lunes, 13 de diciembre de 2010

Acero ardiendo

Voy a matar a Miguel... ¡wiiiii!

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Era una noche cerrada, de lluvia perpetua. Alguien corría por callejones, evitando las calles principales. El eco de sus pasos, pisando charcos, era el único sonido en aquel silencio sepulcral. Vestía una gran gabardina y un sombrero, ambos oscuros, y llevaba una mano oculta entre la ropa.

—No… ¡No! ¡Detente!


Se detuvo, apoyándose en una pared para recuperar el aliento. La lluvia le empapaba. Se dejó caer, resbalando en el muro. En el suelo, se miró las manos. Desprendía un fuerte olor a pólvora, que el agua no lograba llevarse.

—Debe… Debe ser un sueño…—murmuraba—Yo… Yo no quería…

Él lo miraba, siempre con esos aires de superioridad. Siempre un elegante traje y una sonrisa prepotente. Estaban solos, ocultos a ojos ajenos. Y él reía. Se burlaba de aquel hombre que le suplicaba de rodillas, tirado en un gran charco. Lo dio la espalda, pensando que aquel despojo humano no suponía ningún peligro. No sabía hasta qué punto se equivocaba.

—Seré magnánimo contigo—dijo él—, te ayudaré.

No se dio cuenta de que aquel despojo humano no le hacía caso. El hombre del sombrero se levantó, lentamente, sacando un arma de la gabardina. Al del traje le bastó un segundo para abandonar el despotismo.

—Tranquilo, tranquilo. Podemos hablarlo.

El otro no entendía palabras. Lo veía abrir y cerrar la boca, pero no escuchaba sonido alguno. Alzó la pistola, apuntando a la frente…
—No… ¡No! ¡Detente!

… y guiado por la rabia, apretó el gatillo.


—¿Qué he hecho?— se preguntó.

Sacó la pistola del bolsillo. El cañón, aún caliente, humeaba. La tiró. Saltaron chispas cuando el metal impactó con la pared. Durante apenas un segundo, hombre y arma se miraron. Después, él se arrastró a recogerla. El brazo derecho, el que había disparado, aún temblaba por el retroceso. ¿O era el miedo? Daba igual, no importaba. Empezaba a sentir algo dentro de él, que lentamente desaparecía. Y que hasta ahora no había reparado en su existencia. La sensación de poder que lo inundó al ver cómo el cuerpo inerte de aquel trajeado idiota iba perdiendo la sangre lo abandonaba. Necesitaba más.

Recargó la pistola y se levantó. Caminó lentamente, arrastrando los pies. Y el pobre desdichado que se encontró con él lamentó rápidamente aquel encuentro.

1 comentario:

Miguel Ángel dijo...

Acabo de leer el relato de mi propia muerte... mañana cambiaré el futuro. Muhahahaha