Amanecía cuando yo escondía el libro en la mochila. El contenido de ese manuscrito era extraño. Si era cierto, los autores se declaraban culpables de homicidios; ¿por qué lo harían? La mera idea de que se enorgulleciesen de esas atrocidades me causaba repulsión.
Me metí en la ducha mientras luchaba por borrar las imágenes de mi cabeza, esperando que el agua ayudase en la tarea. Para cuando salí, veinte minutos más tarde, tenía la mente totalmente en blanco. Me sequé, me vestí y bajé a desayunar. Cuando mis padres se levantaron, yo ya me había ido.
Corrí, nervioso, mirando hacia atrás cada poco tiempo. Aún seguía teniendo la sensación de tener dos ojos clavados en mi espalda, observando cada paso, cada movimiento que yo hacía. Me sentía si estuviese en una partida de ajedrez, y yo fuese un mero peón.
A las siete en punto, y mientras Gonzalo abría su tienda, llegué a mi destino. Al verme, en la cara del dependiente reflejaba el asombro.
—Javier, que sorpresa. ¿Cómo tu por aquí a estas horas? —Inquirió.
— ¿Ya no recuerdas que ayer andaba por aquí a estas horas? —respondí, riendo. Al instante, extraje el manuscrito de mi mochila y se lo entregué—. ¿De dónde sacaste esto?
Gonzalo cogió el libro y lo examinó, intrigado. Al poco lo dejó sobre el mostrador.
—No lo he visto en mi vida. ¿Ya comenzaste con “Los pasos del cielo”?
— ¿”Los pasos del cielo”? Ese no lo tengo. Y no me cambies de tema. ¿De dónde sacaste ese libro?
—Te he dicho que no lo sé, no lo he visto en la vida—Gonzalo comenzaba a molestarse. Normal, aquello comenzaba a parecerse a un interrogatorio.
—Tú me lo regalaste.
—Yo te regalé “Los pasos del cielo”, no eso. No tengo ni idea de donde lo has sacado; ya te he dicho que no lo he visto antes.
— ¡Y yo te digo que esto salió de tu regalo!—Antes de darme cuenta, ya había comenzado a gritar.
Me detuve cuando oí la puerta abrirse, había entrado un cliente. Gonzalo, tras saludar, me dijo que dejase allí el libro, que lo examinaría y me diría algo. Aseguró que él no me lo había pasado, y que nunca antes lo había visto, antes de centrar toda su atención en el hombre que acababa de entrar. Yo, al ver la hora que era, me dirigí a clase.
—Ya podrías haberle dicho algo, ¿no crees? —No había cruzado el umbral de la puerta cuando David me atacó, siguiéndome hasta el pupitre—. Bastante me costó que…
—Cállate y escucha—le corté. Me dispuse a relatarle todo sobre el libro, incluso cuando el señor Montero entró en clase. Examinó el trozo de papel en el que había apuntado las tres fechas mientras le contaba la historia.
— ¿Estás seguro de eso?
—Completamente. Al menos la última fecha es real. ¿Y quién en su sano juicio confesaría un crimen que no cometió?
—Ahí está— observó David—. Nadie en su sano juicio.
Pasé por alto el comentario de mi amigo, centrándome en los datos que el libro me había aportado. Tres nombres en tres ciudades distintas y tres fechas, con varios años de diferencia entre ellas. El libro había viajado mucho, llegando incluso a cruzar el Atlántico. Investigar acerca de los sucesos de Chicago era imposible, así que quedaba descartado. Quedaban Santander y Barcelona, que sería la más difícil. Decidí ir a ver el número cinco de la calle Cádiz, tras pasar por la librería de Gonzalo a por el libro. Sin embargo, aún tenía una última cosa por comprobar en clase.
—Señor Montero—dije, cuando acabó la clase—, ¿usted sabe algo sobre el incendio de Chicago de 1871?
—No—respondió, sin apartar la vista de sus papeles—, es la primera noticia que tengo.
— ¿Y sobre el de Barcelona, en 1861?
—Sí… creo que ardió el Liceo. Pero… —el profesor me miró— ¿Por qué te interesa eso?
—Eh…—dije, tratando de ganar tiempo.
— ¡Javier! —David me llamaba desde la puerta—. ¿Vienes o te quedas?
Me fui con él, evitando responder a la pregunta del profesor. Dijera lo que dijese, me tomaría por loco, o algo peor. Precedí a David hasta llegar a la librería. La campanilla sonó al abrir la puerta, Gonzalo alzó la vista. Cuando llegué al mostrador, ya me tendía el libro.
—No tengo ni la más remota idea de dónde ha salido—respondió sin mirarme.
Asentí con un gruñido y salí de nuevo. Le pasé el manuscrito a David, para que viese con sus propios ojos lo que yo había leído en él mientras caminábamos hasta el número cinco de la calle Cádiz, el origen del incendio de hace dieciséis años. Tras el fuego, los edificios habían sido reconstruidos. Sin embargo, el número cinco parecía deshabitado.
— ¿Y ahora qué? —preguntó David.
Me acerqué a la puerta del único bajo del edificio, el mismo del que hablaba Martín en el libro, y la empujé. La madera cedió sin ofrecer resistencia. Miré a mi amigo y entré. Él me siguió, dudoso. Para nuestra sorpresa, estaba amueblado tal y como aparecía descrito en las páginas que David examinaba nervioso.
—¿Qué ocurre? —le dije.
—Que todo concuerda con la descripción que sale en el libro—contestó.
—¿Y eso te preocupa? El dueño lo amueblaría tratando de venderlo, o alguna cosa similar.
Me miró un segundo, hasta que encogió los hombros aceptando mi teoría. Bajó de nuevo la vista al libro, buscando algo en las hojas anteriores.
—Según esto, hay una trampilla tras la barra—comentó.
Me dirigí a comprobarlo. El suelo de madera estaba cubierto en aquel lugar por una gran capa de polvo, que me hizo toser al retirarla. Bajo ella, encontré, y con mucho esfuerzo, la mencionada trampilla. Esta ocultaba una escalera que, al contrario de otros bares que disponen debajo una bodega, daba acceso a una pequeña habitación con cuatro puertas. Bajé y, mientras David saltaba detrás de mí, abrí una de las puertas. Me encontré de golpe en una sala en la que sólo había dos sillones, uno frente al otro, y una mesa entre ellos. La puerta opuesta a la mía cedía el paso a otro habitáculo, este únicamente amueblado con una gran cama.
—¿Qué clase de negocios hacían aquí?—preguntó mi amigo, abriendo la tercera—. Y aquí un pasillo largo y una puerta al fondo
Me acerqué a comprobar que guardaba la última. Encontré una gran butaca, un escritorio, un mueble bar y varios archivadores. Todo decía que el dueño sólo se había preocupado de esa habitación. David entró corriendo, lanzándose a probar el asiento. Yo preferí rebuscar entre los papeles que encontré.
—Oye, David… —dije, mirando las fechas— ¿esto no te parece raro?
—Uno de octubre de mil novecientos cuarenta…—leyó en voz alta—. ¿Qué tiene de raro?
—Que el edificio ardió entero en 1941.
—Ah… Bueno, quizá tenían los archivos en otro lado y los trajeron aquí tras el fuego—contestó—. ¿No eras tú el de las obviedades?
Me limité a reír, haciéndole un gesto con la cabeza para irnos. Él hizo ademán de llevarse la silla con él, pero resultó estar fija al suelo, contra el que se dio de bruces. Riendo con aún más fuerza, tiré de la manilla de la puerta. No cedió. Hice más fuerza, pero se mantuvo en su sitio.
—Deja de hacer bromas—dijo David a mi espalda.
—No son bromas—dejé de hacer esfuerzos y le di una patada. Pronto me arrepentí. Parecía de hormigón—. Parece que estamos atrapados.
—¿Y qué hacemos ahora?
Me apoyé en la pared y me deje caer, hasta llegar al suelo. Él se acercó al mueble bar y examinó su contenido.
—¿Alguna vez has probado el whisky?—dijo, estirando la mano para alcanzarlo.
Cuando agarró la botella se escuchó un extraño chasquido. Tras el escritorio se abrió un hueco en la pared, lo suficientemente grande para que pasara un hombre.
—Parece sacado de una novela de misterio—pensé en voz alta, entrando en aquel oscuro pasillo.
A los pocos metros vi luz. Sentí una brisa en la cara. Habíamos salido al exterior, a un pequeño callejón cercano al número 5, que por el olor parecía un baño para mendigos. En el agujero, David se entretenía gritándome, maldiciendo el que le hubiese arrastrado a ese lugar.
—¿Y ahora qué?—preguntó cuando estuvo fuera. Una vez cerró la puerta, ésta era imposible de distinguirse del resto de la pared.
Intenté pensar. En el manuscrito que David portaba sólo se mencionaban otros dos lugares, Barcelona y Chicago. Si la ciudad catalana me quedaba lejos, no quería ni pensar en cruzar el Atlántico a nado. Sin más pistas, ¿cómo seguir? Estaba a punto de dar por terminada mi pequeña aventura cuando lo vi. Justo frente a mí, con la misma gabardina negra y ese sombrero de ala ancha que tan sólo dejaba intuir que aquellos puntos de luz eran sus ojos. Su fría mirada no se apartaba de nosotros, hasta que hice ademán de moverme. Entonces, en apenas un instante, le perdí de vista. Salí corriendo, ignorando los gritos que Daniel profería. Lo busque al llegar a la calle, encontrándolo cuando estaba a punto de doblar la esquina y desaparecer.
Se internó en un cavernoso portal de madera carcomida. El paso de los años era visible en la fachada. Las escaleras crujían a cada paso. A medida que subía la oscuridad se hacía más densa. La única bombilla que pude ver estaba destrozada y, a juzgar por la capa de polvo que cubría los restos, nadie se había molestado en cambiarla desde hacía ya mucho tiempo. Llegué hasta el cuarto y último piso. Tan sólo una puerta entreabierta, a través de la cual se filtraba la poca luz que me permitía ver. Me adentré sin pensar dos veces si aquello podía considerarse allanamiento, pensaba que el edificio estaba deshabitado. Me equivocaba.
—Martín, que alegría verle.
Había cruzado el pasillo frente al salón sin fijarme demasiado. Me detuve al escuchar aquella voz rasgada por el tiempo. Pertenecía a un anciano, pelo canoso y escaso y mirada cansada. Vivía eternamente sentado en una butaca agujereada, que desprendía olor a humedad y polvo. Sus pupilas blancas miraban la nada. Mi mente pensó rápidamente en una excusa.
—Eh… Verá, yo…—comencé. Mejor dicho, balbuceé— pensaba que la casa estaba vacía… y vi entrar a alguien…
En el arrugado rostro del anciano se dibujó una sonrisa.
—Vamos, tome asiento—dijo, señalando al aire—. Hace mucho tiempo que no hablamos, Martín. ¿Cómo está su esposa?
—Se equivoca, señor. Me llamo Javier Valverde, y vine siguiendo…
—¿Ya sabe usted quién es la sombra que le seguía?—preguntó.
Me detuve en seco, repasando mentalmente lo que mi anfitrión acababa de decir. Conocía a una persona, Martín, a la que le seguía algo, una sombra según él. Tenía que averiguar quién era. Una idea pasó por mi mente.
—Creo haberle dicho ya un millón de veces que me tutee—dije, esperanzado.
Hubo una pausa que se me antojó eterna antes de su respuesta.
—Cierto—contestó él—, pero a estas alturas de mi vida, se me hace raro llamarle
“Eduardo”. ¿Verdad que no le importa cómo le llame?
—No, esté tranquilo.
Eduardo Martín. ¿Sería el mismo que aparecía en mi libro? ¿El mismo que se adjudicaba la autoría del incendio de Santander? Necesitaba saber más. Miles de preguntas se pasaban a la velocidad de la luz por mi cabeza. Tardé apenas un segundo en decidir la siguiente. Pero antes de poder siquiera plantearla se me fue la oportunidad. El anciano se había quedado dormido. Decidí regresar al día siguiente. Tras anotar la dirección mentalmente, me fui.
Aquella noche me quedé despierto hasta media noche, uniendo las pocas piezas de un puzle sin pistas, hasta que el sueño me venció. Soñé con Marina, su pelo rubio apoyado en mis piernas, su eterna sonrisa en el rosto. Estábamos en una estancia blanca, sin puertas ni ventanas. Sólo nosotros. Me incliné, buscando sus labios. Antes de llegar, las paredes ardieron. El fuego se propagó rápido, abarcando toda la habitación. Marina se quemaba. A mí las llamas no me hacían daño. Yo me quedé sólo. Ella se convirtió en cenizas.
lunes, 10 de agosto de 2009
Alma en llamas. Capítulo II
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3 comentarios:
¿El amigo no se llamaba Daniel en vez de David?
Sep, se ve que tengo una malsana obsesión por ese nombre xD. Gracias
De nada, hombre. Siempre es bueno ayudar :)
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