miércoles, 3 de agosto de 2011

Disparo - primera parte.

Básicamente, un asesinato. Sí, me dedico a planear cómo matar gente. ¿Algún problema?

Está por terminar, publicaré el final pronto. Mientras tanto, ¿alguien se atreve a resolverlo por mi?
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Era una escena tranquila y con cierta paz. El cuerpo cayó, inerte, de espaldas. La sangre manaba de un orificio abierto en su sien derecha y manchaba la alfombra persa. Su mano derecha aferraba el arma, aún caliente, que él mismo había disparado…

—Presumiblemente—dijo Vincent, tras leer mis notas por encima del hombro—. Y, por dios, James, ¿tienes que ser tan específico?

—Sabes que lo mío son las letras, Vincent. Si esperabas más profesionalidad, haber avisado a alguien del oficio.

—Pensé que te esto te gustaría. Investigamos un caso importante, amigo mío. ¡Nada menos que Thomas Wegener, muerto en su despacho! Presiento que será una buena historia para vender.

—Ya veremos.

Vincent rio con ganas y se giró, dispuesto a encarar a los testigos. Tres personas más habitaban la casa aquella tormentosa noche. La primera era Dalia Wegener, esposa del difunto, que aún sollozaba al amparo de un pañuelo. Enfundada en un vestido blanco, impecable, nos recibió en persona, con el maquillaje corrido por las lágrimas. Morena y de ojos oscuros, lucía un peinado tan elaborado que nadie creyó que estuviese durmiendo.

El único varón del trío era Alfred Wegener, hijo del cadáver y heredero de éste. Iba en un pijama de lo que parecía ser seda, y se mantenía firme. Sólo en sus ojos, y en determinados instantes, se notaba un leve rastro de dolor por lo ocurrido. Abrazaba a la tercera en discordia, Lisa Lewis, quien, cubierta por un fino camisón, enterraba la cara en el pecho de su prometido. Las revistas de la prensa del corazón pagaban millones por fotos exclusivas de aquella boda.

El reloj de pared del despacho dio las once. Vincent, en aquel momento, examinaba el cuerpo. El cuerpo estaba tirado en el suelo, en mitad de la habitación, con los ojos abiertos y enfundado en un traje. La sangre había dejado de fluir, y manchaba su cabeza desprovista de pelo. Los ojos contemplaban el techo, vacios. Vincent sujetaba su brazo derecho por la manga, comprobando el arma de cerca. Incluso se lo acercó a la nariz.

—Y dice usted—preguntó cuando estuvo satisfecho— que esta habitación estaba cerrada hasta que ustedes la echaron abajo. ¿Puede decirme cómo?

—Sí, claro—dijo la señora Wegener, con la voz tomada, mientras Vincent caminaba hasta la ventana, cerrada por dentro con pestillo—. La puerta dispone de un pestillo que sólo puede abrirse por dentro. Por eso tuvimos que derribarla.

—Ya veo… ¿Cuánto tiempo llevan para pintar la fachada?

—Un día—esta vez respondió Alfred—. Ayer instalaron los andamios, y por la tarde comenzaron el trabajo.

—Bien… Me gustaría ir al salón y hablar con ustedes. Y no le haría ascos a una taza de café.

Lentamente, Dalia Wegener se giró y echó a andar, seguida por su hijo y su nuera. Vincent caminó detrás de ellos. Yo cerraba la comitiva.

—Señorita Lewis, tenéis algo en el hombro—dijo Vincent cuando alcanzamos la escalera—. Permitidme.

Hizo un gesto que levantó el pelo rubio de Lisa Lewis. Atrapó algo, lo examinó y lo dejó caer. Después, continuó la marcha.

Una vez en el salón, él ocupó un sillón que quedaba frente al sofá que ocupaban los tres habitantes de aquella casa. Extrajo un cigarro del bolsillo de su abrigo y lo encendió.

—A su marido lo han asesinado—dijo, sin inmutarse, antes de que el cigarro llegase a su boca.

Los tres ahogaron un grito; la señora Wegener rompió a llorar. Vincent dejó que el pitillo se consumiese por completo antes de volver a hablar.

—¿Tenía el señor Wegener algún enemigo? ¿Alguien que quisiera verle muerto?

—No, la verdad es que…— comenzó Alfred.

—Sí—interrumpió Dalia—, hay alguien. Richard Reilly. Su relación siempre había tenido sus roces, pero desde que mi marido le negó aquel terreno para construir…

—Entiendo—Vincent miraba a Dalia sin parpadear—, ¿alguien más?

—No, nadie más.

—Bien—dijo, encendiendo otro cigarro—. Ahora, agradecería ese café, antes de seguir con mi investigación.

—Claro, ahora mismo.

—Voy contigo—Lisa se levantó junto con Dalia, en dirección a la cocina, dejándonos solos con Alfred.

En cuanto las mujeres abandonaron el salón, Alfred se levantó y se dirigió al mueble bar. De allí obtuvo una pequeña caja, que contenía algunos puros. Le tendió uno a Vincent, y tras rechazar yo su oferta, se llevó otro a los labios.

—A mi querida prometida—dijo tras encenderlo— no le gusta que fume.

—Parece todo un carácter—observé.

—Lo es. Pobre de aquel que la haga enfadar. Siempre ha de tener lo que quiere, y
cuando lo quiere. Y pobre de aquel que se lo niegue.

—¿Al igual que usted?—preguntó Vincent.

Alfred dejó que una nube de humo lo ocultase antes de responder.

—Sí, al igual que yo. ¿Sospecha de mi?—añadió.

—Aún es pronto para descartar a nadie.

—Yo no maté a mi padre.

Pronunció esas palabras con calma, como si aquello no fuera con él. Sin embargo, se había puesto de pie, y tenía el puño apretado.

Llamaron a la puerta principal. Se oyeron unos pasos, la puerta se abrió. Tras unos instantes de rápida conversación, se volvió a cerrar. Mientras pasaba, nosotros guardábamos silencio. Fue Lisa la que lo interrumpió.

—Cariño, deberías ir a acostarte. Ha sido un día muy duro…

—Sí, tienes razón.

Dejó que el puro se consumiese en el cenicero, y abandonó el salón. Lisa se dirigió a nosotros.

—He preparado dos habitaciones para ustedes, por si gustan en quedarse esta noche. Están en el primer piso, a la izquierda según suben. Son las dos que quedan al fondo del pasillo.

Le faltó tiempo para irse, en pos de los pasos de su prometido. Busqué la mirada perdida de Vincent.

—¿Qué hacemos, pues?

—Me queda una conversación—afirmó—, una conversación más y lo habré resuelto. Tú puedes hacer lo que quieras, James.

Lo seguí; necesitaba cada dato que Vincent reuniese para intentar seguirle la pista. Sin embargo, él siempre veía más allá, captaba algo que a los demás nos resultaba imposible. Era eso lo que marcaba la diferencia.

Ella estaba en la cocina, con una botella en la mano. Dalia Wegener se giró al oír el golpe de mis nudillos contra la madera de la puerta.

—He pensado que quizá preferirían un poco—levantó el envase, que contenía whisky. Le fallaba la voz —. Era la bebida favorita de mi marido, podríamos brindar por…

—Señora Wegener—la interrumpió Vincent—, ¿desde cuándo engaña a su marido?

La botella se rompió en mil pedazos al caer, el líquido mojó mis zapatos. Suspiré. Él nunca actuaba con tacto en estos casos.

—¡¿Cómo se atreve?!—Gritó Dalia—¿Cómo se atreve a insinuar eso el mismo día de su muerte?

—No es una insinuación, si no una afirmación. Salta a la vista que no me equivoco.

En eso tenía razón, yo también lo había notado. Sin embargo, no me atreví a abrir la boca, en parte por la expresión que tenía Dalia y en parte por seguir el razonamiento de Vincent.

—Responda a mi pregunta—insistió.

Dalia se dirigió a un armario, meditó un instante y lo abrió. Cogió una botella del mismo líquido, igual a la que había tirado un instante antes, llenó generosamente un vaso y lo vació de un trago. Repitió aquella acción dos veces más, tomándose su tiempo entre ellas. Esperamos en silencio el momento de su respuesta.

—Desde hace dos años—dijo al fin.

—¿Con quién?—preguntó Vincent.

—¿Eso importa? Con el jardinero—terminó al ver su expresión.

—No sé por qué no me lo esperaba—comenté en voz alta, en un despiste. La mirada que Dalia me lanzó bien podría haberme matado.

—Bien, eso es todo. Si me disculpan, voy al despacho, a ultimar unos detalles. James, por favor, ve a buscar al heredero y a su prometida y llévales allí. Voy a revelar la identidad del asesino.

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