione se alejó llevándose el botín, como había anunciado. Delante de todos, y sin que nadie pudiese impedirlo, se había llevado la otra lágrima de Artemisa.

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