viernes, 19 de agosto de 2011

El color de la muerte

La segunda de las historias basadas en "El juego del Ángel", de Carlos Ruiz Zafón, en concreto, en las historias que el protagonista escribe para el diaro "La voz de la industria".

A menudo, la muerte emplea diversos trucos para engatusar a sus víctimas. A veces emplea el color verde del dinero, otras el rojo de los labios de una mujer.

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El hombre dejó caer la cuchilla y se lavó la cara. Examinó cada centímetro de la piel de su rostro y, tras darse por satisfecho, recogió los artilugios de afeitado. Se enfundó en el mejor de sus trajes y se miró al espejo.
—James, estás hecho todo un triunfador—se dijo en voz alta. Su reflejo le guiñó un ojo.

James Graunt había llegado cinco años atrás a la Ciudad Condal, escondido junto a su madre en un vagón de mercancías. Durante meses habitaron una pequeña casa al borde del derrumbe de las afueras de Barcelona, sin luz ni agua corriente, cuya puerta carecía de cierre alguno. Su madre encontró trabajo en una compañía eléctrica, limpiando las oficinas. A veces llevaba a James, para que le ayudara y le hiciera compañía.

En una de aquellas ocasiones coincidió con uno de los trabajadores de la compañía. Al verlo, el hombre dejó de murmurar improperios para mirarlo de arriba abajo.

—Chico, ¿quieres ganarte unas monedas?—le preguntó. James asintió con entusiasmo.

Aquel hombre le llevó a la calle, hasta un barrio en obras donde instalaban el tendido eléctrico. Le dijo que se llamaba Diego. Al llegar le ofreció un cable, y le señaló un poste cercano.

—Sólo tienes que subir ahí y colocar esto. ¿Crees que podrás?

James asintió de nuevo, agarró el cable y comenzó a trepar. El madero alcanzaba una altura de dos pisos. En lo más alto había una caja, con un par de cables más como aquel. James colocó el suyo como pudo, fijándose en cómo estaban dispuestos los demás, mientras se sujetaba con las piernas para no caer. Al terminar, miró abajo antes de comenzar el descenso.

Le pudieron los nervios, la cabeza le daba vueltas. Antes de poder evitarlo se precipitaba hacia el suelo. Diego lo cogió al vuelo.

—Bien hecho—le dijo, dejándolo en el suelo—, pero la próxima vez baja más despacio.

Así comenzó a trabajar en la compañía eléctrica, primero a las órdenes de Diego y, tras dos años, dando él las órdenes, relegando en otros las tareas que él mismo tuvo que realizar alguna vez. Pronto, el director y dueño de la empresa, don Roberto Vidal, se fijó en él y lo adoptó como su pupilo. Sus ideas comerciales multiplicaron los beneficios. James obtuvo así un despacho, un salario digno de un noble y una vida llena de lujos. Se compró un piso en el centro, amueblado con todas las comodidades del mundo. Su madre prefirió permanecer en la casa a medio derruir de las afueras. Moriría limpiando el despacho de su hijo. Diego abandonó la empresa; James lo despidió para sustituirlo por gente más joven, con menor cabeza y manos más baratas.

Don Roberto pronto adoptaría a James, tratándolo como si fuera su propio hijo. Lo convirtió en su heredero y lo instó a comer domingo si domingo también en su propia casa con él y su esposa, Lucía Sagnier, una mujer que podría haber sido su hija. James no tardó en ganarse sus favores. Don Roberto, cegado por el color y el olor del dinero, nunca sospechó que aquella aventura que nunca pudo ver, pese a su obviedad, fuese a marcar el final de su historia.

Y así, exactamente una semana antes de esta noche, James se reunió con Lucía Sagnier en una pensión, cuya discreción siempre estaba en venta. La bruma cubría por completo Barcelona. Bajo la luz de una farola a la puerta de la posada le saludó un mendigo, ofreciéndole una botella de vino. James le dejó caer uno de los billetes de su cartera y subió las escaleras. Lucía le esperaba en una habitación del primer piso. Lo recibió de pie, enfundada en un vestido de tubo verde oscuro, que nacía en el pecho y moría antes de las rodillas, y que soltó una vez James cerró la puerta tras de sí. La tela cayó sola, lentamente, descubriendo las formas de la mujer. Y Lucía, con un beso, arrastró a James hasta la cama.

Dos horas y tres botellas de vino después, James disfrutaba un cigarrillo tirado sobre la cama mientras Lucía se vestía. Bebió el último sorbo de su copa, se colocó el pelo y ajustó el cierre de su vestido.

—Estoy cansada de esconderme—dijo—. ¿Por qué no podemos salir de esta pocilga y vivir nuestro amor bajo la luna?

—Lo sabes perfectamente, cielo—respondió James, poniéndose en pie—. Porque si tu marido nos descubriese, a mi me despide y a ti te abandona. Y ya sabes lo que eso significa.

—Entonces—continuó Lucía, tomándolo del cuello—, ya sabes lo que tenemos que hacer.

Y se despidió de él con un suave beso. No volverían a verse en una semana; en concreto, hasta esta noche. En el homenaje por la muerte de Roberto Vidal.

James bajó a la calle, donde le esperaba un coche de alquiler, un vehículo con brillante carrocería y un ángel de plata como mascarón de proa. La ocasión merecía que el heredero de la más importante compañía eléctrica acudiese al evento en un Rolls Royce.

Para el acontecimiento se alquiló todo un hotel, dejando las habitaciones vacías por si algún invitado decidía pasar la noche allí. Habían dispuesto a todo un ejército de botones que abrían las puertas de los coches y recogían equipajes entre reverencias y sonrisas serviciales. James, que se sentía afortunado aquella noche, regaló al chico que le abrió la puerta, y que tendría la misma edad que él cuando llegó a la ciudad, uno de los billetes que impedían que su cartera cerrase en su totalidad. Acudió al comedor y se sentó en el centro de la mesa que presidía la estancia, reservada a las personas más cercanas al difunto. A su derecha se encontraba Lucía Sagnier, quien, como saludo, posó su mano sobre la rodilla de James y comenzó a subir por su pierna. Él sonrió y negó con la cabeza; ya tendrían tiempo después. Tendrían todo el tiempo que quisieran.

Cuando el comedor se llenó, James se puso en pie. Golpeó la copa con un tenedor, atrayendo la atención de todos los presentes. Pronunció un breve discurso en honor de Don Roberto, que culminó con un brindis. Al sentarse la vio.

Ella estaba sentada en una mesa cercana. Venía enfundada en un vestido corto, tan oscuro como su pelo. Mantenía los ojos verdes fijos en James y, tras dar un sorbo a su copa de champagne, se relamió los labios, que brillaban con un fuerte color rojo. James miró de reojo a Lucía, que se entretenía entretenida hablando con uno de los directivos de la empresa, y volvió la vista de nuevo a aquella mujer. La dama le guiñó un ojo y volvió a la comida.

Tras la cena había organizado un baile. Se retiraron las mesas y se instaló un cuarteto de cuerda en un extremo de la sala. James y Lucia fueron los primeros en bailar, seguidos por numerosos invitados. Tras la tercera pieza alguien tocó el hombro de James, solicitando un baile con la hermosa viuda. Él aceptó, dando las gracias por poder retirarse a buscar un refresco. Se acercó a un camarero y pidió una copa.

Se la tendió aquella dama con una amplia sonrisa. Champagne. Dom Pérignon de fina reserva. La aceptó con un “gracias”. El perfume que ella desprendía cautivaba el olfato.

—Gran fiesta—dijo ella con una voz dulce—, lástima el motivo.

—Sí, era un gran hombre—respondió él, conteniendo la risa.

—Será una gran pérdida–añadió la mujer—. Creo que no tuvimos el gusto de conocernos, ¿verdad?

—No lo creo, señorita, no habría olvidado una sonrisa como la suya. James Graunt, hijo adoptivo de Don Roberto—contestó, haciendo una leve reverencia.

—Chloé Permanyer.

—Encantado—terminó, besando el dorso de la mano que la mujer le tendía.

Chloé siempre sabía qué palabra, que gesto debía emplear para conseguir que cualquier hombre acabase a sus pies. Aquella noche desplegó sus encantos, en cada uno de los cuales cayó James como un infante cae en los trucos de magia, a pesar de que él pensaba llevar totalmente las riendas. Cuando él le ofreció subir a una habitación, ella fingió sentirse sorprendida y alagada. Tras un rápido vistazo hacia las parejas de baile, James la cogió de la mano y la guió hacia la misma habitación que había reservado para celebrar con Lucía aquella ocasión tan especial.

Tras cerrar la puerta, James se abalanzó sobre el cuello de la dama. Ella le empujaba hacia la cama mientras le iba arrebatando la chaqueta y la camisa. Cuando él intentó capturar sus labios, Chloé le detuvo posando un dedo en los suyos. Después, bajó la mano a su pecho y lo empujó contra el colchón. Y entonces, extrajo del pecho un par de cintas de seda, y comenzó atando una de ellas a su muñeca, para después hacer un nudo con el resto entorno al cabecero de la cama.

—¿Y esto? —preguntó James mientras le ataba la otra mano.

—Para asegurarme de que no me interrumpes durante el número—respondió ella con una sonrisa seductora.

Chloé se puso de pie frente a la cama y comenzó a quitarse el vestido, moviéndose al ritmo de la música que sonaba justo debajo. Con una mano se soltó el broche del sujetador y lo lanzó sobre James. La última de sus prendas cayó por culpa de sus movimientos de cadera. Completamente desnuda, Chloé reptó por el pecho hasta llegar a la altura de su rostro. Y entonces lo besó.

Era un beso cargado de lujuria y ansia animal. James intentó soltarse por la fuerza, deseando tomar a aquella mujer de una vez. Chloé, que sabía que en todo momento tenía ventaja, decidió seguir con el beso. Exploró cada centímetro de su boca, jugando con su lengua. James cada vez tenía más dificultades para respirar. Sus brazos, que instantes antes se agitaban con fuerza, dejaron de moverse. Él dejó de responder a sus caricias y besos. Chloé se incorporó, y examinó el rostro de James. Estaba muerto; sus labios y piel teñidas del mismo rojo que Chloé usaba.

Chloé se vistió con prisa. En el vestíbulo terminó de colocarse el pelo. Salió, pidió que le llamaran a un taxi y esperó. Se estaba subiendo a él mientras Lucía iba a la habitación acordada y, cuando ésta estaba gritando, Chloé se alejaba, internándose en la noche.

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