Dicen que el alma de los hombres guarda un débil equilibrio entre el bien y el mal, tan débil que una mera palabra podría romperlo. Muchos hombres a lo largo de la historia sucumbieron a la oscuridad, manchando sus manos y su ser con la sangre de sus víctimas. Yo mismo estuve a punto de ser uno de ellos.
Francisco Solar vagaba por las calles de una Barcelona medio dormida ya, acompañado por esa luz rojiza del atardecer y una voz en su cabeza. Su mirada recorría los rostros de las pocas personas con las que se cruzaba. Ellos, al verlo, aceleraban el paso con una mezcla de temor y repugnancia ante las ropas sucias y destrozadas que vestía.
Tenía el aspecto de no haber comido en meses y lucía el porte y el olor de aquellos que no conocían el jabón. Aún así, su apariencia inspiraba miedo; sus ojos brillaban de una forma inquietante, con determinación. Determinación de matar.
El hombre con aspecto de vagabundo encontró su objetivo. Ante él se alzaba el Gran Teatro del Liceo, y tenía la puerta de los actores abierta y sin vigilancia. Colarse fue demasiado fácil. Oculto entre las sombras, Francisco esperó. El momento oportuno tardaría en llegar.
Extrajo de entre sus raídas ropas un pequeño libro, escrito a mano. Las hojas desprendían un aroma a humedad y alcohol, con manchas de diversos orígenes. A salvo en su escondrijo de ratas, y con los escasos conocimientos de aquellos símbolos que la enseñanza pública le había dado, releyó en aquellas páginas la historia que él había escrito, su historia, sin saber si alguien encontraría algún interés en ella. De alguna forma, ese pasatiempo le calmaba.
La gente iba entrando, ocupando sus asientos. Esperaban disfrutar de una gran obra. No sabían que participarían en ella. Francisco luchaba por contenerse, escondido en la sastrería. Debía esperar a que el teatro se llenase. Pero la voz en su cabeza tenía otros planes.
“Es la hora. El espectáculo debe comenzar. Por el bien de todos.”
Francisco sucumbió. Eran las siete y cuarto de la tarde cuando aparecieron las primeras llamas. El fuego, originado en las páginas de su historia, lo abrazó, abrasando su cuerpo. Él no sentía dolor. Los responsables del teatro decían que estaría solucionado en unos instantes, que pronto comenzaría la obra. No conocían la magnitud que podía alcanzar el fuego alimentado por un alma enloquecida.
Una media hora después, el fuego surgía a borbotones del edificio, de un modo similar a un volcán. Se extendió por los bastidores igual que una chispa eléctrica. El calor y el humo obligaron a quienes luchaban contra las llamas a abandonar sus puestos. El telón cayó sobre los asientos; una ola de fuego abrasó el lugar. Los adornos rodaban por las escaleras envueltos en el fuego. La gente que estaba en el vestíbulo corría, tratando de salvar sus vidas.
Las llamas fueron creciendo. Durante una hora, Barcelona estuvo iluminada por un siniestro fulgor. Desde una distancia, donde el cielo y el mar se unen en una sola cosa, tal macabro espectáculo resultaba incluso bello. La sombría criatura, que se alejaba de la ciudad, disfrutó de la visión hasta que ésta quedó reducida a una pequeña columna de humo.
¿Hasta dónde está un hombre dispuesto a llegar? Cuando esos límites no están definidos, cuando ese sufrimiento no desaparece, la calma es el único anhelo. Cuando se pronunció aquella palabra, cada vez que se pronuncia esa palabra, alguien se pierde irremediablemente.
Eric Nicholas caminaba por la calle Dekoven, vestido con un largo abrigo negro y un sombrero de ala ancha que cubría su pelo rubio. Debían ser las nueve de la noche cuando aquel muerto en vida, que avanzaba arrastrando los pies como si cargara con el peso del mundo a sus hombros, avistó el establo que pertenecía a Patrick O’ Leary. Eric sonrió; había llegado la hora de sanar el mundo.
Sigilosamente, Eric entró en el establo. Allí se encontraba el propio Patrick cuidando de los animales bajo la tenue luz de una lámpara de aceite.
“Te lo está poniendo muy fácil, Eric. Pronto podrás subsanar el error humano que hiere este mundo.”
Eric respondió afirmativamente a esa voz que sólo él podía escuchar, esa voz que, un día, se dejó oír por primera vez en su mente. Sus ojos examinaron el lugar, construido completamente en madera. Patrick avanzaba ahora hacia el lugar donde se almacenaba el heno, con la lámpara en alto.
“Ahora o nunca” pensó Eric para sí.
Sin hacer ruido, Eric se levantó. Procurando no ser descubierto, caminó lentamente hacia Patrick, demasiado absorto en su tarea como para atender a los mugidos de los animales que guardaba en el establo, y que ahora sentían temor hacia ese hombre al que la locura dominaba por completo. Cuando Patrick se giró, ya era demasiado tarde.
Del primer golpe, Eric lo derribó. Después, mientras Patrick trataba de entender lo que ocurría, el loco cerró la puerta desde dentro. Las llamas comenzaban a crecer, escalando las paredes de madera.
— ¿Se puede saber que haces? —inquirió Patrick.
—Purificar el mundo—respondió Eric, dándole un golpe que lo dejó inconsciente. Después se sentó a esperar, entre los animales nerviosos que no dejaban de golpear las puertas, tratando de escapar.
Sentado en la paja, con un libro entre las manos. Pasó las hojas, releyendo las palabras que él mismo había escrito. Cerrándolo con un golpe, lo arrojó con odio, repulsión y miedo al fuego. La hoguera lo devoró, al igual que al cuerpo de Eric.
Pronto, las llamas consumieron todo el establo. El fuego, hambriento, se extendió por una ciudad construida principalmente en madera, con la ayuda del viento. La población luchó por proteger su cuidad. Dos días después, el fuego había destruido gran parte de la cuidad, y las víctimas se contaban por centenas.
Y la sombría criatura que había planeado tal atrocidad, se alejaba de una Chicago en llamas.
El miedo nos confunde. El miedo nos aterra. El miedo nos mata. Cuando el temor acecha en cada esquina, vives con miedo. Cuando el miedo te mira en tu reflejo, te desesperas. Cuando te temes a ti mismo, ansías morir.
Aquel hombre caminaba al amparo de la noche, escondiéndose de las miradas de los transeúntes. Sus ropas negras y su sombrero ayudaban en esa tarea. De él, sólo sus ojos eran visibles. Sabía que le veían, que le temían, pero ya no importaba. Nada importaba ya. Le acompañaba un eterno sonido, el del líquido moviéndose dentro de un recipiente. Bastaba acercarse un poco a aquel hombre para saber que lo que cargaba eran dos latas de combustible. Sin embargo. Nadie se atrevía a acercarse. Había algo en su mirada que les invitaba a mantenerse todo lo alejados que pudieran de él.
Aquel hombre continuaba impasible, arrastrando los pies al andar. Contestaba susurrando a alguna voz que solamente él podía escuchar. El hombre no recordaba el origen de la voz, sólo sabía que un día comenzó a escucharla. Ahora esta voz guiaba sus pasos. Esos pasos lo llevaban hasta un local de dudosa reputación llamado “el Auspicio”, un lugar que la gente solía evitar. Aquel hombre sacó una llave de uno de sus bolsillos y abrió la puerta.
El interior del local estaba oscuro y vacío. El hombre entró, arrastrando los pies. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, éste vio un salón pequeño, con unas mesas distribuidas por la habitación, una barra y un pequeño escenario. Un local de poca monta. Era imposible para cualquier visitante deducir el motivo por el cual el dueño nadaba en la abundancia.
El hombre caminó hacia la barra. En el suelo, detrás de esta, había una trampilla, bajo la cual se abría un largo pasillo con varias puertas. Cada puerta daba a una habitación, amuebladas de distintas formas según su utilidad. Las habitaciones disponían de una segunda salida, permitiendo escapar fácilmente de un cuerpo policial que no ponía el esfuerzo necesario. Abrió alguna de esas puertas, mientras recordaba a los distintos políticos que habían ocupado una de esas habitaciones con una señorita de compañía, o a la gente de la peor calaña que negociaba al amparo de un local del que las fuerzas del orden salían con los bolsillos apestando a ese dinero que acallaba conciencias.
Al final de este largo pasillo, se encontraba el despacho del dueño del local.
—Martín —dijo el gerente, extrañado al verlo entrar—. ¿Qué hace aquí?
El despacho del gerente era, sin duda, el lugar mejor amueblado del local. Un sillón de cuero, mueble bar, chimenea con un fuego perenne… El lugar demostraba que aquel hombre tenía dinero y sabía gastarlo. Y el aspecto del propio gerente ayudaba a esa imagen. Era un hombre que rozaba los cincuenta o incluso más, como demostraba el color blanco de su pelo y su bigote de morsa. Su presencia no pasaba inadvertida, y vestía un traje que debía haber sido hecho a medida, tanto por su coste como por la envergadura del hombre a quien vestía.
—Usted… —El hombre dejó las latas de combustible en el suelo— Usted… —Repitió, sacando un rollo de cuerda y un cuchillo del bolsillo— Usted me despidió.
El gerente miró por primera vez los ojos bañados en la locura que inundaba a Martín. Su cuerpo se paralizó, a causa del miedo que sintió al descubrir en los ojos de su visitante las intenciones de este.
—Martín, contrólese —Tartamudeó el gerente—. Piense en lo que va a hacer, en las consecuencias…
—Lo he pensado mucho tiempo, señor Barón — dijo Martín, cortando al gerente—, y esta es la mejor solución.
Antes de que Barón pudiese hacer algo, Martín se abalanzó sobre él y lo ató a la silla. Después, cogió las dos latas de combustible y roció con una al gerente y, con la otra, a sí mismo.
—Por favor — Suplicó Barón— por favor, no lo haga. Le daré todo lo que pida, pero no lo haga.
Martín tomó uno de los puros que descansaban sobre la mesa del gerente y lo encendió. Tras disfrutar con el humo del cigarro, extrajo un libro sin encuadernar del interior de su abrigo. Pasó la mano por las letras que él mismo había escrito. Con repugnancia, dejó caer el puro sobre el libro, que se prendió fuego.
— Despídase de la vida, Señor Barón — dijo, arrojando el libro contra el gerente.
El efecto fue inmediato. Alimentado por el combustible, el fuego se propagó rápidamente por el despacho. Los gritos de terror y pánico de Santiago Barón eran ahogados por la risa de Eduardo Martín. Pronto, ambos cuerpos quedaron calcinados.
El incendio se propagó por toda la calle. La gente corría, tratando de salvar sus vidas. Cientos de curiosos observaban la ciudad ardiendo. Fotografiaron la macabra escena. Sin embargo, nadie vio como una mujer abandonaba a su bebé recién nacido esa noche ni a aquella sombra que se alejaba de la ciudad.
Yo fui uno de ellos. Fui uno de esos hombres que se vio metido en algo mucho más grande que él y tuvo miedo. Sentí temor, llegué a temer incluso a mi reflejo. Mi historia ya se había repetido antes.
Me llamo Javier Valverde, y esta es mi historia.
martes, 24 de marzo de 2009
Alma en llamas- Preludio
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5 comentarios:
Sin lugar a dudas, buen original. Me alegro de tener tu blog para descansar de tanto en cuando, que va bien para la salut el hacerlo y más en época de exámenes.
La trama de momento no sé por donde tira pero, me hago a la pequeñísima idea.
La narración es tan buena como esperaba y los dos personajes que protagonizan el primer capítulo, pues algo de tapadera para la idea (o me lo parece a mí...), pero no están nada mal ;D
Mi parte preferida, la última, en la que das importancia a la mujer y el bebé.
Espero que lo continues y no lo dejes a medias.
D.
León, la trama es sencillamente divina. Cabe destacar que ando corta de tiempo, así que no esperes una galleta muy larga :P
Tu estilo es siempre cautivador. Espero que lo sigas ^^
*Se ve a Saya amenazándolo con un cuchillo*
mi gatito hermnoso ¿No puedes escribir algo más lindo, para subirle el ánimo a esta pobre alma solitaria? No importa, este te ha quedado precioso.
¡BUENAS!
Bueno, empezaré por éste. Dado que solo he leído el primer capítulo, no puedo decir mucho sobre la trama aparte de que la cosa promete.
Como de costumbre, la narración está muy bien. Vigila los despistes, que alguno hay por ahí. Pero por lo general, excelente.
Espero que lo continúes. Si no, te prometo el mayor de los sufrimientos, jujuju.
Sigue así que me harás muy rica, jeje.
¡Hola Leoncito! :D
Mi pobre profesor de castellano, ha muerto quemado, con lo bien que hace su trabajo. T.T
¡Es coña! xP
Nada, no me ha gustado, para nada, ¡me ha encantado! n.n
Síguelo por favor. ^^
*Len hace ojitos.*
Besos,
Len.
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