domingo, 8 de julio de 2012

Alma en llamas, Capítulo VIII

Para la pobre @smallsadistic. La pobre lo echaba mucho de menos, por lo visto.
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Fragmento de “Memorias de nadie”, de Vincent Mazzola.


El eco de la guerra aún resonaba en los oscuros callejones de Santander aquella noche. Podía escucharlo desde mi portal. Ni un alma en la calle, sólo silencio. Salí. Escuché bajo mis pies el crujir de cristales rotos. Restos de un viejo jarrón que había volado por la ventana en el transcurso de una acalorada discusión. La que acababa de tener con mi mujer. Caminé, rehuyendo la luz, hasta aquel antro de mala muerte donde tenía la costumbre de ahogar las penas en whisky barato.

Allí lo encontré. Se hallaba enfrascado en una batalla con un vaso de tubo, que no parecía tener interés en secarse. Novato, sin duda. Los camareros de aquel bar que llevaban un par de meses trabajando sabían de sobra que un par de pasadas y el vaso estaba listo de nuevo para cualquier borracho, yo incluido. Respondía al nombre de Eduardo, aunque desde el primer día insistí en llamarlo “Martín”.

Me arrastré hasta la barra y respondí un brusco “Manhattan” al “¿qué le sirvo?” que me brindó aquel intento de camarero. Me reí con ganas de la cara que puso mientras balbuceaba que aquella bebida no la tenían. Le indiqué los ingredientes. Fue el coctel más insípido que me he llevado nunca a la boca.

Ayudado por el alcohol le conté todo lo que tenía en la cabeza. Martín me aguantó con una paciencia infinita. Pronto se dio cuenta de que odiaba ver el vaso vacío. A medida que iba bebiendo las palabras se atascaban más en mi lengua, dando forma a sonidos incomprensibles. Cuando me caí del taburete me llevó a casa.

—Es usted demasiado blando para ese lugar, Martín—dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para conseguir articular las palabras—. Deja ese lugar ahora que puedes.

Él simplemente sonrió y me dejó tumbado en el sofá.

Al día siguiente estaba ahí otra vez. Debo reconocer que pasaba mucho tiempo mirando fijamente el fondo de un vaso mientras este se iba vaciando.

—¿Ya está usted de vuelta?–saludó.

Le pedí lo mismo que la noche anterior. A juzgar por cómo sabía esta vez, deduje que había practicado mucho. Probablemente conmigo.

—No va a hacerme caso, ¿verdad?– pregunté.

—No—respondió—. El señor Bayón paga bien, y necesito el dinero.

—Nada justifica el que se quede aquí, ni todo el oro del mundo.

—Hay algo, créame.

Me contó que existía un “ella”. La llamó Lucía. Me dijo que había cometido la locura de pedirla matrimonio, y que ella había sido lo suficientemente inocente para aceptar. Habían comprado un pequeño piso en Cardenal Cisneros, donde vivían desde hacía unos meses.

—Ella viene de una buena familia—siguió—, así que trato de ganar el máximo dinero posible para que no note tanto cambio.

—¿Y por qué no le pide algo de dinero a su suegro?—pregunté.

—No voy a darle esa satisfacción—dijo—. Siempre pensó que yo no podría darle la vida que Lucía merecía, y voy a demostrarle que se equivoca.

Y allí lo dejé, frotando un vaso como si no hubiera mañana, mientras yo me alejaba de allí, tambaleándome. Él desoiría mis consejos y seguiría allí, día tras día.

Pronto ocurrió. Barón le encargó su primer “reparto”. Lo supe nada más entrar, había otro novato en la barra. Un inútil, presuntuoso, que pensaba que merecía estar en un lugar mejor que aquel. Cuando le pedí un Manhattan me espetó que allí no se servían mariconadas. Tras una retahíla de insultos, tuvo a bien informarme de que, o consumía o debía abandonar el establecimiento. Le dije que me pusiera lo que quiera. Dejó ante mí una cerveza, mal servida.

Llegó cerca de la media noche. Me encontró tirado sobre la barra, dormitando. Me despertó zarandeándome suavemente. Yo respondí tirándole los restos de la cerveza encima. Él, con una sonrisa en la cara, me cogió de los hombros y me levantó para llevarme a casa.

—¿Qué le ha obligado a hacer?—pregunté.

—Nada, esté tranquilo—contestó, lentamente—, y duérmase.

—Ha tardado mucho esta vez—seguí—. Al anterior le hizo su primer encargo a las dos semanas de entrar.

Silencio.

—Espero que no acabes como él. Aunque no me caía tan bien como tú—terminé.

Durante las siguientes semanas apenas lo vi, y si lo conseguía, apenas era más que un saludo de viejos amigos que se encuentran por la calle y tienen ambos algo mejor que hacer. Bueno, él tiene algo mejor que hacer, yo sólo retrasaba mi regreso a casa. Tres meses pasaron así.

Hasta que un día entré al bar, dispuesto a lidiar con aquel personaje que se llamaba así mismo barman. Como si por decir “camarero” en mil idiomas fuese a hacerlo mejor. Sin embargo, no tuve esa oportunidad. Él—ni me molesté en aprender su nombre— ya no estaba tras la barra. Supe lo que significaba al instante: Eduardo había sido “relevado”. La pena me acompañó durante los primeros tragos, después se fue. Como todo.

Con el tiempo dejé de bajar al bar. Curiosamente coincidió con el momento en el que mi casa se quedó vacía. Me acostumbré a pasar el día tirado sobre una butaca, al principio leyendo, y más tarde bebiendo mientras miraba por la ventana el paso del tiempo. Dormía allí mismo, y amanecía con la botella en la mano. Sólo me levantaba para comer, para pasarme por el baño y para reponer el alcohol cuando éste se acababa. Siempre sólo, nunca hubo visitas.

Por eso me extrañó que el timbre sonase aquella fría mañana de Febrero. Día quince, año mil novecientos cuarenta y uno. Tras varios meses de ausencia, era la primera vez que lo veía. Eduardo Martín llamaba a mi puerta.

Se sentó frente a mi butaca, en una incómoda silla de madera que él mismo trajo de la cocina. Me miró; sus ojos habían perdido su característico brillo, y con él, toda muestra de vida. Parecía que hubiese envejecido mil años, y que soportaba todo el peso del mundo sobre sus hombros.

—Huya—fue la primera palabra que salió de su boca.

Me quedé sentado, agitando la botella.

—¿No va a hacerme caso?

—No—respondí—, no necesito moverme de aquí.

—Debería.

—Puede, pero si usted me hubiera hecho caso en un principio, quizá nunca hubiéramos llegado a esta situación.

—Ni siquiera sabe en qué situación me encuentro—hundió la cara en sus manos.

—Pues cuéntemela.

—No va a creerme.

—Pruebe.

Como respuesta, dejó caer un libro. Cuidadosamente encuadernado, envuelto en cuero. A pesar de tener el aspecto propio del paso de los siglos, olía a nuevo. Lo ojeé. Decenas de historias distintas pasaron ante mis ojos, todas de autores distintos. El último de todos…

—¿Quién ha escrito esto?–pregunté.

—Sólo sé que el último capítulo salió de mi propia mano.

—¿Por qué…?

—No lo sé. Algo en mi interior me obligó. Ese… ser, esa sombría figura que me persigue, que nadie más alcanza a ver, me susurra al oído. Estoy seguro de que es él, sólo un ser tan frío como ese puede tener una voz tan tenebrosa. Hace estragos en mi cabeza. A veces, incluso logra que haga cosas…

—¿Y por qué no huye?

—Me persigue—dijo, muerto de miedo—, no me dejará escapar. Además, ahora no puedo. Temo que si yo me voy, el bebé ocupe mi lugar.

—¿Bebé?

Fue la primera vez desde que entró en la que algo parecido a una sonrisa se formó en su rostro.

—Nació esta madrugada.

Quise levantarme, darle la mano y la enhorabuena, pero ya volvía a ser aquel hombre al que la gabardina arrastraba. Se puso en pie, caminó vagamente hasta la puerta y se apoyó en el marco.

—Siga mi consejo—dijo antes de desaparecer.

No me moví de allí. No incluso cuando lo vi entrar en El Auspicio. No cuando comenzaron las llamas. Esperaba a que saliese para irme con él. Nunca tuve la ocasión.

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