miércoles, 18 de enero de 2012

Alma en llamas, Capítulo VII

Quizá alguien reconozca algunos fragmentos de lo que aquí aparece. Podeis pensar que todo aquello que aparece en este blog, cada entrada, cada punto y cada palabra, no es más que una práctica para que esta historia llegue a su final de la mejor forma que puedo darle

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Me encontré a mí mismo en el Somorrostro. Fue un viernes, una semana después de haberme quedado plantado frente al piso de Marina. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni me interesaba. Como tampoco me importaban cada uno de los siete días que habían pasado desde entonces. Subí cada uno de los escalones hasta el tercer piso, sin saltarme ni uno solo. El sonido de la madera, que crujía bajo mis pies, fue lo único que me acompañó en mi ascenso.

Dos semanas después del incendio ya no quedaba nada de interés allí. La puerta del tercero derecha se había visto reducida a poco más de un palmo de madera sujeto de una bisagra. Todo el piso desprendía un fuerte olor a humo. El interior estaba sumido en la penumbra, iluminado tan solo por la luz que se escapaba del salón. Caminé hasta esa habitación, arrastrando la mano por la pared quemada. Encontré un sofá, un armario comido por las llamas y restos de madera agrupados en dos sitios, sobre los cojines y en el centro de la estancia. Eran las cenizas de un fuego. Todo estaba igual que en mi sueño. Incluso reconocí algunas de las figuras de porcelana.

El sofá cedió cuando me dejé caer sobre él. Me llevé las manos a la cabeza. ¿Cuándo había estado yo en aquel lugar? Por más que pensaba, no encontré una relación. O quizá no lograba recordarlo. Me tumbé, mirando al techo. Suspiré. Cerré los ojos.

La madera del suelo crujió. El viento hacía ondear las cortinas, o lo que quedaba de ellas. El ruido se repitió en lo más profundo del piso. Yo seguía allí, tirado sobre el sofá, con una mano en la frente y mirando al techo. Según mi reloj, me había dormido unos veinte minutos. Mi cabeza seguía en el mundo de los sueños. Intenté levantarme. Y entonces el suelo crujió otra vez. Y una más. La siguiente precedió a un fuerte golpe. Eran los pasos de alguien, que había entrado mientras dormía y ahora se dedicaba a registrar el piso.

Caminé hacia el origen de aquellos ruidos, haciendo caso omiso a aquella prudente voz que me gritaba desde lo más profundo de mi ser. “Vete”, decía. Una parte de mí sabía que era peligroso, que lo más probable es que fuese un ladrón buscando algo de valor. Sin embargo, me poseía una curiosidad insaciable, una fuerza en mi interior que tiraba de mí. Me obligaba a ver aquella escena.

La habitación estaba sumida en la penumbra, como prácticamente todo aquel apartamento. Un gran colchón, completamente rajado, cubría la ventana. Los cajones de una cómoda, y su contenido, se hallaban en el suelo, rotos por la fuerza del impacto. El armario estaba abierto de par en par; la ropa volaba desde su interior. Reconocí una figura entre las sombras, buscando entre las prendas. Al fin, el miedo venció a la curiosidad en justo combate. La voz prudente tomó el mando. “Hora de largarse”, dijo. Y yo, obediente, di un paso atrás.

La madera crujió bajo mi pie. La figura se incorporó. Cerró la puerta que ocultaba la mayor parte de su persona a mis ojos. Me miró.
Eran azules, y tenían un mirar frio que quemaba la piel. Aquellos ojos se clavaron en mí, y no me perdieron de vista ni un segundo desde entonces, incluso cuando él no estaba presente. Brillaban en la penumbra; era lo único visible. Alargó la mano hacia mí. Me eché hacia atrás hasta que mi espalda dio contra la pared. Entonces corrí, sin rumbo. Buscando donde esconderme.

Acabé en la cocina. Agudicé el oído. Escuché cómo caminaba, cómo se acercaba. Abrí armarios, cajones. Encontré un cuchillo, con una hoja tan larga como mi antebrazo. Lo cogí con las dos manos y lo puse entre mi persona y la puerta.

Una mano enguantada se posó en el marco. Apareció una figura, oculta bajo una gabardina y un sombrero de ala ancha que parecían creados a partir de la misma oscuridad. Sólo sus ojos eran visibles. Me fijé en su mano, con la cual sujetaba un objeto que desprendía un brillo rojizo. No pude distinguir de qué se trataba.

Me miró durante una eternidad sin moverse del umbral de la puerta. Me evaluaba. Sólo cuando estuvo satisfecho se abalanzó sobre mí. Alcé el cuchillo, cerré los ojos.
Esperé durante un minuto, conteniendo el aliento. Conté cada uno de los segundos que tuve los ojos cerrados. Supuse que habría un golpe, una mano o un grito. No hubo nada de eso. Reuní el valor para mirar la escena. La figura se había ido. Aquel acto llegó a su final.

Dejé caer el cuchillo. La hoja atravesó la madera por completo, ocultando el metal en el suelo. Me temblaba todo el cuerpo. Con un esfuerzo titánico di un paso. El siguiente vino solo. Antes de darme cuenta, estaba corriendo escaleras abajo, tratando de poner al mundo entre aquel hombre y yo. Salí a la calle. Miré a mi alrededor. Lo buscaba, para huir de él en dirección contraria. No lo pude ver. Sin embargo, sentía su mirada en mi espalda, acechante. Eché a andar sin rumbo fijo, examinando con detenimiento a todo aquel con el que me cruzaba. Ninguno tenía aquellos fríos ojos. Me relajé un poco; “nadie tiene el poder para ver a través de los objetos”, me dije. Así me convencí de que aquella sensación no la causaba otra cosa a parte del miedo.

La poca confianza que había reunido se esfumó al instante. Porque allí mismo, frente a mí, estaba Marina. Me vi. Sonrió, como cada vez que nos encontrábamos. Igual que siempre y a la misma vez ligeramente distinto. Se acercó a mí. Yo estaba paralizado.

—Hola— saludó.

Sentí cómo la extraña sensación se intensificaba y, al instante, perdía fuerza. Como si la figura hubiese visto aumentado su interés en mí, para luego pasar a fijarse en otra persona. En Marina, quien miraba alrededor buscando algo o a alguien. La cogí de la mano y tiré de ella. No la solté hasta que nos alejamos lo suficiente como para no sentir que cada uno de mis movimientos era observado.



—He estado pensando— dijo al cabo de un rato.

—¿En qué?

—En lo que pasó hace unas semanas.

—¿Y has llegado a alguna conclusión?— pregunté.

Ella se hizo esperar. Dio dos grandes zancadas, se paró delante de mí y se giró.

—Ninguna— respondió sonriendo.

Me reí, y con más ganas al ver su expresión de falso enfado. Las carcajadas cesaron cuando ella me pellizcó el brazo.

—¡Au! Eso duele.

—Eso te pasa por reírte de una princesa— contestó ella.

—¿Y dónde está tal princesa?—Ella se señaló a sí misma. Me reí por dentro mientras hacía una reverencia— Disculpadme, pues, mi señora, pues desconocía vuestro… linaje.

—Que no vuelva a repetirse.

Estábamos en el paseo de Pereda. Nunca supe por qué, pero siempre acabábamos junto al mar. Es lo que tiene vivir rodeado por él, a sabiendas de que hoy puede estar tranquilo y mañana amenazar con tragarte. Aquel día, Marina se sentó al borde del agua, cuya superficie estaba totalmente en calma. En mi interior se formaba una tormenta.

—Lo echo de menos—dijo.

Me senté a su lado, sin decir nada. No tenía nada que decir al respecto. Tan solo esperé, en silencio.

—Recuerdo que, cuando era pequeña—siguió— y el abuelo venía a casa, siempre iba a mi habitación conmigo y me contaba un cuento. Siempre el mismo.

—¿Cuál era?—pregunté.

—No tiene título. Lo escribió él. Hace mucho que no lo escucho, y hasta hace poco no me acordaba de él. Pero la semana pasada fuimos a su piso, a recoger sus cosas. Encontré un viejo cuaderno, en el que mi abuelo escribió un puñado de historias. Entre ellas estaba ese cuento.

—¿Me lo cuentas?

—¿En serio? Nunca imaginé que te gustasen las historias para niños.

—¿Por qué no? Soy un devorador de libros. Y hay cuentos infantiles que son geniales.

—Muy bien—accedió—. Aquí va. Hace ya mucho tiempo, había un pueblo en lo alto de un acantilado al borde del mar. En lo más alto, un niño pequeño llamado Vincent salía cada mañana a jugar con su mejor amiga. Se encontraban siempre en el punto más alto. Siempre llegaba él primero, y esperaba mirando la luz del sol reflejada en el agua, jugando con su pelo negro. La niña siempre llegaba y saludaba con su dulce voz cantarina.

—¿Y la niña no tiene nombre?—interrumpí.

—Paciencia, lo bueno se hace esperar—me contestó con una sonrisa–. Entonces Vincent se levantaba e iban a jugar. Todo el día, hasta que se ponía el sol. Entonces se despedían, prometiendo que se encontrarían a la mañana siguiente en el mismo lugar. Pero un día, la niña no apareció. Vincent la esperó todo el tiempo, sentado al borde del acantilado, escuchando atentamente por si la oía llegar. Así volvió una y otra y otra vez. Pero la niña no regresó a aquel lugar.

“Pasaron los años y Vincent creció. Con el tiempo, llegó a olvidar a aquella niña con la que tanto había jugado. Vincent hizo nuevos amigos, vivió nuevas aventuras. Pero un día, o mejor dicho una noche, tuvo un sueño. En él se veía a una chica, que le sonreía. Vincent gritó, pero no le respondió. La chica sólo se quedaba quieta, sonriendo. Entonces Vincent corrió, intentando alcanzarla. Y cuando la tuvo cerca de su mano, despertó. Siete noches seguidas se repitió ese sueño. A la mañana del séptimo día, Vincent se decidió. Se había acordado de que una vez, hace ya mucho, una niña como ella fue su amiga. No lograba recordar su nombre. Cogió una mochila y partió en busca de aquella chica.”

—Vivió muchas aventuras—dijo Marina—, pero nos las saltaremos.

—¿Por qué?

—Siempre le hacía la misma pregunta. Me respondió todas las veces “Tranquila, ahora viene lo mejor”.

“Un día al fin alcanzó su meta. Se trataba de un pueblo, parecido al suyo, al borde del acantilado. Guiado por una corazonada, Vincent subió a lo más alto. No había nada. Se quedó allí sentado, mirando al mar, toda la noche. Hasta que amaneció.

El silencio de la mañana se vio interrumpido por una canción. Vincent se levantó. Se encontró frente a una chica. Ella lo miraba extrañada. Luego sonrió.

—Te he estado esperando mucho—dijo la chica.

Y entonces Vincent recordó su nombre.”

—¿Y cuál era?

—Eso depende de quién escuche la historia.

Lo entendí a medias. Marina me miraba fijamente. Sonreía, con la boca y los ojos. Una cálida sensación me recorrió el cuerpo. Y supe que el nombre de aquella chica era el mismo que el de la dueña de los labios que estaba besando.





Acompañé a Marina a su casa, en parte por pasar tiempo con ella y en parte por querer protegerla hasta que llegase a un lugar seguro. “¿Protegerla de qué?”, me preguntaba. Algo en mi interior me decía que, si se cumplían mis temores, ni siquiera podría ponerme a salvo a mí mismo. Ella me hablaba de su abuelo, de lo mucho que lo echaba de menos. Yo me limitaba a asentir, maldiciéndome por ser tan cobarde.

—…y también escribió un fragmento de una novela, transcurrida en Santander.

—¿Ah, sí?—pregunté, distraído.

—Sí—respondió—. Trata sobre un hombre atormentado, que acaba quemando la ciudad. Me sorprende que él escribiera eso, no pega con el resto.

—Ya…—entonces mi cerebro procesó lo que Marina acababa de decir. Salí de mi mundo interior, empujado por la idea de que aquella historia fuese la que yo necesitaba— ¿Qué acabas de decir?

—Que no tiene el mismo estilo que las otras historias…

—No, eso no, lo otro. La trama de la historia.

—Pues que habla de un hombre loco, de un libro y del incendio de Santander de hace dieciséis años. ¿Me escuchas cuando te hablo?

—¿Puedo verlo?

—¿Por qué tienes tanto interés?— Preguntó ella.

Me detuve. Por un instante me vi a mi mismo contándole lo que me estaba pasando. Quise hablarle del libro, de aquel misterioso personaje que parecía surgido de una novela de misterio con el que me cruzaba y me observaba, de mis pesadillas… Porque para entonces ya habían empezado a sucederse, noche tras noche. Me despertaba en la cama, empapado en sudor. A veces las manos me apestaban a humo. Descubrí que esas veces coincidían con las fechas de los recientes incendios de Santander.

Incluso creí que yo era el causante de que las llamas devorasen la ciudad.

Pero me detuve a tiempo, justo cuando mis palabras alcanzaban la punta de mi lengua. Pude darles una forma distinta, hacer que perdiesen todo significado.

—No lo sé—dije, simplemente—, sólo quiero verlo.

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